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Con gran alivio, Morosini se vio separado de la señora Kledermann, que debía sentarse en la mesa presidencial con la duquesa de Danvers. Aldo fue conducido a otra, donde lo instalaron entre una tenebrosa condesa española de labio sombreado y una joven norteamericana que habría sido encantadora de no ser por la risa de caballo de la que hacía uso por cualquier motivo. En contrapartida, Vidal-Pellicorne estaba sentado a la misma mesa, lo que era una auténtica satisfacción; con él no tenía necesidad de buscar temas de conversación. El arqueólogo se disponía a regalar los oídos de su auditorio con una docta conferencia sobre el Egipto de los Amenofis y los Ramsés.

Aldo esperaba, pues, poder pensar en paz cuando notó que, aprovechando que le servían un plato de huevos revueltos con colas de gamba, le ponían algo en la mano: un papel cuidadosamente doblado.

Sin saber muy bien qué hacer para leerlo, se las arregló para atraer la mirada de Adal y mostrarle discretamente lo que tenía. El arqueólogo comenzó de inmediato a contar una especie de novela policíaca apasionante que giraba en torno a la reina Nitokris y que captó la atención de los demás comensales. Aldo pudo leer la nota desplegada dentro de la servilleta.

«Quiero hablar contigo. Wanda te esperará en lo alto de la escalera a las diez y media. A.»

Invadido por una oleada de alegría, examinó la situación. Levantarse de su sitio sin que se fijaran los comensales de la mesa presidencial no presentaba dificultades; le bastaría retroceder un poco para quedar oculto por un naranjo y por las ramas colgantes de una gigantesca enredadera. Además, no estaba lejos de una puerta, lo que era una suerte.

Llegado el momento, se aseguró con una mirada de que Ferrals, absorto en una conversación, no se ocupaba del resto de sus invitados, se disculpó ante sus vecinas, echó la silla hacia atrás y salió de la sala.

El vestíbulo no estaba vacío, ni muchísimo menos; el ballet de los camareros que venían de las cocinas proseguía sin precipitación y en silencio. En la sala de los regalos, cuya puerta permanecía abierta —habría sido incorrecto, e incluso ofensivo para los invitados, cerrarla antes de que se marcharan—, se oía charlar a los vigilantes. Uno de ellos, que estaba ante el umbral, interpretando mal las intenciones de Morosini, le señaló la escalera principal precisando amablemente:

—Es al otro lado, en el hueco…

Aldo le dio las gracias con un gesto de la mano mientras se dirigía al lugar indicado, entró, salió de nuevo, echó un vistazo a su alrededor y, considerando favorable el momento, se precipitó hacia el tramo de escalera cubierto con una alfombra y enseguida llegó al descansillo, que se extendía a uno y otro lado en amplios pasillos iluminados con hachones. No tuvo que buscar mucho: la figura voluminosa de Wanda salió de detrás de una silla de manos antigua, situada en la entrada de una de las galerías. La doncella le indicó que la siguiera, lo condujo hasta una puerta y a continuación, poniendo un dedo sobre sus labios para invitarlo a actuar con sigilo, se alejó de puntillas.

Morosini llamó a la puerta con suavidad. Sin esperar respuesta, puso la mano sobre el pomo para entrar. En ese preciso instante recibió un golpe y se desplomó sin haber tenido tiempo de exhalar un suspiro, pero con la curiosa sensación de que alguien reía: una risita aguda y cruel.

Cuando se despertó, el impacto todavía le retumbaba dolorosamente en el cráneo, aunque las facultades intelectuales no se encontraban mermadas. Le sorprendió encontrarse tumbado en una cama confortable, en medio de un dormitorio elegante e iluminado; en las novelas policíacas que le gustaba leer, cuando al protagonista le propinaban un golpe que lo dejaba sin sentido, su despertar siempre tenía por marco un sótano lleno de telarañas, un cuartucho sin ventanas o un armario. El agresor parecía haberle dispensado unos cuidados muy especiales: su cabeza reposaba sobre dos almohadas y su chaqué cubría el respaldo de un sillón sobre el que descansaba un vestido de muselina azul claro que reconoció de inmediato.

Al igual que el perfume caro, complejo, embriagador y muy original que siempre dejaba Dianora a su paso. Por una razón todavía oscura, el hombre que reía de una forma tan característica y desagradable parecía haberse propuesto esta vez reunir a los amantes desunidos.

—Es muy amable por su parte, pero a mí no me favorece en absoluto —masculló.

Con la sensación de que los muebles oscilaban, se sentó. Enseguida consiguió levantarse y recomponer su aspecto. Una mirada al reloj le indicó que llevaba allí más de un cuarto de hora y que seguiría un rato más, pues la puerta hacia la que se precipitó estaba cerrada con llave. «Voy a tener que aprender urgentemente cerrajería», pensó, evocando con una pizca de envidia los particularísimos conocimientos de Adalbert. En cualquier caso, una cosa era segura: alguien tenía interés en que estuviera en la habitación de Dianora mientras Anielka lo esperaba. Pero ¿la nota que tenía guardada en un bolsillo era de verdad obra de la joven? Esa letra era bastante corriente…

La cerradura, del siglo XVII, era espléndida y muy resistente. Sólo cedería si derribaba la puerta. Como no estaba seguro de lo que había al otro lado, no se atrevió, pensando en el ruido que haría. Se dirigió entonces a la ventana y la abrió para encontrarse ante la magia luminosa de los jardines. Demasiado luminosa: en medio de esa fachada iluminada a giorno, debía de resultar tan visible como si estuviera en un escaparate, y por desgracia había gente fuera. Además, la altura de dos buenos pisos de pared lisa lo separaba del suelo: lo suficiente para partirse la nuca.

Estaba pensando en atar las sábanas de la cama según el método clásico, exponiéndose a que lo tomaran por loco, cuando en la planta baja se produjo un terrible estruendo que se oyó en todo el castillo: un estrépito seguido de gritos, carreras y toques de silbato. Sin duda los de los policías. Entonces se decidió: sin remordimientos ni piedad por las delicadas pinturas de época, se precipitó hacia la puerta como una bala de cañón y la derribó de una patada maestra. La bonita cerradura cedió y Aldo se encontró en la galería, que continuaba desierta. En cambio, abajo había un tumulto increíble.

El vestíbulo estaba lleno de personas muy alteradas que hablaban todas a la vez, lo que le permitió bajar sin que se fijaran en él. Toda aquella gente se agolpaba delante de la sala de los regalos, cuya puerta estaba cerrada. Los dos guardias apostados delante parlamentaban con los invitados.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Morosini, que había conseguido situarse en primera fila abriéndose paso a codazos.

—Nada grave, señor —respondió uno de los policías—. Hemos recibido la orden de no dejar entrar ni salir a nadie.

—Pero ¿por qué? ¿Quién está dentro?

—El señor Ferrals y algunos de sus invitados. Unas damas que, como habían llegado tarde, no habían podido ver la exposición.

—¿Y necesita encerrarse para eso?