La marquesa no hizo preguntas; se limitó a escrutar con atención el atractivo rostro triste y cansado.
—¿Y tú? —dijo—. ¿Te vas mañana o te quedas un poco más? Seguramente mi vieja morada no volverá a verte en mucho tiempo.
Una pequeñísima fisura en la voz. Una ínfima nota de melancolía que llegó a lo más sensible de Aldo. Esos días pasados juntos los habían acercado mucho el uno al otro. El príncipe le había tomado mucho cariño, y ahora fue él quien la abrazó, emocionado al percibir una fragilidad insospechada en aquella anciana indomable.
—He pasado demasiados buenos ratos aquí para no desear volver —dijo amablemente—. De todas formas nos veremos de nuevo muy pronto. Espero que no renuncie a su viaje de otoño a Venecia. Pero no venga antes de octubre. En septiembre tengo que ir a Inglaterra para ocuparme de un asunto importante —añadió, dirigiendo una mirada hacia Vidal-Pellicorne, que se había reunido con Marie-Angéline junto a la licorera—. Si Adalbert me acompaña a Venecia, como me ha dado a entender, vendré a abrazarla cuando pase a buscarlo.
Un ruido de cristales rotos indicó que la prima acababa de romper una copa y atrajo la atención hacia ella. Vieron entonces que se había puesto muy colorada, pero que sus ojos brillaban de un modo insólito.
—¡Qué torpe se está volviendo, Plan-Crépin! —rugió la marquesa, en el fondo encantada de que le brindara la oportunidad de dominar su emoción—. Esas copas pertenecían a la difunta Anna Deschamps y son irreemplazables. ¿Se puede saber qué le pasa?
—Lo siento muchísimo —dijo la culpable, aunque en realidad no parecía sentirlo en absoluto—, pero me temo que en septiembre estaremos ausentes. ¿No debemos responder a la invitación de lady Winchester para ir a la caza del zorro?
—¿Acaso está perdiendo el juicio? —repuso la marquesa—. ¿Ir a la caza del zorro? ¿Y qué más? ¿Qué quiere que haga a mi edad sobre un jamelgo? ¡Yo no soy esa loca de la duquesa de Uzès!
—Perdón, debo de haberme confundido. Puede que fuera la perdiz en Escocia, pero estoy segura: en septiembre tenemos que estar en el Reino Unido. Claro que eso no debe impedir al príncipe Aldo pasar por aquí. Podría ser divertido viajar juntos.
Esta vez la señora Sommières rompió a reír:
—¡Se le ve el plumero a una legua, hija mía! —dijo con un matiz afectuoso que todos advirtieron—. ¿Cree que Aldo tiene ganas de cargar con una vieja hecha cisco y una solterona un poco loca, por mucho que a usted le guste meterse en sus asuntos y corretear por los tejados en su compañía? Tendrá que conformarse con rezar por él. Y créame que le será muy útil.
Morosini se acercó a Marie-Angéline y tomó de sus manos la copa de coñac que ella acababa de servir con mano un tanto trémula.
—La ayuda ha sido demasiado inteligente y eficaz para ser desdeñada, tía Amélie, y siempre estaré agradecido a Marie-Angéline. Brindo por usted, prima —añadió con una sonrisa que aceleró el corazón de su antigua ayudante—. ¿Podemos saber lo que nos reserva el porvenir? Tal vez volvamos a correr más aventuras juntos. Le escribiré antes de partir. Pero ahora creo que me voy a descansar.
Cuando subió a su habitación, lo primero que hizo Aldo fue ir a bajar las persianas. No quería ver reflejarse en la vegetación del parque las luces de las ventanas de Anielka. Había que pasar esa página y cuanto antes se hiciera mejor. Después se sentó en la cama para consultar los horarios de trenes.
Sin embargo, si pensaba que su bonita aventura polaca había quedado atrás, se equivocaba.
Al día siguiente por la tarde, mientras terminaba de cerrar las maletas, Cyprien fue a anunciarle que sir Eric y lady Ferrals solicitaban hablar con él y lo esperaban en el salón.
—¡Señor! —exclamó Morosini—. ¿Ha osado cruzar la puerta de esta casa? Si tía Amélie se entera le ordenará que los eche a la calle.
—No creo que tenga intención de hacerlo. La señora marquesa ha recibido personalmente a sus visitantes. Y debo decir… que de mejor gana de lo que cabía esperar. Acaba de subir a su habitación, después de haberme ordenado que avise al príncipe.
—¿La señorita Plan-Crépin está con ella?
—N… no. Está dispensando ciertos cuidados a las petunias del invernadero, que presentan signos de fatiga desde esta mañana. Pero —se apresuró a añadir— me he ocupado de cerrar bien las puertas.
Aldo no pudo evitar echarse a reír. ¡Como si una puerta pudiera hacer algo contra la insondable curiosidad femenina! La discreción y el sentido de la dignidad prohibían a tía Amélie asistir a la visita, pero no le impedían dejar tras de sí los oídos atentos de su lectora. Y a esa misma curiosidad había obedecido al recibir al hombre al que tanto detestaba: tenía demasiadas ganas de contemplar con sus ojos a la joven que había hecho perder la cabeza a su «querido sobrino». ¿Quién podría reprochárselo? Después de todo, ésa era una de las formas del amor. Aldo bajó a reunirse con sus visitantes.
Lo esperaban en la salita, en la postura habitual de los matrimonios cuando están en el estudio de un fotógrafo: ella graciosamente sentada en un sillón, él de pie a su lado, con una mano apoyada en el respaldo del asiento y la cabeza orgullosamente erguida.
Morosini se inclinó sobre la mano de la joven y estrechó la de su marido.
—Hemos venido a despedirnos —dijo este— y a expresarle toda nuestra gratitud por la generosa ayuda que nos ha prestado en unas circunstancias tan penosas. Mi mujer y yo…
A Aldo no le gustaban los discursos y ese todavía menos.
—¡Por favor, sir Eric! —lo interrumpió—. No tienen por qué agradecerme nada. ¿Quién no estaría dispuesto a enfrentarse a ciertas dificultades por una joven en peligro? Y puesto que todo ha vuelto a la normalidad, ésa es mi mejor recompensa.
Sus ojos no se apartaban de los de Ferrals, evitando desviarse hacia Anielka para estar más seguro de conservar un dominio pleno de sí mismo. Una breve mirada le había bastado para constatar que estaba más encantadora que nunca con un vestido de crespón de China estampado en blanco y azul, y un estrecho turbante de la misma tela ciñendo su exquisita cabeza. La joven conservaba demasiado poder sobre él y Aldo no tenía ganas de ponerse a tartamudear como un colegial enamorado.
Pensaba que con esas palabras evitaría que se prolongara una visita más penosa que agradable, pero sir Eric tenía algo más que decir.
—Estoy convencido de ello. Sin embargo, quisiera que me permitiese materializar mi agradecimiento aceptando esto.
No cabía duda, lo que acababa de aparecer en su mano era el estuche del zafiro, y por un instante Morosini se sintió dividido entre la sorpresa y las ganas de reír.
—¿Me regala la Estrella Azul? ¡Pero eso es absurdo! Sé muy bien lo que esa piedra representa para usted.
—Había aceptado separarme de ella para recuperar a mi mujer y gracias a usted lo he conseguido. Sería tentar al diablo querer conservarlo todo, y puesto que he recuperado lo más precioso…
Ferrals tendía el estuche de piel a Aldo, pero este lo rechazó con un suave gesto que disimulaba maravillosamente bien el júbilo casi diabólico que lo invadía.
—Gracias, sir Eric, pero la intención me basta. Ya no quiero esa piedra.
—¿Cómo? ¿La rechaza?
—Pues sí. Un día me dijo que para usted el zafiro y la que entonces era su prometida eran inseparables. Nada ha cambiado desde entonces, y a lady Ferrals le sienta demasiado bien para que me pase siquiera por la mente la idea de querer otro destino para la piedra. Realmente están hechas la una para la otra —añadió con una ironía que fue el único en apreciar. Era delicioso darse el gusto de ofrecer una piedra falsa a una mujer a la que consideraba igual de falsa.