—De todas formas, el riesgo existe, y yo me limitaré a entregar lo que Ferrals me haya dado. Sin embargo, por si me sucediera algo desagradable, escribiré una carta dirigida a Mina a fin de que se ponga a su disposición para finalizar este asunto de la mejor manera posible.
—Déjelo más bien en manos de nuestra anfitriona. Mientras no sepa qué le ha ocurrido a Romuald, seguiré buscando a los que lo han atacado. Por no hablar de la aventura que va a correr usted y que no me augura nada bueno.
Un rato más tarde, retirada en sus aposentos, la señora Sommières escuchaba a Marie-Angéline leerle unas páginas de La cartuja de Parma. Preocupada, escuchaba distraídamente. La aventura en la que Aldo estaba metido y que al principio la había divertido, empezaba a inquietarla.
«Al oír estas palabras, la duquesa se deshizo en lágrimas; por fin podía llorar. Tras conceder una hora a la debilidad humana, vio con cierto consuelo que sus ideas comenzaban a aclararse. Tener la alfombra mágica —se dijo—, sacar a Fabrice de la ciudadela…»
—Déjelo, Plan-Crépin —dijo, suspirando, la anciana—. Esta noche, el embrujo de Stendhal no consigue gran cosa contra mis preocupaciones, aunque comparto las de la duquesa Sanseverina…
—¿Acaso nos atormentamos por nuestro sobrino?
—¿No está justificado? Si al menos supiera qué hacer…
—Sé de sobra que los ejercicios espirituales no son plato de vuestro gusto, pero quizá sería el momento de rezar un poco.
—¿Usted cree? ¡Hace tanto tiempo que no me he dirigido al Señor! Va a darme con la puerta en las narices.
—Deberíamos intentarlo con Nuestra Señora. Entre mujeres es más fácil entenderse.
—Puede que tenga razón. Antes le era muy devota…, me refiero a cuando estaba en el convento de las Damas del Sagrado Corazón. Después, nuestras relaciones se espaciaron y me temo que con el tiempo me he convertido en una vieja descreída. ¿Será la influencia de esta casa?… Pero esta noche tengo miedo, Marie-Angéline, mucho miedo.
La prima lectora pensó que la anciana debía de estar al borde del pánico para haberse acordado de su nombre de pila. Se arrodilló junto a la cama, se santiguó rápidamente, cerró los ojos y comenzó:
—Salve Regina, mater misericordia, vita, dulcedo et spes nostra…
La señora Sommières descubrió con sorpresa que podía seguirla sin dificultad y que las palabras olvidadas de las antiguas oraciones resurgían desde el fondo de su memoria.
10
La hora de la verdad
Era cerca de medianoche.
Silencioso e imponente, el Rolls Silver Ghost negro de sir Eric Ferrals tomó la avenida Hoche en dirección a L'Étoile conducido con prudencia por Morosini. En otras circunstancias habría sentido un vivo placer pilotando esa soberbia máquina, cuyo motor ultrasilencioso apenas ronroneaba bajo la laca brillante del largo capó en cuyo extremo ondeaban los ropajes de plata de la Silver Lady, el prestigioso tapón de radiador. Como a muchos italianos, le encantaban los automóviles, con una clara preferencia por los modelos de carreras; pero llevar este tipo de coche era una experiencia que valía la pena vivir.
Tres minutos antes había salido de la mansión Ferrals ante la mirada angustiada de Riley, el chófer que la fábrica de Crewe había «entregado» al mismo tiempo que la maravilla, tal como exigía un reglamento al que se sometían incluso las cabezas coronadas. A todas luces, el infeliz se decía que «su» precioso Silver Ghost se dirigía a la catástrofe y que ese habitual de las góndolas y los motoscaffi jamás sería capaz de conducirlo de acuerdo con las normas.
Esos momentos tragicómicos habían relajado un poco a Aldo, cuyos nervios habían sido sometidos a una dura prueba por las cuarenta y ocho horas de incertidumbre que acababa de vivir. Porque no hacía mucho más de una hora que los secuestradores de Anielka se habían manifestado para dar las últimas instrucciones: el príncipe Morosini, con el dinero y el zafiro, se pondría al volante del Rolls-Royce de sir Eric —habían especificado claramente la marca entre todas las que poseía el barón— y a medianoche tendría que estar en la entrada del carril lateral de la avenida del Bois-de-Boulogne, en el lado de los números pares, cerca de la calle Presbourg.
Para su sorpresa, el señor de la casa no se había dejado ver. Al parecer, sufría una fuerte neuralgia, y fue de manos de John Sutton, su secretario, de quien el mensajero recibió el maletín que contenía el dinero y el estuche. No le extrañó; imaginaba el desgarro que le producía al fabricante de armas deshacerse de su amado talismán.
—Si supieras la verdad, amigo —masculló Morosini entre dientes—, tal vez estarías menos triste, pero más furioso.
La noche anterior había sido informado de que Mina había llegado sin obstáculos a su destino con el precioso cargamento. La cuestión ahora era liberar a Anielka, pero ¿qué haría después? La honradez imponía que fuera devuelta al esposo, lo que para ella suponía un gran sacrificio, y Morosini era un hombre de honor, lo que no le impedía sentir una viva repugnancia ante la idea de dejar a la mujer que amaba entre los brazos de otro. Vidal-Pellicorne, al estrecharle la mano poco antes, había reducido el problema a sus justas dimensiones diciendo:
—Salgan vivos los dos de este lance y eso ya será magnífico. Después, quizás ella tenga algo que decir.
Había llovido todo el día. La noche era fresca y húmeda. No había mucha gente en la calle. El coche se deslizaba con un murmullo sedoso sobre la brillante cinta de asfalto en cuyo extremo se alzaba el Arco de Triunfo, mal iluminado, del que se veían tres cuartas partes.
Al llegar al lugar indicado, Morosini detuvo el automóvil, sacó la pitillera para calmar los nervios y frotó una cerilla contra la fosforera, pero no tuvo tiempo de encender el delgado cilindro de tabaco, pues a través de la portezuela, bruscamente abierta, un potente soplo apagó la llama. Al mismo tiempo, una voz nasal con acento neoyorquino ordenó:
—¡Apártate! Conduciré yo. ¡Y no se te ocurra hacer ningún movimiento raro!
El cañón del revólver que el hombre apoyaba bajo su mandíbula era disuasivo. Aldo pasó al asiento contiguo limitándose a preguntar:
—¿Ha conducido alguna vez un Rolls?
—¿Por qué? ¿Hay un manual de instrucciones? Es un coche, ¿no? Entonces funciona como todos.
Morosini imaginó lo que podría decir el chófer Riley de esa increíble blasfemia, pero lo olvidó inmediatamente al abrirse la otra portezuela y cerrarse alrededor de sus muñecas un par de esposas, tras lo cual le vendaron los ojos con una tupida tela negra.
—Podemos irnos —indicó una voz barriobajera, que no por ser parisina era menos antipática.
El hombre que se sentó detrás del volante debía de ser un coloso. Aldo se dio cuenta al notar que su espacio vital disminuía. El peso —¡horror supremo!— hizo chirriar muy ligeramente un muelle. El recién llegado apestaba a ron, mientras que su compañero desprendía unos efluvios de perfume oriental barato gracias al cual el aristocrático vehículo adoptó cierto aire de zoco.
El nuevo conductor puso el coche en marcha y metió la primera, pero tan bruscamente que la caja de cambios, indignada, protestó. Morosini la secundó:
—¿Qué cree que está conduciendo? ¿Un tractor? Ya sabía yo que a «sir Henry» no le haría gracia.
—¿Sir Henry?
—Entérese, amigo mío, de que en la casa Rolls-Royce llaman así a los motores construidos por ellos. Es el nombre de pila del mago que los hizo nacer.
—¿Quieres que haga callar a esta especie de esnob? —gruñó el pasajero de atrás—. ¡Me está cargando!