—¡No disparen! ¡Soy yo, Vidal-Pellicorne!
Estaba irreconocible, pues iba de negro de la cabeza a los pies: ropa, gorro calado hasta los ojos y cara embadurnada de hollín: el deshollinador perfecto. El arqueólogo arrastraba bajo el brazo el cuerpo de Gus, al que acababa de golpear y que dejó caer al suelo al darse cuenta de que Ulrich, dominando el dolor, intentaba recuperar su arma, que había ido a parar debajo de un sillón. Adalbert se apoderó de ella y se la guardó en el bolsillo tras haber asestado al personaje un culatazo suficientemente fuerte para enviarlo al país de los sueños en espera de que lo atasen.
—No creo que la policía tarde —dijo Adalbert mientras iba a coger el cuchillo, que utilizó para cortar las ligaduras de Aldo—. Mi compañero ha ido a avisarla en cuanto hemos localizado la casa. Pero ¿qué milagro lo ha traído hasta aquí, sir Eric?
—Ningún milagro. Cuando encargué el Rolls en el que ha venido el príncipe, pedí a la fábrica un acondicionamiento especiaclass="underline" se trataba de practicar, bajo el asiento trasero, un escondrijo donde un hombre de estatura media pudiera permanecer tendido y respirar, gracias a unos orificios de ventilación cuidadosamente disimulados. Esta disposición ya me ha hecho grandes servicios y di las gracias cuando estos imbéciles exigieron ese coche. De modo que he venido sin que el príncipe Morosini lo supiera, por lo que le pido perdón. Pero ¿y usted, Vidal? ¿Cómo es que está aquí y quién es ese compañero al que acaba de referirse?
—Un muchacho encantador, y deportista, con cuya colaboración he contado gracias a la señora Sommières. Estaba muy preocupada de saber que un sobrino al que quiere mucho se había visto involucrado en un asunto inquietante.
—¿Y ha avisado a la policía poniendo en riesgo la vida de mi querida esposa? —saltó sir Eric.
—En absoluto. Se limitó a hablar con un viejo amigo, el comisario Langevin, actualmente retirado, haciéndole jurar que no informaría a las autoridades. Sólo quería un consejo… Concédame un instante —añadió, trajinando con las esposas que todavía sujetaban a Aldo a la silla—, quisiera encontrar la llave de esto…
—Busque en el bolsillo del cadáver —indicó Morosini.
—Gracias… ¿Por dónde iba?… Ah, sí, el señor Langevin ofreció algo mejor que una opinión: el hijo de un amigo suyo, que desea entrar en la policía y que es un gran deportista, particularmente montando en bicicleta. En lo que a mí respecta, tampoco se me da mal esa disciplina, y al enterarnos del lugar y la hora de la cita, nos equipamos adecuadamente y fuimos a escondernos entre los arbustos de la avenida del Bois-de-Boulogne. Cuando el coche se puso en marcha, lo seguimos con las luces apagadas, procurando mantenernos en los lados de la carretera.
—¡Seguir a un coche de esa calidad es una locura! —dijo sir Eric—. ¡Puede ir muy deprisa!
—Vale más no correr cuando no se está acostumbrado a conducirlo. Una vez aquí…, por cierto, estamos en Vésinet, y yo lo conozco muy bien…, bien, como decía, una vez aquí el joven Guichard, debidamente provisto de una nota del comisario Langevin, se ha ido al puesto de policía, desgraciadamente un poco alejado, mientras yo me ponía a buscar una manera de entrar en la casa. Abrir la ventana, querido Aldo, ha sido una idea genial. Aunque usted no la haya utilizado, a mí me ha sido muy útil.
—Me alegro —gruñó el aludido—, parece que he estado tanto a su servicio como al de sir Eric. Pero ¿por qué no me lo advirtió?
—Por su lado caballeresco, amigo. Incluso un policía retirado le habría hecho poner el grito en el cielo. Hubiera sido capaz de exigir que lo dejáramos actuar solo.
—Es posible —admitió Aldo de mala gana—. Pero, puesto que conoce tan bien el lugar, debería tratar de encontrar ayuda de alguna clase. Un médico, por ejemplo. Lady Ferrals —¡qué difícil se le hacía pronunciar ese nombre!— no tiene buen aspecto. Mientras tanto voy a hacer una cosa que tengo pendiente —añadió, masajeándose las doloridas muñecas.
Sin más explicaciones, cogió una de las armas de sir Eric y salió al exterior: no quería dejar a nadie la tarea de capturar a Sigismond, que seguramente seguía en el coche. El puñetazo que le había propinado antes le sabía a poco y soñaba con completarlo con un firme correctivo, pero al llegar delante de la casa tuvo que rendirse a la evidencia: allí no había nadie.
Tampoco alrededor del edificio. El apuesto Sigismond se había ido con el Rolls, que debía de considerar suyo, abandonando a su hermana a su suerte. Y Aldo maldijo el excesivo talento de los fabricantes ingleses: durante el intercambio de disparos, el silencioso «sir Henry» se había convertido en cómplice del miserable joven.
Cuando Morosini regresó al salón vio que Ulrich, con un vendaje improvisado, y Gus estaban atados y que, en el canapé, Anielka estaba recobrando el conocimiento ante la mirada atenta del hombre del que quería huir y que le hablaba en voz baja, estrechándole las manos entre las suyas. A cierta distancia, Adalbert, de pie junto a la mesa, observaba los reflejos que surgían de las profundidades del zafiro. El arqueólogo hizo a su amigo un guiño significativo y preguntó:
—¿Ha encontrado lo que buscaba?
—No. Ha huido, pero no se va a librar.
—¿A quién se refiere?
—Al joven Solmanski, ¿a quién si no? Es él el alma de esta trama. Tenía ganas de hacer dinero, supongo. En cualquier caso, acaba de irse con su coche, sir Eric.
—No me gusta ese muchacho —observó este—. Y su padre no mucho más. Por cierto, ¿ese estaba de acuerdo?
—Parece ser que no. En realidad…, me extrañaría —reconoció Morosini a regañadientes.
—Habría sido una solemne estupidez. Pero me considero en la obligación de informarlo, porque realmente lo que Sigismond se ha atrevido a hacerle a su propia hermana supera los límites del entendimiento. Es… ¡es nauseabundo!… ¿Cómo estás, mi vida?
La última frase iba dirigida a Anielka, que ahora tenía los ojos completamente abiertos. Con el corazón en vilo, Aldo espió su reacción frente al rostro que se inclinaba sobre ella, pero no advirtió sobresalto alguno. Al contrario, vio la sombra de una sonrisa en sus bonitos labios pálidos.
—¡Eric! —susurró—. Has venido… Jamás lo hubiera pensado…
—Tal vez porque todavía no sabes lo mucho que te quiero. ¡Mi amor, he sufrido tanto! Hasta el punto de creer por un instante que te habías fugado para castigarme por…, por lo de la otra noche.
—¿Has pensado eso y, aun así, has estado dispuesto a sacrificar tu precioso zafiro… y a arriesgar tu vida?
—Sacrificaría más aún si fuera necesario. ¡Mi propia alma! ¡Anielka, temía tanto haberte perdido! Pero estás aquí. Todo está olvidado.
Había lágrimas en su rostro y Anielka, que parecía no ver nada más que a él, alargaba las manos para enjugarlas susurrando palabras de consuelo.
Aldo, incrédulo y abatido, escuchaba aquel increíble dúo luchando contra el deseo furioso de proclamar la verdad, de explicarle a esa fiera transformada en cordero que su amada le estaba representando una comedia indigna, que se había ido por propia voluntad y que hacía apenas un momento seguía queriendo poner entre ellos la mayor distancia posible. No estaría nada mal hacerle comprender a Ferrals que ni siquiera inspiraba compasión a esa encantadora criatura. Sólo asco… A no ser que, después de todo, hubiera vuelto a mentir… Desde que había vuelto en sí, no había tenido ni una mirada para él o para Adalbert. Sin embargo, el príncipe no era de los que denuncian. De modo que decidió callar y acercarse a su amigo, que estaba contando los billetes mientras observaba la escena por el rabillo del ojo.
—No intente comprender —susurró—. Los designios de Dios son inescrutables, y los de las muchachas bonitas también. Además, esta está aterrorizada.
—¿Por qué?
—Por usted. Teme que hable… Ah, creo que por fin ha llegado la policía —añadió, cambiando de tema—. Empezaba a preguntarme si el joven Guichard se habría perdido por el camino.