—¿De verdad?
—Sí. Si hubiera podido imaginar lo que sucedería la víspera de la boda, jamás lo habría permitido. Ahora debes intentar olvidar. Con un poco de tiempo y mucho amor, lo conseguirás. Vas a venir conmigo, puesto que he venido a buscarte.
—¿Y crees que te voy a acompañar?
—El rescate ha sido pagado. Eres libre.
—Siempre lo he sido. Además, sigues mintiéndome: ha sido Ferrals quien ha pagado. Te ha enviado a ti, cuando su «gran amor por mí» lo obligaba a venir personalmente. Pero no, se limita a esperar tranquilamente que tú me lleves a su cama. ¡Y yo no quiero! Tenemos una bonita suma de dinero y nuestro zafiro familiar —añadió, insistiendo en la última palabra—. Mi padre tendrá que conformarse con eso. La fortuna da igual. Ya encontrará otra.
—Contigo como cebo, no cabe ninguna duda. Pero ¿por casualidad crees que vuestros socios van a dároslo todo o incluso a compartirlo con vosotros? ¡Me extrañaría! ¿Y adonde pensáis ir cuando os marchéis de aquí?
—No lo sé todavía. Tal vez a Estados Unidos. En cualquier caso, lo suficientemente lejos para que me den por muerta.
—¿Y tu padre está de acuerdo?
—No sabe nada y me parece que no va a ponerse muy contento, pero Sigismond lo arreglará todo y acabará por comprender que hemos hecho bien.
—Comprendo. Ahora ten la amabilidad de decirme qué van a hacer conmigo.
—No te harán daño, tranquilo. Me han jurado que no atentarán contra tu vida. Te dejarán aquí cuidadosamente atado, y cuando puedas dar la voz de alarma nosotros ya estaremos lejos.
—Y como ni te llevaré a ti ni devolveré el zafiro, tu esposo…, porque, lo quieras o no, lo es…, pensará que me he apropiado de los dos. Es bastante repugnante, pero está muy bien planeado. ¡Y pensar que he sido lo bastante estúpido para querer convertirte en mi mujer! No puede ser más ridículo. En cuanto a ti y a Sigismond, no sois más que dos niños peligrosos e irresponsables para quienes la vida y los sentimientos de los demás son letra muerta. Sólo vuestros caprichos…
—Qué desfachatez, hablar de sentimientos tú, que has jugado con los míos, que te has atrevido…
—¿A traicionarte? ¡No empecemos otra vez!… Lo único que te disculpa es tu juventud; debería haber sido prudente por los dos. Ahora, vete al diablo con quien quieras, ya que tu distracción favorita consiste en fugarte con el primero que aparece. Yo ya estoy harto.
Girando sobre sus talones, se dirigió hacia la puerta, pero en el momento en que ponía la mano sobre el pomo ella lo agarró y lo hizo retroceder hacia la ventana, que seguía abierta.
—¡Vete mientras todavía estás a tiempo! —le dijo—. Siguiendo la cornisa se llega a una pequeña terraza desde donde debe de ser fácil acceder al suelo. Después, si sigues recto, encontrarás un muro, pero no es muy alto. Detrás está la carretera de París. Hay que tomarla por la derecha.
—¿Ahora quieres que me escape? ¿Qué se esconde detrás de eso?
La miró al fondo de los ojos y vio que estaban llenos de lágrimas y de súplicas. Parecía trastornada.
—Sólo mi deseo de saber que estás vivo —murmuró—. Después de todo…, no conozco a esas personas, aunque mi hermano las pone por las nubes, y quizás he hecho mal confiando en ellas. Ahora ya no sé qué creer…, y tengo miedo. Si te ocurriera algo…, yo…, yo sería muy desgraciada.
—¡Entonces ven conmigo!
La había asido por los hombros para comunicarle mejor su fuerza y su convicción, pero ella no tuvo tiempo de contestar. La voz metálica de Ulrich sonó en el umbraclass="underline"
—¡Un cuadro encantador! Espero que se lo hayan dicho todo, porque no podemos perder más tiempo. Así que levanten las manos los dos y salgan sin rechistar.
El gran revólver de tambor que prolongaba su mano hacía difícil ponerse a discutir, pero aun así Aldo protestó:
—¿Ella también? ¿Por qué? Creía que eran cómplices.
—Yo también lo creía, pero después de lo que he oído ya no estoy muy seguro.
—¿Qué va a hacerle?
—Es ella quien tiene que elegir: si todavía quiere acompañarnos, su hermano la espera en el coche vigilado por Gus; si prefiere quedarse con usted, compartirá su suerte.
—Deje que se marche.
—A lo mejor yo tengo algo que decir —se rebeló la joven.
—Lo dirá más tarde. Estamos perdiendo el tiempo. Bajen, y no hagan ningún movimiento extraño o disparo.
No había más remedio que obedecer.
La doble puerta del salón estaba entornada.
En el interior, el gigantesco Sam esperaba con las esposas, que cerró de nuevo alrededor de las muñecas de Aldo, y unas cuerdas que le sirvieron para atarlo cuidadosamente a una silla colocada justo en el centro de la habitación. Hecho esto, Ulrich, que seguía tratando a Anielka con cierto respeto, le preguntó:
—Ahora le toca a usted, preciosa. ¿Qué escoge? ¿Otra silla igual de cómoda o el Rolls de su rico esposo? Porque, por supuesto, no tenemos intención de devolverlo. Le gusta mucho a mi amigo Sigismond, y se merece esa recompensa.
—Lo llevará directo a la cárcel —dijo Morosini—. ¿Qué va a hacer con el Rolls? ¿Pasearlo por París, donde lo identificarán en dos minutos?
—Eso no es asunto suyo. Bueno, guapa, ¿qué decide?
Anielka cruzó los brazos y levantó la cabeza con aire de desafío.
—¡Y pensar que lo consideraba un amigo! Prefiero quedarme aquí…
—¡No cometas una estupidez, Anielka! —exclamó Aldo—. ¡Vete! Presiento que no me espera nada bueno, y si te vas al menos estarás con tu hermano.
—En eso tienes toda la razón —dijo el voluminoso Sam—. Porque, para que te enteres, vamos a pegar fuego a la cabaña antes de largarnos.
El grito de terror de Anielka cubrió la protesta de Ulrich reprochando a su acólito tener la lengua demasiado larga; luego la joven se calló de golpe: el gigante acababa de golpearla brutalmente y ella se desplomó mientras él empezaba a atarla. Esta vez, Ulrich manifestó su aprobación:
—Eso ha estado muy bien. Empezaba a hacer demasiado ruido. En cuanto al hermanito, si nos incordia mucho, nos libraremos también de él. Así nos lo quedaremos todo.
—¡Son unos auténticos miserables! —les espetó Morosini, indignado—. ¡Llévensela! Su muerte sólo les causará grandes problemas…
Inclinado sobre el cuerpo de la joven, Sam vaciló un instante justo antes de desplomarse profiriendo un grito, alcanzado en la espalda por la bala que acababa de disparar Ferrals. El barón había entrado en ese momento en la habitación con un Cok en cada mano. Ulrich, furioso, hizo fuego a su vez, pero una de las dos bocas negras de Ferrals escupió, arrancándole la pistola con una precisión diabólica.
—Se diría que sabe utilizarlas —comentó Morosini, que nunca se había alegrado tanto de ver a aquel hombre que no le era nada simpático—. ¿De dónde sale, sir Eric?
—De mi coche. He venido con usted sin que lo supiera.
—Vaya…, debería haber dejado que se las arreglara solo… Pero, antes de nada, saque a su mujer de ahí. Va a ahogarse bajo ese peso.
Sin apartar la vista de Ulrich, a quien su mano herida hacía gemir, Ferrals se esforzó en empujar a patadas el cuerpo de Sam, pero el norteamericano pesaba demasiado y la joven estaba inconsciente. Así pues, tras dejar una de las armas, se inclinó para agarrar el enorme cuerpo y apartarlo cuando Morosini, que seguía la maniobra con impaciencia, le advirtió:
—¡Cuidado! ¡La puerta!
Una silueta se recortaba en el hueco: la de Gus, el barriobajero, armado con un cuchillo. El hombre lanzó con una rapidez que denotaba una larga costumbre el arma, que pasó rozando a sir Eric antes de clavarse en el entarimado. El inglés disparó, pero esta vez no dio en el blanco, pues este acababa de desaparecer. Al mismo tiempo, una voz conocida gritó: