—¡No creerá que han podido matarlo! —exclamó este, horrorizado.
—¡Quién sabe! Quizá no había otra barca al borde del agua. Debe de ser fácil desembarazarse de alguien estando junto a un río y…
Una tosecilla nerviosa lo obligó a interrumpirse y, de pronto, Aldo descubrió bajo la máscara angélica, despreocupada y deliberadamente extravagante de Adalbert a un hombre reflexivo hasta la angustia y un corazón todavía más cálido de lo que creía. El temor de haber perdido a Romuald lo consternaba. Por encima de la mesa, la mano de Morosini fue a posarse sobre el brazo de ese amigo reciente pero ya querido.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó con afecto.
Vidal-Pellicorne se encogió de hombros.
—Recorrer la región hasta que encuentre algún indicio. Pero, antes de nada, volver a Blois para ver si ha aparecido algún cuerpo en el Loira.
—Lo acompaño. Iremos en mi coche; el suyo es demasiado vistoso. Y demasiado ruidoso también.
—Gracias, pero no. No deben vernos juntos. No olvide que hicimos amistad ayer. Además, tiene que poner esto a buen recaudo.
Sacó del bolsillo un pañuelo blanco y, de dentro del pañuelo, el colgante del zafiro, y se lo dio a Aldo. Este recibió la joya emocionado, pero la alegría que hubiera sentido antes al encontrarla ya no era posible ahora que conocía la historia verdadera. Demasiados muertos, demasiada sangre sobre esa admirable piedra. Al primer crimen, cometido tras el saqueo del Templo de Jerusalén, a los sufrimientos del hombre encadenado en las galeras y muerto bajo el látigo de los cómitres, se sumaban la muerte de Isabelle Morosini, de Élie Amschel, el hombrecillo del bombín, y tal vez la de Romuald. De pronto, Aldo se sentía impaciente por entregar a Simon Aronov la desastrosa maravilla. Tal vez una vez engastada de nuevo en el oro abollado del pectoral, la Estrella Azul depondría finalmente las armas.
—Nunca podré agradecérselo bastante —le susurró Morosini, cerrando la mano sobre el zafiro. Debo avisar a Aronov a través del banco de Zurich, pero, mientras tanto, guardaré esto en un lugar seguro. Mi tía Amélie no se negará a albergarlo en su caja fuerte.
—¿No va a volver enseguida a Venecia?
—¿Dejándolo a usted metido en problemas hasta el cuello? Por supuesto que no. Regresaré a París esta mañana. Ya sabe dónde encontrarme, así que llámeme si puedo serle de alguna ayuda.
—No creo que pueda serme útil aquí. En cambio, lo será más en París, adonde sir Eric piensa llevar a su mujer hoy mismo; el castillo, cuya restauración está inacabada, no le parece bastante confortable para una enferma.
—Yo creía que había mandado llamar a un eminente doctor para que atendiera a Anielka.
—No son cosas incompatibles. En cualquier caso, lo que sé es que han pedido una ambulancia.
—Volviendo al tema Romuald, yo diría que la tesis del secuestro es la más convincente; si hubieran querido ahogarlo, no tenía ningún sentido transportarlo unos metros más lejos, podían hacerlo también desde la barca.
—Recemos para que tenga razón. Bien, voy a proseguir mis indagaciones. Gracias por el desayuno… y también por su amistad.
Los dos hombres se estrecharon la mano y Adal se fue por donde había venido. Una hora más tarde, Aldo tomaba el camino en sentido contrario después de haber agradecido a la señora Saint-Médard su hospitalidad.
El trayecto le pareció interminable, más aún porque tuvo que cambiar una rueda debido a un pinchazo. Un ejercicio que detestaba y que no tenía ocasión de practicar en Venecia, ciudad civilizada por donde la gente se deslizaba sobre el agua en vez de dar tumbos estúpidos por carreteras imposibles…, y llenas de clavos. Su espléndido motoscaffo de cobre y caoba no tenía necesidad de neumáticos para llevarlo en las alas del viento.
Estaba de muy mal humor cuando llegó a la calle Alfred-de-Vigny. Circunstancia que no mejoró cuando Marie-Angéline salió a su encuentro, mientras él dejaba el «coche de petróleo» en manos de su conductor habitual, para informarle de que tenía una visita: su secretaria, que había llegado esa misma mañana, estaba tomando el té con «nuestra marquesa».
El semblante satisfecho de la señorita Plan-Crépin y su manía de precipitarse para anunciar las noticias antes que nadie acabaron de exasperarlo.
—¿Mi secretaria? —bramó—. ¿Quiere decir una holandesa llamada Mina van Zelden? ¿Ya santo de qué iba a venir aquí?
—No tiene más que preguntárselo a ella. A nosotras no nos lo ha dicho.
—Bien, vamos a aclarar esto ahora mismo.
Y Morosini se dirigió hacia el invernadero tras haber dejado caer con desenvoltura el guardapolvo y la gorra sobre las baldosas del vestíbulo. En el primer salón, su última duda se desvaneció al oír el acento cantarín de Mina cuando hablaba francés o italiano. Pero fue al entrar en el segundo salón cuando la vio, con su aspecto de siempre: traje de franela gris sobre blusa blanca, zapatos planos con cordones y moño severo, estaba sentada a la sombra de una aspidistra con la espalda bien erguida y una taza de té en equilibrio en una de sus manos. Aldo le cayó encima como una bomba:
—¿Qué hace aquí, Mina? Yo creía que la abundancia de sus tareas amenazaba con aplastarla y la encuentro aquí parloteando.
—¡Vaya entrada! —protestó la señora Sommières, mientras Mina procuraba esconder su sonrojo bajo las gafas—. ¿Quién te ha enseñado a irrumpir en una casa sin siquiera saludar?
La reprimenda tuvo el efecto de un jarro de agua fría. Morosini, un poco avergonzado, besó la mano de la anciana dama y luego se volvió hacia su secretaria.
—Perdone, Mina, no quería ser desagradable, pero… en estos momentos tengo algunas preocupaciones…
—¡Ah! —dijo la señora Sommières con un súbito brillo en la mirada—. ¿Acaso se ha producido algún incidente en la espléndida boda?
—Decir eso sería quedarse cortos. Hemos ido de catástrofe en catástrofe, pero se lo contaré después. Primero usted, Mina. ¿Cómo es que lo ha dejado todo para venir a verme? ¿Es que no se lleva bien con el señor Buteau?
—¿Con él? Pero si es un hombre maravilloso, encantador, ¡y tan eficaz! —dijo Mina juntando las manos y dirigiendo la mirada hacia el techo, como si esperara ver a Guy descender de él nimbado por una aureola—. Desde que llegó no ha parado de trabajar, y eso es lo que me ha permitido venir a traerle esto —dijo, sacando del bolsillo un telegrama—. No quería leerle el texto por teléfono. De todas formas, ha sido el señor Buteau quien me lo ha aconsejado. Según él, le causaría menos pesar.
—Otra catástrofe —susurró Morosini, cogiendo el papel con una evidente desconfianza.
—Me temo que sí.
Lo era, efectivamente. El breve mensaje hizo que a Aldo le fallaran las piernas y tuviera que sentarse: «Lamento informarle de la muerte de lord Killrenan, asesinado ayer a bordo. Mi más sentido pésame. Sigue carta… Forbes, capitán del Robert-Bruce.»
Sin pronunciar palabra, Aldo tendió el telegrama a la marquesa, que arqueó las cejas.
—¿Cómo? ¿Él también? Como tu madre… ¿Quién ha podido hacer una cosa así?
—Quizá nos enteremos de algo más cuando llegue la carta del capitán. Ha hecho bien en venir, Mina. Gracias. La dejo terminar el té… Voy a cambiarme.
Decía lo primero que se le ocurría, impaciente por estar solo para ofrecer a ese amigo las lágrimas que ya notaba en sus ojos y que no quería que nadie viera. ¡De modo que el viejo —y fiel hasta el final— pretendiente de Isabelle acababa de reunirse con ella por ese camino de la violencia que el crimen impone demasiadas veces a la inocencia! Seguramente se sentía feliz de que así hubiera sido. La vida sin su princesa lejana, objeto de su único amor, se le debía de haber vuelto una pesada carga.