—¡No se ha privado de hacerlo! —dijo Morosini en un tono alegre que ocultaba bastante bien la inquietud sembrada por un preámbulo tan poco tranquilizador—. Pero bebamos primero algo, será la mejor manera de reanudar nuestras buenas relaciones.
Se acercó a una licorera antigua que estaba sobre una consola, cogió dos copas de cristal grabado en oro y una botella a juego, llena en sus tres cuartas partes de un líquido ambarino.
—El tokay de mi padre —anunció—. Creo que a usted le gustaba. Y se diría que Zaccaria ha tratado esta botella como si fuera el Santo Grial, porque no falta ni una gota.
Sirvió a su invitado y luego, con su copa en la mano, se sentó en el taburete, pero dejó que su viejo amigo degustara con unción el vino húngaro, que le recordó muchos buenos momentos, dio un sorbo, lo paladeó un instante antes de tragárselo y dijo:
—Bien, estoy a punto para escucharle. Aunque… quisiera que evitáramos en la medida de lo posible hablar de mi madre. Todavía no puedo soportarlo.
—Yo tampoco. Estoy muy apenado.
Para rehacerse, Massaria bebió un buen tercio de su copa; después sacó un pañuelo, limpió los anteojos, los colocó de nuevo sobre su nariz y finalmente, con un temblor de labios que, siendo condescendientes, podía pasar por una sonrisa, dirigió a su anfitrión una mirada contrita.
—Perdone. A mi edad, las emociones caen fácilmente en la ridiculez.
—A mí no me lo parece. Pero hablemos de negocios. ¿Cuál es mi situación?
—Me temo que no muy buena. Como ya sabe, en el momento de la muerte de su padre las finanzas…
—Habían sufrido estragos —dijo Morosini con una pizca de impaciencia—. También sé que cuando empezó la guerra ya no teníamos fortuna de antes, y la responsabilidad es en parte mía. Así que, querido amigo, ahorrémonos los paños calientes y dígame qué me queda.
—Será rápido: un poco de dinero procedente de… su madre, la villa de Stra, aunque está hipotecada hasta el pararrayos, y este palacio, que está limpio.
—¿Eso es todo?
—Sintiéndolo mucho, sí. Pero si he querido verlo cuanto antes es porque quizá tenga un remedio.
Aldo no escuchaba. Pensativo, había ido a por la botella de tokay y se dirigía con ella hacia la chimenea tras haberle ofrecido otra copa al notario, que la rechazó con la mano. Se esforzaba en poner a mal tiempo buena cara, pero en realidad se sentía abrumado: su palacio, uno de los más grandes de Venecia, exigía sumas considerables para su mantenimiento, pues, además de la erosión que sufría la ciudad a causa del agua, necesitaba mucho personal, y cuando la villa del interior —construida por Palladio— se vendiera, seguramente no quedaría gran cosa para mantener la casa principal, una vez pagadas las hipotecas. Conclusión: había que encontrar, y enseguida, una ocupación lucrativa.
Pero ¿qué? Aparte de montar a caballo, bailar, jugar al golf, al tenis y al polo, pilotar un velero, conducir un coche, besar con elegancia el metacarpo de las patricias y hacer el amor, Aldo no tenía más remedio que reconocer que no sabía hacer nada. Un pobre bagaje para comenzar una carrera y salir a flote. Quedaba un tesoro familiar cuya existencia sólo conocían su madre y él, pero le desagradaba la idea de ponerlo en venta, ¡Isabelle Morosini le tenía tanto apego!
Acodado en la chimenea, mirando las llamas, se sirvió una tercera copa y la vació de un trago.
—Espero que no esté pensando en refugiarse en la bebida —dijo el notario con una pizca de severidad—. Hace un momento le he dicho que tal vez tenga un remedio para sus males, pero no me ha escuchado.
—Es verdad. Perdone, por favor. ¿De verdad tiene una solución? ¿Cuál, Dios mío?
—El matrimonio. Un matrimonio muy honorable, tranquilícese, de lo contrario no me habría atrevido a proponérselo.
—Creo que he oído mal —dijo el príncipe con cara de sorpresa.
—Al contrario, ha oído perfectamente. Cásese y le prometo una bonita fortuna.
—¿Así de fácil? Ha hecho bien en anunciar que se trataba de una proposición honorable. Eso descarta al clan de las solteronas con las venas endurecidas y las viudas que se sienten solas, pero no a los adefesios imposibles de casar.
—No es ahí donde tiene que buscar. Un hombre de treinta y cinco años debe casarse con una jovencita.
—¿En serio? —preguntó sarcásticamente Aldo—. Hábleme de ella, entonces. Se muere de ganas de hacerlo y no voy a negarle esa satisfacción.
—Encantado: diecinueve años, la frescura de una rosa y los ojos más bonitos del mundo, entre las cualidades más evidentes según los rumores.
—Lo que significa que usted no la ha visto. ¿Y de dónde la ha sacado?
—De Suiza.
—¿Está de broma?
—Esa pregunta es un poco cruel con las suizas. Supongo que sabe que hay algunas muy guapas. Bien, se trata de lo siguiente: el banquero de Zúrich Moritz Kledermann tiene una sola hija. Lisa, a la que no le niega nada. Dicen que es encantadora, y su dote podría atraer hasta a un príncipe reinante.
—Eso no es una referencia. En estos momentos debe de haber unos cuantos sin un céntimo.
—Ocupar un trono no es una sinecura. En cuanto a Lisa, parece ser que está enamorada…
Morosini soltó una alegre carcajada.
—¡Qué Romántico! Parece ser que está enamorada de mí, pero seguramente porque me vio en mis buenos tiempos, en alguna revista de antes de la guerra. Y como he cambiado bastante…
—¿Es una manía impedir que acabe las frases? No se trata de usted, sino de Venecia.
—¿De Venecia? —dijo Morosini, tan visiblemente desilusionado que el notario se permitió sonreír.
—Pues sí, de nuestra hermosa ciudad. De su encanto, de las callejuelas, de los canales, de los palacios, de su historia —respondió, repentinamente lírico—. Reconocerá que el hecho no tiene nada de raro: madame de Polignac, el príncipe de Borbón, lady de Grey, el pintor Daniel Curtis y su primo Sargent… Eso sin mencionar a los devotos de otros tiempos, como Byron, Wagner y Browning, entre otros.
—De acuerdo, pero, en ese caso, ¿por qué su heredera no hace lo mismo que ellos? No tiene más que comprar o alquilar un palacio, instalarse en él y gozar de la vida. Aquí hay bastantes viviendas bonitas que están pidiendo ayuda a gritos, y eso no requiere casarse conmigo.
—Ella no quiere un palacio cualquiera. Y se niega a ser una turista más. Lo que desea es integrarse en Venecia, llevar uno de sus viejos apellidos llenos de gloria, en una palabra, convertirse en veneciana para que sus hijos lo sean también.
—Parece que Guillermo Tell ya no triunfa, ¿eh? En fin, después de todo, antes de esta maldita guerra había bastantes chifladas y el número no debe de haber disminuido mucho.
—Deje de tomárselo a risa, se lo ruego. Una cosa es cierta: usted responde punto por punto a los deseos de la señorita Kledermann. Es príncipe, y en el Libro de Oro de la Serenísima su apellido es uno de los mejores, igual que su palacio. Goza de una excelente salud, cosa que tiene su valor para una muchacha de la saludable Helvecia, y es bien parecido.
—Es usted muy benévolo. Sólo hay un detalle en el que al parecer no ha pensado: no se puede convertir en princesa Morosini a una suiza que debe de ser protestante, suponiendo que me decida a considerar la propuesta.
—Kledermann es de origen austríaco y católico. Lisa también.
—Tiene respuesta para todo, ¿no? De todas formas, me niego a casarme con una perfecta desconocida para dar lustre a mi escudo de armas. Si aceptara, no volvería a atreverme a mirar de frente el retrato del dux Francesco. Tómeme por loco si quiere, pero me juré no desmerecer jamás…
—¿Sería desmerecer casarse con una mujer bellísima, inteligente y buena? En los últimos tiempos atendía a enfermos en un hospital.