Un rato más tarde, en el coche de policía que los llevaba a la calle Alfred-de-Vigny a él y a Adalbert (habían atado la bicicleta del arqueólogo en la parte trasera del vehículo), Morosini sacó de nuevo el tema.
—¿Por qué dijo antes que Anielka teme que yo hable?
—Pues porque es la verdad. Se moría de miedo pensando que usted podía contar que estaba conchabada con sus secuestradores. El hecho de que se hubiera marchado con su hermano no cambiaría nada; los sentimientos de Ferrals hacia ella podrían sufrir una singular modificación y, por una razón que sólo ella conoce, prefiere que sigan creyéndola una víctima. Así que acaricia el lomo a Ferrals. Quizá por miedo a su padre; seguro que Solmanski no se enternece fácilmente y debe de detestar que alguien se interponga en sus planes…, el más maravilloso de los cuales debe de seguir siendo meter la mano en la fortuna de su yerno.
—Es posible, pero debería pensar en Ulrich. Ese no va a quedarse callado.
—¡Ya lo creo que sí! No obtiene ningún beneficio denunciándola. Acusará a Sigismond, pero no a Anielka. Puede confiar en que le estará agradecida, y seguro que es eso lo que sucede. No dirá nada, créame. Por lo demás, es lo que yo le he aconsejado que haga antes de que llegara la policía.
Aunque no tenía realmente ganas, Aldo se echó a reír y cerró los ojos apoyando la cabeza en el respaldo del asiento.
—Es usted impagable, Adal. Piensa en todo. En lo que a mí respecta, Anielka está convencida de que le he mentido porque vio a la señora Kledermann besarme, tras lo cual, Sigismond se encargó de exhibirme cuando estaba inconsciente en su cama. Y no quiere atender a razones.
—Ah, ahí está la última pieza de mi rompecabezas —dijo Adalbert con satisfacción—. Se lo dije: las muchachas bonitas son imprevisibles, pero cuando son esclavas sus reacciones son un ejemplo de poesía lírica. Y cuando las dominan los celos, se vuelven monstruos. Esta quizá merezca un poco de indulgencia; tratándose de un ser tan impulsivo el resultado ha sido un cúmulo de emociones contradictorias.
Aldo no contestó. Una súbita idea acababa de atravesarle la mente mientras Adal buscaba disculpas para Anielka; mientras había estado junto a ella, ni por un instante había pensado en pedir noticias de Romuald. Sólo Anielka, Vidal-Pellicorne y él conocían el lugar de la cita, y, a no ser que el infeliz hubiera sido descubierto por casualidad, quizás ella tuviera alguna responsabilidad en su desaparición. Y él, Morosini, acababa de comportarse como un perfecto egoísta.
—Hace un momento, pablaba de un rompecabezas completo, pero a mí me parece que falta una pieza importante: seguimos sin saber qué ha sido del hermano de Théobald.
Adalbert se dio una palmada en la frente.
—¡Por todos los dioses de Egipto! ¡Qué despiste! Claro que con todo lo que ha pasado esta noche puedo pedir que se tengan en cuenta las circunstancias atenuantes. Romuald ha aparecido. Esta noche, hacia las diez. Derrengado, molido, hambriento y empapado por haber hecho un viaje de vuelta en moto bajo la lluvia, pero vivo. Théobald y yo hemos llorado de alegría, y a estas horas el muchacho debe de estar durmiendo en la habitación de invitados después de dar buena cuenta de la copiosa cena que le ha preparado su hermano.
—¿Qué le pasó?
—Unos enmascarados se le echaron encima, lo ataron, lo sacaron de la barca y lo llevaron a otra que esperaba cerca, oculta entre unas cañas. Al llegar al centro del río, lo arrojaron al agua sin más. Por suerte, la corriente lo arrastró hacia un banco de arena donde quedó enganchado en las raíces de la vegetación. Estuvo allí hasta que una mujer lo encontró al amanecer, una ribereña que iba a retirar unas nasas de lucios. Lo llevó a su casa para que se recuperara y ahí es donde el cuento de hadas se transforma en vodeviclass="underline" una vez instalado en casa de «la Jeanne» el pobre Romuald tuvo todas las dificultades del mundo para salir. No es que la mujer fuese una criatura mala, sino que enseguida se enamoró apasionadamente de él; lo llamaba Moisés, era su náufrago y no quería ni oír hablar de separarse de él.
—No puedo creerlo.
—Como se lo cuento. ¡Encerrado con llave cuando su señora iba a hacer la compra, el pobre Romuald! El primer día no se dio cuenta porque realmente necesitaba recuperarse, pero después se percató de que había salido de una trampa para caer en otra. Para que no escapara, la mujer puso barrotes en las contraventanas, y colocaba atravesado delante de la puerta un colchón en el que dormía. ¿Se imagina el estado de ánimo del muchacho? Pensando, además, lo preocupados que debíamos estar nosotros. Se le ocurrió entonces fingir que estaba débil para que ella relajara la vigilancia y esta mañana, cuando ha vuelto del mercado, se ha abalanzado sobre ella, la ha atado sin apretar mucho para que pueda liberarse fácilmente, ha cerrado la puerta de la casa y ha huido corriendo para remontar el río. Afortunadamente, estaba en la orilla derecha y no demasiado lejos de su casa y su motocicleta. Ha recogido sus cosas, ha montado en el vehículo y ha venido a toda velocidad a París acompañado de una buena tormenta. No le niego que me siento mucho mejor desde que he vuelto a verle la cara.
—Yo también me alegro mucho. Habría sido muy injusto que él fuese la única víctima de esta estúpida historia. Creo que ahora me sentiré mejor.
—¿Qué piensa hacer?
—Volver a mi casa, por supuesto.
El coche, en el que flotaba un desagradable olor de humedad y de tabaco, estaba llegando a la puerta Maillot. Las potentes luces del Luna-Park, el famoso parque de atracciones popular, todavía brillaban, reflejadas en el suelo mojado como en el borde de un canal veneciano.
—Se lo confieso, amigo —continuó Morosini—, estoy impaciente por volver a ver mi laguna y mi casa. Lo que no significa que no tenga intención de moverme de allí. Esperaré noticias de Simon Aronov y el momento de partir para Inglaterra a fin de asistir a la venta del diamante. Debería venir a verme, Adal. Le gustaría mi casa y la cocina de mi vieja Celina.
—Su propuesta me tienta.
—No hay que resistirse nunca a la tentación. Ya sé que en verano hay demasiados turistas y recién casados, pero no tendrá que soportarlos. Además, la gracia de Venecia es tal que ningún oropel y ninguna multitud vulgar puede quitársela. Allí se está mejor que en ningún otro sitio para lamerse las heridas.
Morosini, olvidando un poco a su amigo, había pensado en voz alta. Cuando se dio cuenta, era demasiado tarde. Tras un silencio bastante largo, Adalbert preguntó con delicadeza:
—¿Tanto duele?
—Bastante, sí…, pero ya pasará.
Lo esperaba con toda su voluntad sin creerlo del todo. Sus males de amor no acababan nunca. Tal vez en ese mismo momento adoraría aún el recuerdo de Dianora si Anielka no lo hubiera borrado, pero ¿quién lo ayudaría a olvidar a Anielka?
Al llegar a casa de la señora Sommières, los dos hombres encontraron a la anciana dama en su invernadero, golpeando las baldosas con el bastón mientras caminaba arriba y abajo. Sentada en una esquina, en una silla baja, Marie-Angéline simulaba hacer punto sin articular palabra, aunque por el movimiento de sus labios era evidente que estaba rezando.
Cuando Aldo entró, su tía dejó escapar un suspiro de alivio y corrió a abrazarlo con un ímpetu que demostraba su ansiedad.
—¡Estás vivo! —susurró contra su cuello—. ¡Gracias a Dios!
Le temblaba la voz, pero, como no era una mujer dada a abandonarse mucho tiempo a las emociones, se rehízo enseguida. Se apartó de él y lo retuvo un momento con los brazos estirados.
—No estás muy destrozado —observó—. ¿Eso quiere decir que la joven está sana y salva?
—No ha estado nunca en peligro. En este momento se dirige tranquilamente a casa de su esposo.