—Me alegra ver que te encuentras perfectamente, querida, pero ¿me permites decirte que tienes un curioso modo de recibir a tu liberador? Los tormentos que has causado no parecen alterar tu serenidad.
Ella alejó una de sus manos para ver si había quedado bien y luego, esbozando una sonrisa triste, se encogió de hombros.
—¿Tormentos? ¿A quién?
—A tu hermano no, desde luego. Acabo de verlo y está muy risueño. Su plan ha sido un éxito, y empiezo a creer que tú también has participado en él.
—Tal vez. ¿No debía huir la noche de mi boda?
—Sí, pero conmigo o con personas decentes. ¿De dónde has sacado a esos truhanes americanos, franceses, alemanes o Dios sabe qué?
—Son amigos de Sigismond y yo les estoy muy agradecida.
Por fin se levantó para mirar a Aldo de frente.
—¿Agradecida? ¿Y por qué, si se puede saber?
—Por haber evitado que cometa la mayor tontería de mi vida yéndome contigo y, sobre todo, por haberme permitido vengarme de los que han tenido la osadía de ofenderme.
—¿Y quiénes son? ¡Habla de una vez! ¡Hay que arrancarte las palabras!
—Sir Eric y tú.
—¿Yo? ¿Yo te he ofendido? Me gustaría saber cómo.
—Traicionando delante de todos, públicamente y casi ante mis ojos, ese gran amor que decías sentir por mí. Cuando me aproximé a ti, ignoraba, y tú te guardaste mucho de decírmelo, el vínculo íntimo que te unía a la señora Kledermann.
—No sé por qué tenía que hablarte de una historia que acabó hace muchos años. Antes de la guerra fue mi amante, pero ahora somos simplemente amigos…, o ni siquiera eso.
—¿Amigos? ¿Cómo puedes ser tan cobarde, tan mentiroso? ¿Vas a obligarme a decirte que te vi con ella, con mis propios ojos, bajo la ventana de mi habitación? Vuestra forma de besaros no tenía nada de amistoso.
Aldo maldijo los arrebatos de Dianora y su propia estupidez, pero el mal estaba hecho: había que jugar con las malas cartas repartidas por un destino irónico.
—Confieso que fue un error —dijo—, pero, te lo suplico, no concedas importancia a ese beso, Anielka. Si no rechacé a Dianora cuando me rodeó el cuello con los brazos fue porque he aprendido a desconfiar de sus prontos, de sus repentes. Fue ella quien decidió que nos separáramos en 1914 y reconozco que ahora intenta reanudar la relación. Esa noche, lo admito, tuve la intención de utilizarla como tapadera, pero fue con la única finalidad de apartar de mí, y en consecuencia de ti, las sospechas de sir Eric cuando se descubriera tu fuga.
—Te felicito. Si era un papel, lo interpretaste a la perfección… incluso en su cama. ¿Hacía falta llegar tan lejos?
—¿En su cama?
—¿Vas a dejar de tomarme por idiota de una vez? —gritó la joven, arrojando un frasco de perfume que estuvo a punto de darle a Aldo en la sien—. ¡En su cama, sí! Te vi durmiendo a pierna suelta después de haber hecho el amor con ella, supongo. La camisa abierta, el cabello revuelto… ¡Estabas repugnante! ¡El macho saciado!
Anielka iba a proveerse de otro proyectil, pero Aldo se abalanzó sobre ella y la dominó pese a su furiosa defensa.
—Una sola pregunta: ¿la viste a mi lado?
—No. Seguramente prefirió dejarte recuperar fuerzas tranquilamente. ¡Te odio, te odio con toda el alma!
—Ódiame todo lo que quieras, pero primero escucha. ¡Y estate quieta un momento! ¿No te ha pasado por la mente la idea de que pudieron golpearme o drogarme para llevarme a esa cama? Fue el bueno de Sigismond, ¿verdad?, quien te llevó a la habitación de Dianora para acabar de convencerte de que te marcharas con él. Fue eso, ¿verdad? No te forzaron ni por un instante…
A medida que hablaba, los hechos se aclaraban poco a poco. Anielka ni siquiera intentaba negarlos. Al contrario, más bien tendía a reivindicarlos.
—¡Así es, y me fui encantada! ¡Era la única forma que tenía de escapar de ti y de ese horrible viejo! ¡Quisiera veros muertos a los dos!
Morosini soltó a la joven furia, se dirigió a la ventana y la abrió para respirar un poco el fresco de la noche. Sentía que se ahogaba en aquel estrecho cuarto.
—Todo lo que pudiera decir no serviría de nada, ¿verdad? Has decidido que soy culpable y tu veredicto es inapelable.
—No tienes derecho a que se contemplen circunstancias atenuantes. Además, aunque no hubiera habido traición, no me habría ido contigo.
—¿Por qué?
—Recuerda lo que te dije en el Parque Zoológico: «Si tengo que soportar los abusos de sir Eric, no volveré a verte en toda mi vida.» Y si esa noche tenía interés en hablar contigo era porque no quería alejarme sin haberte arrojado a la cara todo el desprecio que me inspiras… Ahora ya lo he hecho, así que puedes irte.
Aldo se apartó de la ventana para volverse hacia Anielka, pero la vio de espaldas. Una espalda prolongación de unos hombros que temblaban, de una cabeza inclinada. Vio que estaba llorando y recuperó un poco de esperanza pese a las terribles palabras que la joven acababa de pronunciar y que él no acababa de entender.
—¿Lo que me dijiste en el Parque? Pero… no tuviste que soportar… nada, supongo…
Anielka se volvió bruscamente y le mostró un rostro arrasado de lágrimas.
—Pues supones mal. Esa blancura que me rodeaba mientras me dirigía hacia el altar era una burla…, una lamentable farsa: la noche anterior había dejado de ser virgen y era ya la mujer de Ferrals.
Morosini se permitió un grito de protesta; luego, sintiéndose súbitamente desdichado, envolvió a la joven en una mirada a la vez incrédula y suplicante:
—Lo dices para hacerme daño. Me niego a creer que ese hombre sea un bruto. Sé…, me han dicho que después de la ceremonia civil recibisteis la bendición de un pastor, pero mientras no estuvieras casada según el rito católico…
—¡Y sigo sin estarlo! ¿Por qué crees que me desmayé en el momento de dar el «sí», después de haber pronunciado en mi lengua unas palabras que no significaban nada?
—¿Y de qué te servía eso si, según tú, lo peor había sucedido?
—Me sirve para saber que Dios no ha consagrado esa unión y que, al menos ante él, sigo siendo libre. Y no es que, «según yo», lo peor haya sucedido, es que fui violada. Vino a mi habitación como un ladrón, había bebido…, y me poseyó a la fuerza. Al día siguiente se disculpó alegando que la pasión que le inspiraba había sido más fuerte que su voluntad.
—Mucho me temo que sea verdad —dijo Aldo con amargura.
—Tal vez, pero nada será suficiente para borrar el odioso recuerdo de las caricias de ese hombre. Fue… ¡horrible…, repugnante!
Separaba los dedos de las manos y, con una expresión de profundo asco, se los pasaba por los hombros, el cuello y el vientre como si tratara de apartar rastros de suciedad, al tiempo que sus ojos, muy abiertos, derramaban lágrimas.
Incapaz de soportar esa desesperación, Aldo se aventuró a acercarse a ella y la abrazó. Temía una reacción violenta, gritos de ira, una defensa furiosa, pero no sucedió nada de eso. Al contrario, Anielka, llorando convulsivamente, se acurrucó contra su pecho y él experimentó una infinita dicha. Fue un instante de una dulzura tal que olvidó el inquietante entorno, pero duró sólo un instante.
De pronto, Anielka se desasió y puso entre ambos toda la distancia que permitía la largura de la habitación. Y esta vez, cuando él intentó aproximarse, ella lo detuvo con un gesto imperioso:
—¡No te acerques! ¡Se acabó! Acabamos de decirnos adiós.
—No puedo aceptar esa palabra entre nosotros. Tú sigues amándome, estoy seguro, y Dios es testigo de que no te he traicionado y de que en mi corazón no hay nadie más que tú… Además, acabas de ser injusta.