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—Por teléfono me ha dicho que necesitaba mi ayuda, aunque no sé para qué… ¿Qué puedo hacer por usted?

Sir Eric señaló un asiento, pero él permaneció de pie y Aldo tuvo la impresión de que su mirada, clavada en él, pesaba una tonelada.

—Las exigencias de los secuestradores de mi mujer, de las que tuve conocimiento anoche, lo convierten a usted en una pieza clave de la partida… mortal que iniciaron el otro día al secuestrar a lady Anielka en mi casa y prácticamente delante de mis narices.

—¿A mí?… ¿Cómo es posible?

—No lo sé, pero es un hecho y debo tenerlo en cuenta.

—Me gustaría que me explicara un par de cosas antes de decirme el papel que me reserva.

—Pregunte.

—Si lo que he leído es la expresión de la verdad, aunque sea imperfecta, lady Ferrals ya había desaparecido cuando nos anunció que se encontraba muy enferma.

—En efecto. Cuando fui a buscarla para que asistiera conmigo a los fuegos artificiales, sólo encontré en su habitación a Wanda, inconsciente y atada, sirviendo de soporte a una carta escrita en inglés con letra de imprenta, en la que se me anunciaba el rapto y se me ordenaba guardar silencio. En ningún caso debía avisar a la policía, si quería recuperar a mi esposa con vida. También ponía que más adelante se me informaría de las condiciones exigidas para devolvérmela… intacta. Debía, además, volver a París al día siguiente.

—Eso explica la historia de la enfermedad y la ambulancia.

—Exacto. El vehículo transportaba un simulacro acompañado por Wanda.

—¿Y la doncella no le ha dicho nada sobre los que la golpearon? ¿No vio ni oyó nada?

—No. Recibió un golpe en la cabeza sin saber de dónde le venía.

—Ya… Pero, entonces, ¿por qué demonios ha salido la noticia en la prensa esta mañana?

—Eso me gustaría a mí saber. Como supondrá, no ha sido cosa mía.

—¿Alguien de su entorno, entonces?

—Tengo plena confianza en los que me han ayudado a interpretar esta triste comedia. Además —añadió sir Eric—, ocupan en mi casa puestos a los que no podrían volver a acceder jamás porque yo no lo permitiría.

Había puesto énfasis en las últimas sílabas para acentuar su carácter amenazador. Morosini asintió con la cabeza, sacó un cigarrillo de su pitillera y lo encendió con mirada ausente.

—Bien —suspiró, después de expulsar la primera bocanada—, le falta decirme cuál es la razón de mi presencia aquí esta noche.

De repente, Ferrals se apartó de la mesa, en la que estaba apoyado, para dirigirse hacia la ventana abierta sobre el parque, de espaldas a Morosini.

—Muy sencillo. El rescate debe ser pagado pasado mañana por la noche y debe llevarlo usted.

Se produjo un silencio. Aldo, atónito, se preguntaba si había oído bien y consideró útil hacérselo repetir a su anfitrión.

—Perdone, pero debo de estar soñando. ¿Acaba de decirme de verdad que tengo que llevar yo el rescate?

—Exacto —contestó sir Eric sin volverse.

—Pero… ¿por qué yo?

—Podría haber una excelente razón —respondió con ironía el barón—. De hecho, la prensa no ha sido bien informada: en lo que respecta al rescate, sólo menciona los doscientos mil dólares en billetes usados.

—Y… ¿hay algo más?

Ferrals se volvió y regresó lentamente hacia su visitante. Sus profundos ojos negros chispeaban de ira.

—¿Está completamente seguro de que no lo sabe? —bramó.

Aldo se puso inmediatamente en pie. Bajo las cejas arqueadas, sus ojos, que se habían tornado de un verde inquietante, emitieron un destello.

—Esto exige una explicación —le dijo secamente—. ¿Qué debería saber?… Le aconsejo que hable; de lo contrario, me voy y ya se las apañará usted con los secuestradores.

Aldo se dirigió hacia la puerta, pero no tuvo tiempo de llegar.

—¡Quédese! —dijo Ferrals—. Después de todo…, a lo mejor no tiene usted nada que ver.

Morosini consultó su reloj.

—Tiene treinta segundos para abandonar los enigmas y hablar claro. ¿Qué le piden?

—¡La Estrella Azul, naturalmente! Esos miserables exigen que se la entregue a cambio de la vida de Anielka.

Pese a la gravedad de la situación, Aldo se echó a reír.

—¿Sólo eso?… ¿Y cree que a mí se me ha ocurrido esa cómoda manera de recuperar mi piedra y, de paso, ganarme un dinerito? ¡Lo siento, amigo, pero esto es demasiado!

Una vez desahogada su ira, sir Eric se dejó caer sobre un sillón pasándose por la frente una mano trémula y fatigada.

—Intente ponerse en mi lugar por un momento. La elección que me imponen me resulta insoportable, más de lo que cree… Amo a mi mujer y quiero conservarla, pero perder de nuevo, y quizá para siempre, la piedra que durante tanto tiempo he buscado…

—… Y obtenido al precio de un crimen. Comprendo que sea difícil —dijo Morosini, sarcástico—. ¿Cuándo debe hacerse el intercambio?

—Pasado mañana por la noche. A las doce en punto.

—Muy romántico. ¿Y dónde?

—Todavía no lo sé. Tienen que llamarme cuando haya recibido su respuesta. Y, a ese respecto, debo añadir que no se informará a la policía y que irá a la cita solo…, y sin armas.

—¡Por descontado! —exclamó Morosini con una sonrisa insolente—. ¿Qué gracia tendría si fuera forrado de pistolas y con un pelotón de agentes? Pero, ahora que lo pienso, me gustaría saber cuál es la actitud de su suegro y su cuñado ante este drama. ¿No deberían estar a su lado para apoyarlo?

—Su apoyo me tiene sin cuidado y prefiero que se queden en el hotel. Me han dicho que el conde se dedica a recorrer iglesias, rezar novenas y encender cirios. En cuanto a Sigismond, bebe y juega, como de costumbre.

—Una familia encantadora —masculló Morosini, que no se imaginaba a Solmanski en el papel de piadoso peregrino que va de santuario en santuario implorando la compasión del cielo.

Del mismo parecer fue Adalbert, a quien Aldo encontró, al llegar a casa, comiendo en compañía de la señora Sommières. Pese a su cansancio y su estado de ánimo melancólico, el arqueólogo hacía desaparecer metódicamente una empanada, medio pollo y una ensaladera llena de lechuga.

—Sin duda se trata de un comportamiento de cara a la prensa y a los chismosos. Algo me dice que los dos Solmanski están metidos hasta el cuello en este asunto. Y el hecho de que los secuestradores pidan el zafiro no hace sino confirmar mi impresión. Naturalmente, usted va a hacer lo que le piden, ¿no?

—¿No lo haría usted?

—Sí, desde luego. Vamos a tener que hablar seriamente de eso. ¡Dios mío, no consigo hilvanar dos ideas! —gimió Vidal-Pellicorne, echándose hacia atrás los mechones que le caían sobre la frente—. Este asunto está poniéndome enfermo. —Suspiró, sirviéndose en el plato una buena porción de queso.

—¿Sigue sin haber noticias de Romuald?

—¡Ni una! Ha desaparecido, se ha volatilizado —dijo Adalbert, esforzándose en deshacer el nudo que le cerraba la garganta—. Y si he venido directamente aquí, a riesgo de importunar a la señora Sommières, es porque todavía no sé cómo voy a comunicarle la noticia a su hermano.

—Ha hecho bien —afirmó la anciana—. Incluso sería mejor que pasara aquí la noche. Las malas noticias dadas a la luz del día son menos penosas que en la oscuridad. Cyprien le preparará una habitación.

—Gracias, señora. Creo que voy a aceptar. Confieso que un poco de descanso… Por cierto, Aldo, no tendrá por casualidad intención de entregar «su» zafiro, ¿verdad?

—Tranquilícese. Aunque quisiera, no podría. En este momento viaja hacia Venecia, metido dentro del forro del sombrero de mi secretaria. Y he avisado a Zurich.

—¡Por fin una buena noticia! Sin embargo, ¿no va a exponerse demasiado entregando… la otra piedra? Si esos individuos son entendidos en la materia…