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El esnob en cuestión se abstuvo esta vez de dar su opinión, sospechando cómo pensaba el otro imponerle silencio. Se hundió en su asiento y se esforzó en seguir el camino que recorrían. Conocía bien París, y contaba asimismo con su memoria para situarse, pero en la oscuridad total en la que se encontraba perdió el hilo casi enseguida. El coche bajó primero por la avenida del Bois, giró a la derecha, luego a la izquierda y otra vez a la derecha, a la derecha, a la izquierda… Al cabo de un momento, Aldo se hizo un lío con los nombres de las calles, pese a que el chófer ocasional, a quien los sarcasmos de su prisionero habían vuelto prudente, circulaba a una velocidad moderada.

El viaje duró una hora, tal como atestiguó el reloj de una iglesia, que sonó una vez poco antes de llegar. En cuanto a la naturaleza del camino seguido, la suspensión excepcional del Rolls no permitía apreciarla. No obstante, tras una ligera sacudida, el pasajero oyó crujir bajo las ruedas la grava de una alameda. Unos instantes más tarde, el coche se detuvo.

El chófer, que no había abierto la boca desde la pequeña lección de Morosini, gruñó:

—No te muevas. Voy a sacarte de aquí y después te ayudaré a andar.

—Cuidado no se rompa su bonita jeta —dijo con ironía su compañero—, sería una verdadera pena.

Cuando bajó, Morosini notó que lo asían del brazo, o más bien que lo izaban; el tipo debía de ser del tamaño de un gorila. De este modo, que lo obligaba a levantar el otro brazo para que las esposas no le cortaran la piel, subió unos peldaños de piedra. A su alrededor olía a tierra, a árboles, a hierba mojada. Debía de ser una casa de las afueras de París. Después sintió que caminaba sobre un suelo de baldosas y oyó cerrarse una pesada puerta a su espalda. Por último, un entarimado crujió bajo sus pies, aunque una alfombra amortiguó enseguida los pasos.

La mano que lo sujetaba lo soltó y se sintió desestabilizado, como un ciego al que dejan sin apoyo en medio de un espacio vacío. Luego le quitaron la ajustada venda y Morosini, deslumbrado, trató de protegerse los ojos con las manos atadas. De repente, la violenta luz de una lámpara, seguramente puesta sobre una mesa, lo cegó.

Una voz metálica y fría, con un ligero acento, ordenó:

—¡Quitadle las esposas! Aquí no hacen falta.

—Si tuviera también la bondad de enfocar la lámpara en otra dirección, creo que se lo agradecería —dijo Morosini.

—No pida demasiado. ¿Tiene el dinero y la joya?

—Los tenía cuando salí de casa de sir Eric Ferrals. Ahora pregunte a sus esbirros.

—Está todo aquí, jefe —dijo el norteamericano, aliviado de poder expresarse en su lengua.

—¿Y a qué esperas para traérmelo?

Al acercarse, el gorila —el personaje tenía sus dimensiones: alrededor de un metro noventa y cinco de estatura y complexión acorde con ella— tapó la fuente de luz, lo que calmó el malestar del prisionero. El haz luminoso cambió inmediatamente de dirección para dirigirse a lo que debía de ser el tablero de un escritorio.

Se dibujó la silueta de un hombre sentado detrás, pero sólo sus manos, bonitas y fuertes, saliendo de unas mangas de tweed, resultaron visibles. Éstas se apresuraron a abrir el maletín y a sacar los fajos de billetes verdes y el estuche. Después abrieron este último, liberando los profundos destellos del zafiro y los más fríos de los diamantes de la montura, que arrancaron al desconocido un silbido de admiración. Morosini, por su parte, rindió mentalmente homenaje a la habilidad de Simon Aronov: era realmente un gran artista. Su falsificación casi parecía más auténtica que la joya auténtica.

—Empiezo a arrepentirme de no quedármelo —murmuró el desconocido—. Pero cuando se da la palabra hay que mantenerla.

—Me alegro de ver que lo animan tan nobles sentimientos —dijo Morosini con ironía—. En tal caso, y puesto que ya tiene lo que deseaba, ¿puedo rogarle que me devuelva primero a lady Ferrals y después la libertad…, además del Rolls-Royce para que pueda llevar a la cautiva a su casa? Si es que aún está viva —añadió en un tono que dejaba traslucir a la vez angustia y amenaza.

—Tranquilícese, está perfectamente. Podrá comprobarlo usted mismo dentro de un momento. Van a conducirlo junto a ella.

—No he venido de visita, sino a buscarla.

—Cada cosa a su tiempo. Creo que debería…

Se interrumpió.

Una puerta acababa de abrirse al tiempo que la luz del techo se encendía, mostrando una habitación bastante grande, mal amueblada en un estilo burgués pretencioso y con las paredes cubiertas con un horrible papel con motivos de flores y ramas en tonos verduscos, chocolate y rosa caramelo que a Aldo le parecieron insufribles.

—¡Ah, veo que está todo aquí! —exclamó Sigismond Solmanski acercándose con premura a la mesa donde se hallaba extendido el rescate de su hermana. Se puso a palpar unos billetes, pero el hombre que hacía el inventario se los arrebató bruscamente para guardarlos en el maletín.

—¿Qué hace aquí? —gruñó—. ¿No habíamos acordado que no debía dejarse ver?

—Sí, desde luego —dijo el joven en un tono desenfadado, apoderándose del estuche y abriéndolo—. Pero he pensado que eso ya no tenía importancia, y además, mi querido Ulrich, no he podido resistir la tentación de ver la cara de este imbécil, que, pese a sus aires de grandeza, ha venido a arrojarse a nuestros pies como un jovencito enamorado. Dígame, Morosini —añadió con malicia—, ¿qué sensación produce haber sido reducido a la condición de criado del viejo Ferrals?

Aldo, a quien esta aparición no había sorprendido, iba a contentarse con un despreciativo encogimiento de hombros cuando Sigismond rompió a reír: una risita aguda que no tuvo ninguna dificultad en reconocer. Automáticamente, su puño salió disparado en un gancho fulminante que alcanzó a Sigismond en el mentón y lo derribó.

—¡Maldita sabandija! —le espetó, masajeándose las falanges un poco doloridas—. Te lo debía desde hace algún tiempo. Espero no haberle causado demasiadas molestias —añadió, volviéndose hacia el llamado Ulrich, que seguía de pie detrás de la mesa.

—Encantado de haberle brindado la oportunidad de saldar una cuenta, señor —contestó este en un tono tranquilo que dejaba traslucir cierto respeto—. Tiene usted una derecha terrible.

—La izquierda tampoco está mal.

—¡Enhorabuena! Sam, lleva a este mocoso a la cocina y reanímalo, pero arréglatelas para que se quede un rato quieto. Usted acompáñeme —añadió dirigiéndose a Aldo.

Este lo siguió sin saber muy bien qué pensar del personaje. Era extranjero, eso seguro, pero ¿qué exactamente? ¿Alemán, suizo, danés? Era alto y delgado, y llevaba unas grandes gafas con montura de concha de procedencia norteamericana y bastante parecidas a las de Mina van Zelden. Un hombre difícil de manejar, desde luego; el joven Solmanski, que debía de haber propuesto el «golpe», parecía haber tenido la desgracia de averiguarlo.

Morosini penetró detrás de él en el pasillo central de la casa, subió una escalera de madera muy descuidada y llegó a un descansillo en el que había cuatro puertas. Ulrich abrió una después de haber llamado.

—Pase —dijo—. Lo esperan.

Aldo entró en una habitación en la que no vio nada salvo a Anielka, cuya actitud no dejó de sorprenderlo. Él esperaba ver a una desdichada hecha un mar de lágrimas, exhausta, maniatada, y vio a una joven elegantemente vestida, que estaba arreglándose las uñas sentada ante un tocador adornado con un jarrón lleno de flores. Parecía relajada, cómoda, y Aldo se trató a sí mismo de idiota: si la idea del secuestro había sido de su hermano, no había ninguna razón para que la maltrataran; en cuanto al peligro, sabiendo eso estaba claro que era inexistente. Así pues, contuvo su impulso primitivo y prefirió permanecer alerta, pero, como Anielka no parecía advertir su presencia, sintió un amago de irritación. La idea de que pudiera estar burlándose de él se abría paso en su mente.