Morosini pasó un largo rato sentado en la cama, absorto, sin siquiera pensar en darse un baño. Esa muerte le causaba un profundo pesar, pero no tardó en darse cuenta de que también le planteaba un grave problema. Todavía no había vendido el brazalete de Mumtaz Mahal y, una vez desaparecido sir Andrew, formaba parte de la herencia. Eso era lo que establecía la ley. Pero estaba la voluntad del viejo lord, y esa voluntad aún resonaba en sus oídos: «Véndalo a quien quiera salvo a uno de mis compatriotas.» Al principio no lo había entendido muy bien, pero ahora, recordando el bonito rostro de Mary Saint Albans tal como lo había visto en la venta Apraxina, devorado por la codicia y contraído por una rabia desesperada, captaba mejor el pensamiento de lord Killrenan. Al formular su prohibición, debía de estar pensando en ella. Y, evidentemente, su esposo era uno de los herederos. ¿Qué debía hacer, entonces?
La solución, por supuesto, era encontrar enseguida un cliente, vender el brazalete y enviar el dinero al notario. Por un momento pensó en Ferrals: el precioso ornamento quedaría de maravilla en la muñeca de Anielka. Desgraciadamente, él también era inglés, aunque naturalizado, y por lo tanto se hallaba excluido. Después acudió a su mente el eterno ausente: el riquísimo Moritz Kledermann. Para un coleccionista de su categoría, la joya sería una pieza escogida. Sin embargo, la idea de que adornaría a la ávida e insensible Dianora le resultó insoportable. Ella no merecía ese presente de amor.
Finalmente, se le ocurrió la idea más naturaclass="underline" comprarlo él mismo, como había tenido la tentación de hacer cuando sir Andrew se lo había entregado. Lo que entonces hubiera sido una locura era ahora posible, porque, al haber entrado de nuevo en posesión de la Estrella Azul, podría entregársela a Simon Aronov, quien no había ocultado su intención de mostrarse generoso. Sir Andrew apreciaría que su última locura se quedara en el palacio Morosini para aumentar la gracia de la última princesa. Que quizá sería polaca.
Satisfecho por haber encontrado una solución que conjugaba su deber, su amistad hacia lord Killrenan y el respeto debido a las leyendas, Aldo bajó para cenar. Luego, a puerta cerrada y una vez que Plan-Crépin hubo partido para Saint-Augustin, adonde había Adoración perpetua, celebró con la señora Sommières y Mina una especie de consejo de guerra. La marquesa aceptaba encantada albergar el «tesoro familiar», pero Mina no entendía la razón de dejarlo en París.
—Supongo que va a volver, ¿no? —le dijo a su jefe—. ¿Lo más sencillo no es que lo lleve usted mismo a Venecia?
—Desde luego, pero no voy a ir enseguida, Mina. Me es imposible volver sin saber lo que ha pasado en el castillo y abandonar a mi amigo Vidal-Pellicorne. Aunque quizá cambie de domicilio, porque supongo, tía Amélie —añadió, volviéndose hacia la anciana dama—, que usted no tardará en emprender su periplo estival.
—No hay prisa, no te preocupes. Mientras tú estés aquí, yo me quedo. Es mucho más divertido que jugar a las cartas o al dominó con algunas de mis contemporáneas.
—Gracias. Reconozco que me complace —dijo Aldo.
—Si he entendido bien, voy a volver sola —dijo la joven holandesa un poco picada—. En tal caso, es muy sencillo: yo me encargo de llevar el zafiro a casa. Dígame dónde debo guardarlo y…
—Tiene razón, Aldo —la interrumpió la marquesa—. Cuanto menos tiempo esté ese peligroso objeto en tu entorno, mejor. Sobre todo si por casualidad el vendedor de cañones se diera cuenta de que su «talismán» se le ha escapado de las manos.
—Por supuesto, pero acaba usted de pronunciar la palabra que me hace dudar: peligroso. Dejar que una chica sola haga un viaje tan largo llevando ese paquete de dinamita…
—Vamos a ver, señor —dijo Mina con la sombra de una sonrisa—, mire las cosas de frente. No hace mucho me reprochó mi forma de vestir, ¿recuerda?
—No se lo reproché, mostré mi extrañeza de que a su edad…
—No volvamos sobre ese asunto. Lo que quiero que me diga es quién podría sospechar que una joya real viaja en el equipaje de una especie de institutriz, ¿es ese el término que empleó?, incolora e invisible. Creo que no puede encontrar un emisario mejor.
Tras estas palabras, y sin esperar respuesta, Mina se levantó y pidió que le permitieran irse a descansar. Mientras salía, la señora Sommières la siguió con la mirada.
—Una chica excepcional —comentó—. Desde que la conocí durante mi última estancia en tu casa, el año pasado, pienso que acertaste de pleno escogiéndola.
—No fui yo quien la escogió, fue el Destino. Ya sabe que la pesqué en el Rio dei Mendicanti, adonde la había arrojado sin querer.
—Lo recuerdo. Pero acaba de decir algo que me ha chocado: incolora e invisible. ¿Tú te has parado a mirarla aunque sólo sea una vez?
—Por supuesto, puesto que le he hecho comentarios sobre su ropa.
—No me entiendes. Quiero decir mirarla de verdad. Por ejemplo, ¿la has visto alguna vez sin gafas?
—No, ni una sola. Hasta durante la zambullida consiguió mantenerlas sobre la nariz. ¿Por qué me lo pregunta?
—Para saber hasta qué punto te interesas por ella. Reconozco que tiene bastante mal gusto y que lleva unas gafas horribles, pero esta noche la he observado atentamente…
—¿Y qué?
—Pues que, si yo fuera hombre, creo que intentaría ver qué hay debajo de esa vestimenta de cuáquera y esas antiparras de viejo bibliotecario. Podría encontrar un material sorprendente…
La súbita entrada de Marie-Angéline puso fin a la conversación. La piadosa señorita estaba excitada y ardía en deseos de propagar la noticia que llevaba: una ambulancia cubierta de polvo acababa de cruzar la verja de la mansión Ferrals.
De repente, Aldo olvidó a su secretaria, el zafiro y las preocupaciones de Adalbert para pensar en una sola cosa: Anielka estaba de nuevo cerca de él y, gracias a la maravillosa Marie-Angéline, a la que vistió de inmediato con los colores de Iris, la mensajera de los dioses, al día siguiente tendría noticias suyas.
Las tuvo, en efecto, pero no fueron las que esperaba. Según la cocinera, habían llevado a la nueva señora a su habitación en compañía de Wanda y de una enfermera, las únicas, aparte de su esposo, que podían acceder a ella. Para el resto del personal, la habitación estaba condenada. Nadie estaba autorizado a acercarse a ella, ya que la joven había contraído una enfermedad contagiosa sobre cuya naturaleza se guardaba un silencio absoluto.
—Pero ¿a qué viene todo ese misterio? ¡No tendrá la peste! —estalló Morosini.
—¡Quién sabe! —dijo Plan-Crépin, evasiva pero encantada por el giro que habían dado los acontecimientos—. En cualquier caso, la señora Quémeneur lo ignora. Todo lo que ha podido decirme es que una bandeja bastante llena subió anoche y volvió vacía. De lo que se puede deducir, creo yo, que lady Ferrals no está tan enferma como dicen.
—Claro…Aldo permaneció unos minutos pensativo antes de decidirse a decir:
—¿Aceptaría hacerme un favor?
—¡Por supuesto! —respondió Marie-Angéline, exultante.
—Se trata de lo siguiente: me gustaría que intentara enterarse de dónde se encuentra la habitación de lady Ferrals y cuáles son las ventanas que le corresponden. Quizá sea un poco difícil, pero…
—¡En absoluto! Ya lo sé: cuando la joven polaca y su familia fueron a instalarse en el Ritz, antes de la boda, sir Eric mandó reformar la habitación destinada a ella. La señora Quémeneur me lo contó entonces. Parece ser que es de un lujo…
—No lo dudo. Y tampoco que es usted una bendición del cielo —la interrumpió Morosini, nada dispuesto a escuchar una larga descripción—. Entonces, ¿dónde está?
—En el lugar natural que corresponde a la señora de una casa: las tres ventanas del primer piso que forman una rotonda. Y que dan al parque, claro.