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En el vestidor contiguo. Zaccaria trajinaba sacando de unas bolsas de tela trajes de colores y cortes variados, que examinaba con ojo crítico.

—¿Me traes algo con que vestirme, o has utilizado mi ropa para hacer fuego? —dijo Morosini.

—Habría sido una buena idea, porque debe de quedarle todo grande. Va a parecer un fideo…, menos quizá con los trajes de etiqueta, porque gracias a Dios los hombros siguen en su sitio.

Aldo se acercó a Zaccaria riendo.

—No me imagino recibiendo al viejo Massaria con traje y corbata blanca. A ver…, dame eso.

«Eso» era un pantalón de franela gris y un blazer azul marino que llevaba en Oxford el año que había pasado allí para perfeccionar su inglés. Después escogió una camisa blanca de tusor y se anudó en torno al cuello una corbata con los colores de su antiguo college. Hecho esto, se contempló con una satisfacción moderada.

—No estoy tan mal, después de todo.

—No es usted muy exigente. Esas camisas caídas carecen de elegancia. Están bien para los estudiantes y los obreros. Se lo he dicho cien veces, no hay nada como…

—Ya que no te gusta mi camisa, ve a ver si ha llegado el notario. Su cuello postizo te consolará. Llévalos a los dos a la biblioteca.

Aldo cogió un par de cepillos de carey para domeñar sus espesos cabellos negros, en los que ya aparecían, a la altura de las sienes, algunos hilos plateados que no quedaban realmente mal sobre su piel mate, pegada a una osamenta digna de un condottiere. Con todo, se observaba sin indulgencia: ¿dónde estaban sus músculos de antes? En cuanto al rostro, hundido a causa de las privaciones —no se comía mucho en Austria en los últimos tiempos—, le hacía aparentar más de los treinta y cinco años que tenía. Tan sólo los ojos, de un azul acerado que tiraba a verde cuando se enfadaba, de mirada siempre despreocupada y a menudo burlona, conservaban la juventud, al igual que unos dientes blancos que, llegado el caso, una sonrisa indolente dejaba ver. Una sonrisa que, por el momento, se asemejaba bastante a una mueca.

—Ridículo —dijo, suspirando—. Habrá que rellenar todo esto, hacer deporte. Menos mal que el mar no está lejos: iré a nadar.

Tras esta inyección de ánimo, bajó a la biblioteca. Era su habitación preferida. En ella había pasado ratos maravillosos con el querido señor Buteau, que sabía evocar con el mismo lirismo la muerte trágica de Marino Faliero, el dux maldito, representada por el pintor Eugène Delacroix, la larga lucha contra los turcos, los sonetos de Petrarca… y el aroma de una liebre à la royale. Llegado a la edad adulta, a Aldo le gustaba saborear el último puro de la velada escuchando cómo desgranaba sus notas frescas la fuente del cortile. Quizá todavía flotaba entre las paredes revestidas de roble y de libros antiguos el suave olor de los espléndidos habanos.

Al igual que el portego, la estancia dedicada a los libros proclamaba la vocación marítima de los Morosini. Albergaba un auténtico tesoro en mapas antiguos entre los que, además del atlas catalán del judío Cresques, había portulanos incompletos pero aun así impresionantes, trazados por orden del príncipe Enrique el Navegante en la sorprendente Villa do Infante, en Sagres, junto al cabo de San Vicente, que era a la vez palacio, convento, arsenal, biblioteca e incluso universidad. Figuraba también el famoso mapa del veneciano Andrea Blanco, trazado antes incluso de que Cristóbal Colón hubiera soltado las amarras de sus carabelas, donde ya aparecía una parte de las Antillas y un fragmento de Florida. Por no hablar de algunos de esos portulanos genoveses, bizantinos, mallorquines y venecianos que sus propietarios, en caso de ser apresados, preferían arrojar al mar a fin de que no cayeran en manos del enemigo.

Armarios pintados, con puertas macizas, protegían libros de a bordo y tratados de navegación antiguos. En una vitrina había también astrolabios, esferas armilares y uno de los primeros compases. Un soberbio mapamundi sobre estructura de bronce, colocado delante de la ventana central, recibía la luz del sol, y sobre las estanterías reposaban otras esferas tan magníficas como inútiles. Y catalejos, sextantes, brújulas y un sorprendente pez de hierro imantado que, según decían, los vikingos utilizaban para atravesar los mares que ignoraban que eran el océano Atlántico. El mundo, su historia y las aventuras humanas más fascinantes reposaban allí, entre los estantes cargados de libros con encuadernaciones preciosas, cuyas abigarradas pieles y cuyos «hierros» dorados brillaban. Allí, el perfume del pasado se mezclaba con el de los puros fumados.

Con el dedo índice, Morosini levantó la tapa de la gran caja de caoba donde antes se guardaban los largos habanos, con su escudo de armas en la vitola, que hacían traer de Cuba. Estaba vacía, pero quedaban unas briznas que él recogió para acercárselas a la nariz. Esperaba poder disfrutar al menos de ese placer.Un carraspeo lo devolvió a la tierra.

—Mmm… espero no ser inoportuno —murmuró una voz tímida.

Inmediatamente, Aldo se dirigió hacia el recién llegado con las manos tendidas.

—Me alegro de volver a verlo, querido amigo. ¿Cómo está?

—Bien, bien, gracias… Pero es a usted, príncipe, a quien hay que preguntar eso.

—No me diga que tengo mal aspecto, por favor. Celina ya se ha encargado de hacerlo, prometiéndose poner remedio. Venga a sentarse —añadió, señalando un sillón tapizado en piel situado junto a un taburete de tijera que se reservaba para él—. Está usted igual que siempre —dijo, observando el amable rostro de nariz redonda, tocada con unos anteojos, que se erigía sobré un impecable y glacial cuello postizo cuya visión debía de haber reconfortado el alma de Zaccaria. Morosini apreciaba al señor Massaria. Su bigote y su perilla canosos tal vez hubiesen sido más adecuados a un siglo pasado, al igual que su cándido corazón y su escrupulosa conciencia, pero era un hombre muy experto en la profesión que ejercía, un consejero financiero sagaz, incluso bastante temible, y un viejo amigo de la familia. Su devoción fiel y silenciosa hacia la madre de Aldo no era un secreto para nadie; sin embargo, a nadie se le ocurrió jamás burlarse porque era un sentimiento conmovedor.

Pietro Massaria no se había casado nunca con el pretexto de amar su libertad por encima de todo, lo que le había permitido evitar las uniones sucesivas que tiempo atrás su padre intentaba imponerle, pero de hecho sólo había amado a una mujer: la princesa Isabelle. Dado que, por razones evidentes, no podía esperar hacerla su esposa, y todavía menos su amante, el notario había decidido ser su más fiel y discreto servidor, conservando como único tesoro, en el secreto de un estuche permanentemente cerrado con tres vueltas de llave, un pequeño retrato pintado por él mismo a partir de una fotografía y junto al cual ponía todas las mañanas una flor recién cortada.

La muerte súbita de su amada lo había destrozado. Aldo se dio cuenta observándolo más atentamente. Pese a lo que había dicho hacía un momento, el notario aparentaba más de los sesenta y dos años que tenía. Su cuerpo repleto carecía de vitalidad y, tras los cristales de los anteojos, unos párpados enrojecidos delataban la excesiva frecuencia de las lágrimas.

—Y bien, ¿qué viento favorable lo trae por aquí? —dijo Aldo—. Supongo que tiene algo que decirme…

—… Para abordarlo la misma mañana de su regreso, ¿no? Lo he visto llegar y tenía gran interés en ser el primero de sus amigos que le diera la bienvenida. Además, he pensado que cuanto antes lo ponga al corriente de sus asuntos, mejor. Me temo que el viento al que ha hecho alusión no sea muy bueno, pero usted siempre ha sido un joven enérgico, y supongo que la guerra lo ha acostumbrado a mirar la verdad de frente.