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El vendedor de cañones parecía confuso y Morosini acudió en su ayuda cambiando de tema:

—Para zanjar la triste historia que ha vivido, ¿me permite preguntarle si ha encontrado su coche y a su cuñado?

—El Rolls, sí. Estaba abandonado en la puerta Dauphine. Al cuñado, no; pero prefiero no hablar de eso para no entristecer a mi esposa y al conde Solmanski, que está muy afectado por la conducta de ese hijo descarriado. No he presentado denuncia y he conseguido que la prensa no se entere. Hemos recuperado a mi mujer y el rescate y capturado a los secuestradores, de modo que asunto resuelto. El nombre de Solmanski no será arrastrado por el fango. El conde regresa a Varsovia en los próximos días y nosotros nos vamos mañana a nuestro castillo de Devon, adonde él vendrá más adelante, cuando la herida de su orgullo haya empezado a cicatrizar.

Aldo se inclinó ante aquel hombre cuyo comportamiento resultaba decididamente incomprensible. Tenía que ser un santo o estar perdidamente enamorado de Anielka para actuar con tanta magnanimidad. Aquello merecía quitarse el sombrero.

—No puedo sino aprobar su decisión y desearles toda la felicidad del mundo.

—¿Regresará pronto a Venecia?

—Esta misma noche, y con una alegría que no soy capaz de expresar.

Anielka y él no habían intercambiado una sola palabra, ni siquiera sus miradas se habían cruzado, pero Aldo tomó de nuevo la mano que ella le tendía. Cuando se inclinó hacia ella, casi hasta tocarla con los labios, notó que la joven deslizaba un papel entre sus dedos.

Al cabo de un momento, la extraña pareja se marchó. Aldo subió a su habitación para desenrollar el mensaje y leerlo. Era muy breve: «Debo obedecer a mi padre y cumplir mi penitencia. Sin embargo, es a ti a quien quiero, aunque ¿podrás creerlo todavía?»

Durante unos instantes, su corazón latió más fuerte. De alegría quizá, y también animado por una vaga esperanza. Sin embargo, la desconfianza seguía ahí: veía a Anielka tendida en el canapé, la otra noche, mirando a Ferrals, sonriendo a Ferrals, aceptando a Ferrals…

Se metió el pequeño papel en el bolsillo y trató de no pensar más en él. Pero resultaba difícil. Las palabras danzaban en su cabeza, sobre todo las más bellas, las más mágicas: «… es a ti a quien quiero». Aquello duró horas, hasta resultar insoportable; quizá porque al pesar y al deseo reavivado se sumaba un poco de vergüenza: sir Eric había sido el juguete de una comedia bastante mala, y no lo merecía.

De modo que, cuando se encontró solo en el lujoso compartimento del Simplon-Orient-Express, que circulaba a toda velocidad a través de los campos borgoñones dormidos, Aldo bajó la ventanilla, sacó la única carta de amor de Anielka y la rompió en trocitos que el viento se llevó. Sólo después de hacerlo pudo dormir.

Tres meses más tarde, en la isla de los muertos…

Llevando una brazada de rosas en la proa, la góndola negra con leones alados se dirigía a la isla cementerio de San Michele. Sentado sobre los cojines de terciopelo de color amaranto, Aldo Morosini miraba aproximarse la muralla blanca, salpicada de pabellones, que rodeaba la masa oscura y densa de los grandes cipreses.

Todos los años, los príncipes de la familia iban a llevar flores a su capilla funeraria en honor de madonna Felicia, princesa Orsini, el día del aniversario de su muerte, y Aldo jamás dejaba de cumplir con ese rito, pero ese día el piadoso viaje adquiría un doble sentido gracias al mensaje que había recibido de un banquero de Zúrich una semana antes: «El 25 de este mes, hacia las diez de la mañana, en la isla de San Michele. S. A.» Apenas unas palabras, pero que habían aportado a Morosini un considerable alivio.

Un inexplicable silencio preocupaba a Aldo desde que había vuelto a su casa, hacía unos dos meses. No le había llegado ninguna noticia en respuesta a la comunicación de victoria enviada desde París, anunciando el éxito de su primera misión. Había temido enterarse de que una catástrofe hubiera puesto fin a la búsqueda del Cojo. Afortunadamente, no había sucedido nada.

El día se anunciaba hermoso. El pesado calor estival bajo el que Venecia se ahogaba todos los años estaba cediendo desde la gran tormenta que había estallado la noche anterior. La laguna se transformaba en satén y espejeaba bajo un sol ligero. Era una bella y apacible mañana, animada por el grito de las aves marinas. Guiada con fuerza y suavidad por Zian, la góndola —por nada del mundo Aldo habría ido en lancha motora a visitar a sus queridas princesas— apenas hendía el agua tranquila, y Morosini, viendo acercarse la ciudad de los muertos, tuvo una vez más la impresión de estar al final del mundo vivo, de navegar hacia una Jerusalén celeste, porque San Michele le recordaba un poco esos palacios blancos rebosantes de vegetación que, antes de la guerra, había admirado durante un inolvidable viaje a la India y que surgían de repente del espejo líquido de un hermoso lago, donde su reflejo aparecía con una claridad perfecta.

Cuando la embarcación llegó al pabellón con columnas, cuyos peldaños de mármol se sumergían en el agua, Aldo saltó a tierra, cogió el enorme ramo y entró en el cementerio, donde fue saludado familiarmente por el vigilante, al que conocía desde hacía mucho. Se adentró en una de las avenidas bordeadas de altos cipreses, donde todavía flotaba una ligera bruma. Alrededor, tumbas señaladas con cruces blancas, todas iguales pero abundantemente floridas. De vez en cuando, una aristocrática capilla cuyos ocupantes estaban seguros de que los dejarían tranquilos. Porque los habitantes de las tumbas estaban allí de paso; por falta de espacio —pese a la extensión del cementerio—, los restos humanos eran retirados al cabo de doce años para ser trasladados al osario.

A Aldo le gustaba San Michele; no le parecía triste. Todas esas pequeñas cruces blancas emergiendo de una masa de corolas de diferentes tonalidades parecían un parterre sobre el que hubiera nevado.

El cementerio estaba vacío; sólo se veía a una anciana de luto riguroso inclinada sobre una de las sepulturas, con un rosario de boj entre las manos, absorta en su plegaria. Hasta que no llegó a la capilla familiar, no vio al sacerdote, o al hombre que por un instante creyó que lo era. El largo hábito negro, un poco flotante, y el tocado redondo podían pertenecer a varias Iglesias de Oriente, al igual que la barba unida a los largos cabellos, pero enseguida se dio cuenta de que ya había visto esas hermosas manos y el poderoso bastón de ébano en el que se apoyaban. De pie antela puerta de bronce, el visitante, con la cabeza inclinada, parecía concentrado en una profunda reflexión. Aldo esperó un momento; estaba seguro de que, detrás de las gafas de cristales ahumados que ocultaban la parte superior del rostro, se refugiaba un ojo único de un azul tan profundo como el del zafiro, y de que Simon Aronov se hallaba ante él.

De pronto, este dijo, sin siquiera volverse:

—Perdone mi silencio. Temo que lo haya preocupado, pero estaba bastante lejos. Además, quería que esta vez nos encontráramos aquí, en Venecia, y ante esta tumba, a fin de rendir homenaje a la que fue la última víctima de la piedra azul. Deseaba venir a arrodillarme sobre las cenizas de una gran dama y rezar. Ante el Todopoderoso —añadió, con la sombra de una sonrisa—, las oraciones, sea cual sea la lengua en que se pronuncien, no tienen otro valor que su sinceridad.

Por toda respuesta, Aldo sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta del panteón.

—Pase —dijo.

Aunque estaba perfectamente cuidado, el interior de la capilla olía a flores marchitas, a cera fría y, sobre todo, a humedad, pero en aquel medio casi acuático ningún veneciano prestaba atención a eso. Morosini señaló el banco de mármol situado frente al altar y propicio a las meditaciones. El Cojo se sentó mientras él depositaba las rosas en una jardinera.

—¿Trae flores a menudo a esta tumba? —preguntó Aronov.