—¡Ya está aclarado el misterio! ¡La han secuestrado!… ¡Despierte, hombre de Dios, y lea!
Al cabo de unos minutos, toda la casa estaba al corriente y bullía como una pajarera. Alrededor de la mesa del desayuno, servido con una hora de antelación, se hablaba sin parar y cada uno daba su opinión. La idea general, con una o dos excepciones, era que los secuestradores no podían ser sino gánsteres norteamericanos; en los periódicos se hablaba, efectivamente, de un rescate de doscientos mil dólares.
—Tú que asististe a esa boda —dijo la señora Sommières—, recordarás si había norteamericanos.
—Algunos, creo, pero había muchísimos invitados.
Aldo no terminaba de creer que hubiera habido una intervención de la otra orilla del Atlántico. A no ser que se hubiese urdido un complot simultáneamente al que Adalbert y él habían tramado. ¡Quién podía saber cuántos enemigos se había ganado sir Eric a lo largo de su carrera, sin duda movida, de traficante de armas!
Uno tras otro, releía los diarios, que contaban todos más o menos lo mismo, con la esperanza de encontrar un detalle que le diera una pista. La única que no intervenía en la conversación era Mina. Sentada frente a él muy erguida, hacía girar la cucharilla en su taza de café, cuyo movimiento parecía absorber su atención. De pronto, levantó la cabeza y dirigió hacia su jefe los reflejos brillantes de sus gafas.
—¿Puedo saber por qué esas noticias parecen trastornar a esta noble asamblea? —preguntó con su calma habitual—. Sobre todo a usted, señor. ¿Acaso ese tal Ferrals, en cuya casa ha encontrado su zafiro, le es tan querido?
—¡No diga tonterías, Mina, e intente comprender! —repuso Aldo—. Se trata de un hombre que ha perdido la misma noche una piedra que deseaba poseer por encima de todo y a su joven mujer. ¡Es lógico que despierte interés!
—¿Él… o la dama? Realmente parece… encantadora, y las fotos de prensa raramente favorecen.
Aldo miró a su secretaria con severidad. Era la primera vez que se mostraba indiscreta, y le resultaba penoso constatarlo, pero no se escabulló.
—Es verdad —dijo en tono grave—. La conocí hace poco, pero ha llegado a serme más querida de lo que quizá debiera. Espero, Mina, que no tenga ningún inconveniente.
—Pero está casada, puesto que usted acaba de asistir a su boda…
En la voz de la joven había una tensión y una insolencia desacostumbradas. La señora Sommières, cuya mirada iba de uno a otro, consideró oportuno intervenir. Puso una mano sobre la de Mina, lo que le permitió percatarse de que temblaba un poco.
—Se diría que no conoce a su jefe, querida. Las bellas damas infelices y las señoritas desamparadas actúan sobre él como un imán sobre la limadura de hierro. No puede evitar acudir en su ayuda. Es una auténtica enfermedad, pero, qué quiere, cada uno es como es.
Mientras hablaba, su pie golpeó con cierta rudeza una de las tibias de su sobrino nieto, que se sobresaltó pero comprendió el mensaje y desvió la mirada.
—Quizá tenga razón —dijo, suspirando—. Sin embargo, uno no puede permanecer impasible ante semejante situación, pues, según la prensa, lady Ferrals corre el peligro de morir si no se paga el rescate.
—No hay por qué preocuparse —repuso la anciana—. ¿Qué son doscientos mil dólares para un fabricante de cañones? Pagará esa minucia y las aguas volverán a su cauce… Mina, puesto que se va esta noche a Venecia, ¿puedo darle un par de mensajes para unos amigos que tengo allí?
—Por supuesto, señora marquesa. Con mucho gusto. Si tiene la bondad de disculparme, quisiera preparar el equipaje.
La señora Sommières siguió con la mirada a Mina mientras esta salía del comedor.
—¿Se puede saber qué le pasa para que se ponga a darme patadas por debajo de la mesa, tía Amélie? —saltó Aldo en cuanto la puerta se hubo cerrado tras su secretaria—. ¡Me ha hecho daño!
—Además de delicado eres idiota. ¡Y de una torpeza increíble!
—No sé por qué.
—Lo que yo decía: eres tonto. Tienes delante a una infeliz que va a transportar a cientos de kilómetros de distancia una joya tan peligrosa como la dinamita, y tú te lamentas por la suerte de una ilustre desconocida. ¿No te ha pasado por la cabeza la idea de que tu secretaria podría estar enamorada de ti?
Aldo se echó a reír a carcajadas.
—¿Mina enamorada? ¡Usted delira, tía Amélie!
—¿Delirar? ¡Ojalá! No me creas si no quieres, pero, si aprecias a tu secretaria, cuídala un poco. Aunque te empeñes en no verla como a una mujer, lo es. A los veintidós años, ella también tiene derecho a soñar.
—¿Y qué quiere que haga? —gruñó Morosini—. ¿Qué me case con ella?
—¡Y pensar que te consideraba inteligente! —suspiró la anciana.
Durante todo el día fue imposible poner un pie en la calle. Una marea humana recorría las inmediaciones de la mansión Ferrals. La habitual mezcla de periodistas, fotógrafos y curiosos que, de no ser por el cordón policial desplegado alrededor, se habría metido por cualquier rendija. Los vecinos de enfrente y de al lado también se veían asediados.
—Pues yo no tendré más remedio que salir esta noche para tomar el tren —dijo Mina, alarmada.
—Puede confiar en Lucien, mi «mecánico», para abrirse paso —la tranquilizó la señora Sommières.
—Yo la acompañaré —prometió Aldo—. Quiero asegurarme de que hará un buen viaje. Entre tanto, basta con que tengamos paciencia; esa gente no permanecerá día y noche delante de nuestra puerta.
Pese a sus palabras, no estaba muy seguro, pues conocía la infinita paciencia de una multitud que huele un buen caso criminal, incluso la sangre… Hacia última hora de la tarde, aún no se había movido nadie cuando en casa del portero sonó el teléfono este fue a anunciar que preguntaban por «el señor príncipe» de parte de sir Eric Ferrals. Morosini acudió de inmediato sin hacerse la menor pregunta. Al cabo de un momento, la voz inimitable de Ferrals sonó en su oído.
—¡Alabado sea Dios, todavía está en París! No me atrevía a esperarlo.
—Tengo que solventar unos asuntos —dijo Aldo sin comprometerse—. ¿Qué desea de mí?
—Necesito su ayuda. ¿Puede venir hacia las ocho?
—No. A esa hora tengo que acompañar a una amiga a la estación.
—Entonces más tarde. A la hora que quiera, pero, por favor, venga. Es una cuestión de vida o muerte.
—Hacia las diez y media. Avise a su servicio de orden.
—Lo esperarán.
Así era, en efecto. Su nombre le permitió cruzar la barrera policial y en la escalinata encontró al mayordomo y el secretario que había visto en su anterior visita. Tal vez había algunos curiosos menos, pero los que seguían allí se preparaban para pasar la noche. Naturalmente, la llegada de aquel hombre elegante suscitó curiosidad. Se alzaron murmullos a su paso y dos periodistas intentaron entrevistarlo, pero él salió del paso con una sonrisa rebosante de cortesía:
—No soy más que un amigo, señores. Nada interesante para ustedes.
Sir Eric estaba en el gabinete que Aldo ya conocía. Pálido y agitado, el comerciante en armas caminaba arriba y abajo por la vasta estancia, sembrando de cigarrillos a medio consumir el espléndido kilim que se extendía bajo sus pies sin preocuparse de los daños causados. La entrada de Morosini detuvo esas idas y venidas.
—Me he enterado por los periódicos de esta mañana de la desgracia que le ha ocurrido, sir Eric —dijo el visitante, inmediatamente interrumpido con un gesto brusco.
—¡No emplee esa palabra! —exclamó Ferrals—. Quiero creer que no se trata de algo irreparable. Pero, antes de nada, gracias por haber venido.