—Bastante a menudo, sí, pero hoy no son para mi madre. La suerte ha querido que me citara el día del aniversario de la muerte de Felicia Orsini, condesa Morosini, que durante toda su existencia luchó por sus convicciones y para vengar a su esposo, fusilado en el Arsenal por los austríacos. Si tuviéramos tiempo, le contaría su vida; le gustaría. Pero no ha venido para escuchar la historia de mi familia. Aquí tiene lo que le anuncié.
Le tendió el estuche de piel azul y Aronov esperó un poco antes de abrirlo. Una lágrima escapó de sus ojos.
—¡Después de tantos siglos! —murmuró—. Gracias… ¿Me hará el honor de sentarse un momento a mi lado?
Durante un rato que le pareció muy largo, Aldo miró los largos dedos acariciar el sedoso tafilete hasta que por fin desapareció entre los pliegues del hábito negro. En su lugar surgió un paquetito envuelto en seda púrpura con hilos de oro. La voz lenta y cálida del Cojo sonó de nuevo:
—Hablar de dinero aquí sería un sacrilegio —dijo—. A estas horas, mis banqueros deben de estar solventando la cuestión con su tesorería. Esto…, y espero que lo acepte…, es una ofrenda personal para los manes de una princesa cristiana.
Al mismo tiempo, retiró la tela tornasolada para mostrar un relicario de marfil de una factura admirable, que el ojo experto del príncipe anticuario atribuyó sin vacilar al siglo VI bizantino.
A través de las paredes caladas, se podía ver que estaba forrado de oro y que en el centro reposaba un estrecho estuche de cristal que contenía algo semejante a una aguja de color pardo.
—Pertenecía a la capilla privada de la última emperatriz de Bizancio en el palacio de Blanchernes —dijo Aronov—. Es una espina de la corona de Cristo…, al menos eso se ha creído siempre y yo también quiero creerlo —añadió, con una sonrisa de disculpa que Aldo comprendió: había tantas reliquias en Bizancio que resultaba difícil garantizar en todos los casos su autenticidad. No obstante, eso no restaba valor al obsequio.
—¿Y me lo da? —dijo Morosini, con la garganta repentinamente seca.
—A usted no. A ella. Y veo allí un tabernáculo de mármol donde mi humilde homenaje encontrará el lugar que le corresponde. Tal vez apacigüe el alma inquieta de su madre, Eso es lo que nosotros decimos que pasa cuando se ha sido víctima de un asesinato.
Aldo asintió con la cabeza, cogió el relicario y lo depositó piadosamente en el interior del tabernáculo, ante el cual se arrodilló un instante antes de cerrarlo y de retirar la llave. Después volvió junto a su visitante.
—Esperaba poder apaciguarla yo mismo —suspiró con amargura—, pero el criminal continúa con vida. Sin embargo, tengo algunas dudas desde que conocí al último propietario del zafiro.
—¿El conde Solmanski…, o el hombre que se hace llamar así?
—¿Lo conoce?
—Sí, desde luego. Y me enteré de muchas cosas leyendo los periódicos parisienses del mes de mayo. Publicaron una excelente fotografía de la joven novia secuestrada la noche de su boda y otra de… su padre.
—¿Acaso no lo es?
—Eso no lo sé, pero de lo que estoy seguro es de que el nombre anunciado no es el suyo. El verdadero Solmanski desapareció en Siberia hace muchos años. Fue deportado por conspiración contra el zar y debió de morir allí, aunque no conseguí saber qué había sido de él. Pero su sustituto…, Ortschakoff es su verdadero nombre…, debe de estar al corriente de la suerte que corrió el verdadero Solmanski para haberse atrevido a instalarse en Varsovia, en el palacio del que sin duda fue su víctima. Como muchos otros, entre los que le gustaría que yo estuviera.
—¿Es enemigo suyo?
—Lo es del pueblo judío. Por una razón que desconozco, juró que lo destruiría, y puedo decirle que participó en varios pogromos. Ya entonces buscaba el pectoral, cuya leyenda conocía, y me buscaba a mí. Por eso vivo discretamente y con un nombre falso.
—¿Usted también…?
—Sí. No me llamo Aronov, pero mi verdadero nombre no le diría nada. Y fíjese en lo curiosas que son las cosas: durante años no hemos sabido nada el uno del otro; tuve que cometer la imprudencia de ponerme en contacto con usted para que el velo se alzara y la pista apareciera de nuevo. Los dos queríamos el zafiro: él lo robó, o hizo que lo robaran, lo que significa que cuenta con cómplices aquí y sobre todo en el servicio de correos de Venecia; hice mal en enviar un telegrama. Ese papel azul lo desencadenó todo… para desembocar en la muerte del pobre Amschel. Pese a todo, no me arrepiento de nada; nunca es bueno moverse entre la bruma.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Continuar, claro—. Mi tarea se ha vuelto todavía más urgente. Pero me despierta ciertos escrúpulos arrastrarlo conmigo.
—¿Por qué? Usted me advirtió que sería peligroso.
—Es cierto. Le hablé de esa orden negra que está naciendo, y es posible que Ortschakoff forme parte de ella. Sin embargo, tal como están actualmente las cosas, el peligro no lo amenaza demasiado aunque Solmanski…, llamémoslo así por la comodidad…, lo conozca personalmente. Es normal que usted busque un bien que es suyo; mientras él crea que el zafiro está en manos de su hija, usted no tendrá nada que temer. Fue un gesto de gran señor, pero fue sobre todo muy hábil por su parte, fingir que abandonaba la lucha dejando la joya en casa de Ferrals.
—¿Sabe todo eso?
—Sí. Vi a Adalbert hace poco y me lo contó todo.
Aronov hizo una pausa y Aldo se preguntó si habría sido informado de sus relaciones pasionales con Anielka, pero, como no hizo ninguna alusión a ellas al tomar de nuevo la palabra, el príncipe llegó a la conclusión de que Adalbert había sido discreto. A no ser que el Cojo fuera particularmente delicado.
—Sobre quien pesa ahora la amenaza es sobre ese desdichado inglés. Un día u otro Solmanski querrá recuperar la piedra, y cuando llegue ese momento su yerno perderá la vida. Pero volvamos a usted. Para ese canalla, usted ya no tiene ningún interés; usted ha vuelto a su casa y, como él desconoce los acuerdos que nos unen, ya ha salido del circuito infernal. En cambio, si lo encuentra de nuevo en su camino en busca de las otras piedras, se dará cuenta de que trabaja para mí y entonces sí que correrá el máximo peligro. Por eso siento los suficientes escrúpulos para proponerle que rompamos nuestro pacto.
Morosini ni siquiera lo dudó.
—Yo nunca me vuelvo atrás cuando he dado mi palabra, de modo que sus escrúpulos llegan tarde. Además, ¿no hizo referencia a otra leyenda, según la cual yo soy el elegido, el valiente caballero encargado por el destino de conquistar el Grial? —dijo con una sonrisa impertinente—. Tranquilícese, sé defenderme —añadió, más serio—, y Adalbert y yo formamos una excelente pareja.
—Eso también lo sé… No obstante, puede pensárselo.
—Ya está todo pensado. ¿Por qué quiere que vuelva a llevar una vida apacible de comerciante, cuando usted me ofrece una aventura apasionante? Mejor dígame cuándo tendrá lugar la venta del diamante del Temerario. Si no me equivoco, en septiembre, ¿no?
—Algo más tarde. La campaña de prensa empezará en Londres la última semana de septiembre, pero, dada la importancia histórica de la joya, la noticia se extenderá por la Europa occidental. La sesión está prevista para el miércoles 4 de octubre en Sotheby's.
—Para mí es una fecha perfecta. Con independencia del diamante, partiré para Inglaterra en esa época para asistir en Escocia a los funerales de un viejo amigo. Murió en Egipto el pasado mayo…
—¿Se refiere a lord Killrenan, que fue asesinado a bordo de su barco?
—Sí. Lo encontraron estrangulado en su cama, sus aposentos habían sido registrados de arriba abajo y le habían robado, pero la policía egipcia todavía no ha logrado capturar al asesino. Así que, después de un montón de trámites administrativos, el cuerpo no será repatriado hasta septiembre. Por nada del mundo faltaría al entierro.