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—Claro —repitió Morosini, que estuvo a punto de olvidarse por completo de Marie-Angéline pero recordó justo a tiempo que debía darle las gracias.

Se las dio, pero si esperaba librarse de ella tan deprisa se equivocaba; su cerebro no era el único que trabajaba a pleno rendimiento. Empezaba a andar arriba y abajo por el salón, con un cigarrillo entre los dedos, cuando Marie-Angéline sugirió:

—Lo más sencillo es ir por los tejados. Son contiguos a los nuestros y con una buena cuerda se puede llegar a los balcones del primer piso. Eso en el caso de que considere útil ir a ver qué pasa exactamente en esa habitación.

Aldo miró estupefacto a la solterona, cuyo rostro, desprovisto de expresión, ofrecía una curiosa imagen de inocencia, y emitió un silbido.

—¡Caramba! ¿Y es en los oficios de Saint-Augustin donde enseñan a cultivar semejantes ideas? Unas ideas, dicho sea de paso, excelentes.

Esta vez se hizo merecedor de una sonrisa triunfal.

—El Espíritu envía su soplo cuando le parece conveniente, don Aldo. Y a mí siempre me ha gustado socorrer a los desamparados.

Se ganó, en premio por su ayuda, dos sonoros besos aplicados en sendas mejillas por un Morosini entusiasta y se marchó precipitadamente, roja hasta la raíz del cabello.

Aldo no salió de casa en todo el día y pasó gran parte del tiempo en el jardín, examinando las fachadas y los tejados de las dos casas contiguas. Plan-Crépin tenía razón: bajar por el tejado era mucho más fácil que atravesar la mitad del jardín y escalar por la fachada, como pensaba hacer él. No obstante, dedicó un rato a escribir a Zurich a fin de que el corresponsal bancario de Simon Aronov informara a este de la próxima llegada de la primera piedra. Cyprien se encargó personalmente de llevar la carta al correo, pues Mina estaba aprovechando el día —se marchaba al día siguiente por la noche— para visitar el museo de Cluny y sus tapices medievales. Pero, hasta que la noche fue lo bastante oscura para que su expedición pasara inadvertida, a Aldo se le hicieron las horas interminables.

Cuando, hacia las once y media, provisto de una cuerda enrollada alrededor de un hombro y vestido como en la ocasión en que se encontró por primera vez con Adalbert, llegó a la terraza de la vivienda, tuvo la sorpresa de ver allí a Marie-Angéline —vestida de lana negra y zapatos con cordones— esperándolo, sentada en el suelo y con la espalda apoyada en los balaustres.

—Nuestra querida marquesa ha pensado que era más prudente ser dos —susurró sin dejarle tiempo para protestar—. Yo vigilaré.

—O sea, que está al corriente.

—Por supuesto. No sería correcto que no supiera lo que pasa bajo su techo… o sobre él.

—Esto es ridículo. Además, no es lugar para una señorita. Podría romperse algo, o simplemente torcerse un tobillo…

—No hay ningún peligro. El castillo de mis padres está formado por una vivienda renacentista y cuatro atalayas. ¡No se imagina la de veces que me he paseado por encima! Siempre me han encantado los tejados. Una se siente más cerca del Señor.

Renunciando por el momento a profundizar en las motivaciones de esa extraña fiel que elevaba el arte de los cacos al nivel de las virtudes teologales, Morosini comenzó a pasar al tejado de al lado seguido de ese acólito inesperado. Su intención no era irrumpir en la habitación de Anielka, sino tratar de ver qué pasaba allí. Dada la clemencia del tiempo, seguramente una de las ventanas estaría entreabierta, y aunque las cortinas estuvieran corridas, debería ser posible echar un vistazo. Tanto más cuanto que la habitación de una persona enferma nunca se hallaba sumida en una oscuridad total; era habitual dejar una lamparilla encendida para facilitar el trabajo de la persona que la velaba.

Ayudado por Marie-Angéline, tan muda y sigilosa como una sombra, bajó sin dificultad al largo balcón de piedra que se extendía de forma continua a la altura de la segunda planta, mucho menos alta que las otras dos, cuyos techos alcanzaban los cinco metros. Allí ató la cuerda a la balaustrada, prestando mucha atención a colocarla en el rincón donde la rotonda central se unía al resto del edificio, y después se deslizó hasta uno de los tres balcones de hierro forjado a los que daban las cristaleras de la recién casada. Aquella ante la que aterrizó estaba cerrada y no dejaba ver nada, ya que las cortinas interiores habían sido corridas.

Sin desanimarse, Aldo pasó al balcón central, más ancho y ornamental, que quedaba justo frente a los árboles del parque, y contuvo una exclamación de satisfacción: la doble puerta acristalada no estaba cerrada y a través de ella se filtraba un poco de luz. El corazón del visitante comenzó a latir más deprisa; con un poco de suerte, quizá podría acercarse a la enferma y hablar con ella. Llevando mucho cuidado para no mover la hoja de la puerta, miró a través de la abertura.

Lo que vio lo sumió en el estupor. Con excepción de Wanda, que dormía en un diván, en la habitación tapizada de brocado azul no había nadie, la encantadora cama coronada de ramilletes de plumas blancas estaba vacía. ¿Dónde estaba Anielka?

Aldo estaba pensando en cometer la locura de entrar para preguntárselo a la oronda mujer dormida, cuando la puerta se abrió lentamente y apareció Ferrals. Mirando a Wanda con indiferencia, fue a sentarse, con aspecto abrumado, en un sillón. Aunque la luz de la lamparilla era pobre, Morosini distinguió su semblante descompuesto sobre la seda oscura de la bata: a todas luces, sir Eric tenía grandes preocupaciones. Incluso parecía haber llorado…, pero ¿por qué?

La tentación de intentar que aquel hombre le contara el motivo de su abatimiento fue grande, pero prefirió retirarse sin hacer ruido y reunirse con su cómplice, que lo esperaba en el borde del tejado. Agradeció que esta refrenara su curiosidad hasta que hubieron llegado a territorio amigo, pero, una vez en la terraza, la pregunta, aunque formulada en voz baja, no se hizo esperar:

—Bueno, ¿qué? ¿La ha visto?

—No. La cama está vacía.

—¿No hay nadie?

—He visto a la doncella dormida en un diván. Luego, sir Eric ha entrado y se ha sentado, seguramente para hacer creer a los sirvientes que iba a hacer una visita a la enferma.

—En otras palabras, que esa historia del contagio…

—Es una pura invención destinada a alejar a los curiosos.

—¡Ah!

Se produjo un breve silencio. Luego, Marie-Angéline suspiró.

—Mañana por la mañana —dijo— la señora Quémeneur va a tener que contarme algo más.

—¿Qué va a poder decirle? Como todo el mundo en la casa, debe de creer que lo de la enfermedad es cierto.

—¡Ya veremos! Si consiguiera que me invitasen, entrar en la casa…

Morosini no pudo evitar reír. Decididamente, Plan-Crépin tenía una verdadera vocación de agente secreto. Pensó que debería hablar de ello con Adalbert. Esa mujer no era nada torpe y rebosaba de buena voluntad.

—Haga lo que mejor le parezca —dijo—, pero vaya con cuidado. Es un terreno peligroso, y tía Amélie la aprecia.

—Yo también. Pero debemos saber a qué atenernos —afirmó la mujer en el tono de un general de Estado mayor.

No tuvo que tomarse muchas molestias: la bomba estalló al día siguiente en los periódicos de la mañana bajo enormes titulares: «Boda trágica», «La joven esposa de un gran amigo de Francia secuestrada la noche de su boda», «¿Qué ha sido de lady Ferrals?» y algunos otros igual de suculentos.

Por descontado, fue Marie-Angéline quien llevó la noticia. Al llegar a la plaza de Saint-Augustin para asistir a la misa de las seis, había visto al vendedor de periódicos decorando el quiosco con el acontecimiento del día. Compró varios y, olvidándose del oficio matinal, regresó a todo correr a la calle Alfred-de-Vigny. Colorada y desgreñada, jadeando más que el corredor de maratón, abrió la puerta del dormitorio de Morosini, que aún dormía, y anunció a voz en cuello: