—Bueno…, es que… una de las damas ha dado un traspié y, al tratar de sujetarse, ha tirado del tapiz de terciopelo que cubre la mesa de las joyas y ha caído todo al suelo. El señor Ferrals ha acudido enseguida a ayudar a su amiga y ha ordenado cerrar para que no salga nadie hasta que las joyas hayan sido puestas en su sitio.
—¡Qué amable! —protestó alguien—. Está claro que ese inglés no tiene ninguna educación. ¿Acaso supone que esa pobre mujer se ha caído expresamente para tirar su chatarra?
—Es poco probable —repuso el vigilante, riendo—. Por lo que sé, se trata de una anciana duquesa inglesa emparentada con la familia real. De momento, está bebiendo una copa de coñac sentada en un sillón mientras los demás recogen las joyas con ayuda de mis compañeros. Por favor, señoras y señores —añadió, ahuecando la voz—, tengan la bondad de volver a los salones en espera de que todo vuelva a la normalidad. Será cosa de poco tiempo.
—Esperemos que no falte ninguna de sus malditas joyas —refunfuñó el médico que había acudido a atender a Anielka—. Si no, es capaz de hacer que nos registren antes de dejarnos marchar. Me entran ganas de irme ahora mismo.
—Oh, quedémonos un poco más, Édouard —le rogó su mujer—. Es muy divertido.
Tenían conciliábulo en la entrada de los salones con dos políticos, tentados de pedir su coche aunque parecían tomarse el suceso con cierta filosofía. Aldo oyó a uno de ellos, el señor Dior, ministro de Comercio e Industria, declarar riendo:
—Esta boda será inolvidable. ¡Y pensar que para asistir a ella he dejado en Marsella al presidente Millerand, que a su vuelta del norte de África ha ido a visitar la Exposición Colonial.
—Pero ¿no la habían inaugurado en abril con Albert Sarraut, el ministro de las Colonias? —preguntó uno de sus interlocutores.
—Fue una preinauguración, porque aún no estaba terminada. Pero la Exposición es un éxito y vale la pena verla con detalle. Algunos pabellones son verdaderas maravillas y…
Morosini se desinteresó de las palabras oficiales para buscar con la mirada a Vidal-Pellicorne, pero su figura desgarbada, coronada por la pelambrera rizada, no aparecía por ninguna parte. Por fin, al cabo de un rato que se hizo interminable para los que esperaban, la doble puerta se abrió para dejar paso a sir Eric, muy sonriente y dando el brazo a la anciana lady, causa totalmente involuntaria de todo aquel jaleo. Los seguían los invitados que se habían visto encerrados, entre ellos, la condesa española vecina de mesa de Morosini, Dianora y Adalbert, estos últimos riendo.
—¡Vaya! Se diría que se han divertido mucho —dijo Aldo acudiendo a su encuentro.
—¡No se imagina cuánto! —dijo la joven—. Esa pobre duquesa boca abajo en el suelo, agarrada al tapiz de terciopelo del que todavía colgaban algunas fruslerías carísimas, mientras que otras rodaban en todas direcciones, era irresistible. Pero —añadió bajando la voz—, si hubiera visto la cara de sir Eric, aún era más divertida. Imagínesela. Había perdido de vista su fetiche, la famosa Estrella Azul de la que no para de hablar. Por un momento he creído que iba a hacernos desnudar y registrar.
—A mí me habría encantado —dijo Adalbert, haciendo un guiño que le valió un golpe con el abanico.
—No sea vulgar. En cualquier caso, es a usted a quien debemos la salvación; si no hubiera encontrado el objeto en cuestión, no sé dónde estaríamos.
Morosini desplegó una sonrisa de desdén.
—El barniz mundano se ha cuarteado, ¿eh?
—Querrá decir que ha saltado en pedazos. Por un momento parecía Harpagon privado de su peculio. Por cierto, hemos pasado muchísimo calor, así que voy a arreglarme un poco antes de los fuegos artificiales. Nos veremos en la terraza.
Morosini estuvo unos momentos dudando entre advertirle o no que iba a resultarle un poco difícil cerrar la puerta, pero al final prefirió dejarle el placer de descubrirlo ella misma y condujo a Adalbert a la escalinata para fumar un cigarrillo. Había en los ojos de su amigo un brillo malicioso que le hacía arder de curiosidad, pero no tuvo tiempo de hacerle ninguna pregunta. Mientras encendía un enorme puro que humeaba como una locomotora, Vidal-Pellicorne susurró:
—Póngame al corriente enseguida. Supongo que ha visto a la joven novia y que está en camino para reunirse con Romuald.
—No tengo ni la menor idea. La nota era una trampa. Me han golpeado y he recobrado el sentido en la cama de la señora Kledermann.
—Habrían podido escoger peor —masculló el arqueólogo, aunque, pese a este comentario irónico, no parecía muy dispuesto a sonreír—. ¿Sabe quién ha sido?
—La misma persona que me apaleó o me hizo apalear en el parque Monceau. He oído una risa muy característica. Esto de vapulearme empieza a convertirse en una costumbre de lo más irritante.
—¿Y cómo ha salido?
—Derribando la puerta cuando he oído el estruendo abajo. Por cierto, ¿y si me contara lo que ha ocurrido? No habrá sido usted quien ha hecho caer a lady Clementine…
Vidal-Pellicorne adoptó una expresión contrita.
—Confieso que he sido yo el culpable. Una zancadilla involuntaria…, ya sabe lo torpe que soy con las extremidades inferiores. Sin embargo —añadió bajando la voz y en un tono mucho más alegre—, va a ponerse usted muy contento: el zafiro auténtico está en mi bolsillo. Lo que acaban de guardar en su estuche es la copia de Simon.
La noticia era tan buena que Aldo hubiera podido gritar de alegría.
—¿De verdad? —dijo.
—Más bajo. Por supuesto que de verdad. Podría enseñárselo, pero este no es el sitio más indicado.
Los invitados empezaban a salir del castillo para dirigirse a las sillas dispuestas en la terraza. La señora Kledermann, con una ligera capa sobre los hombros, se hallaba entre ellos.
—Estaba buscándolos —dijo—. Ha ocurrido una cosa un poco rara: no sé qué imbécil ha considerado oportuno derribar la puerta de mi habitación.
—¿Un admirador excesivamente impetuoso quizá? —sugirió Morosini entre bromas y veras—. Espero que le hayan dado otra habitación.
—Es imposible; están todas ocupadas. Pero están reparando la puerta. Ferrals se ha puesto furioso cuando ha visto los desperfectos en el momento que iba a buscar a su preciosa esposa para que presida al menos los fuegos artificiales antes de embarcar para Citera. Por cierto, si queremos conseguir un buen sitio, tenemos que darnos prisa —añadió, al tiempo que hacía el gesto de asirlos a cada uno de un brazo, gesto que Morosini esquivó hábilmente.
—Vayan delante, por favor. Quisiera lavarme las manos.
—Yo también —dijo Adalbert—. Me he arrastrado por el suelo buscando esa maldita joya.
En realidad, los dos querían asistir a la aparición de sir Eric, con o sin su mujer. Con toda seguridad, sin ella, puesto que Anielka debía aprovechar los fuegos artificiales para escapar. Para ello, era preciso convencer a Ferrals de que la dejara descansar un poco más.
En el vestíbulo todavía quedaba mucha gente. La anciana duquesa, un poco cansada, estaba sentada en un gran sillón en el hueco de la escalera, ante la cual el conde Solmanski, visiblemente nervioso, caminaba arriba y abajo dirigiendo vivas miradas hacia la planta superior. Al ver acercarse a los dos hombres, esbozó una sonrisa imprecisa.
—¡Qué estupidez haber venido aquí! —dijo—. Esta boda tan lejos de París no me hacía presagiar nada bueno, pero mi yerno no quiso atender a razones. Con el pretexto de que a su prometida le encantan los jardines, quería ofrecerle una boda campestre. ¡Ridículo!
El suegro estaba ostensiblemente de muy mal humor. Vidal-Pellicorne le dedicó su expresión más seráfica.
—Es muy poético —dijo, suspirando—. ¿A usted no le gusta el campo?
—Lo detesto. Rezuma aburrimiento.
—Entonces no debe de ser un polaco típico. A los que yo conozco les encanta…