Después de haberse asegurado de que la puerta estaba cerrada, Morosini se acercó a la cabecera de la cama, buscó el corazón de una flor en el interior de una de las columnas de madera esculpida que sostenía el baldaquín y presionó. La mitad del soporte pintado y dorado giró sobre unos goznes invisibles y dejó a la vista la cavidad donde la princesa Isabelle guardaba, dentro de una bolsita de piel de gamuza, el magnífico zafiro en forma de estrella montado en un colgante. Nunca había conseguido resignarse a depositarlo en un banco.
La cama había ido con ella desde Francia a Venecia. Desde hacía más de dos siglos, llegada la ocasión, constituía un escondite perfecto, a la vez cómodo y discreto, para esa joya real. Así había pasado la Revolución sin que nadie sospechara su presencia.
Tanto por piedad filial como por el placer de tenerla siempre a mano, Isabelle la conservaba allí. No se la ponía, pues la piedra le parecía demasiado grande y pesada para su fino cuello. En cambio, le gustaba tenerla entre las manos para tratar de recuperar el calor de esas otras manos desaparecidas que la habían acariciado, incluidas las del rey bárbaro de cabellos lacios cuya diadema adornaba.
Al abrir la columna, la bolsita prácticamente caía por sí sola, pero en esta ocasión no fue así: el escondrijo estaba vacío.
A Morosini le dio un vuelco el corazón mientras sus largos dedos registraban la cavidad, pero no encontró nada y se dejó caer sobre la cama con la frente impregnada de sudor. ¿Dónde estaba el zafiro? ¿Había sido vendido? No, eso era impensable. Massaria lo habría sabido, y había sido categórico al respecto: la piedra continuaba en el palacio. ¿Qué había ocurrido entonces? ¿Acaso había considerado su madre oportuno cambiarla de sitio? ¿Había preferido quizás otro escondrijo?
Escéptico, procedió a realizar un registro rápido de los diferentes muebles, ninguno de los cuales ofrecía la seguridad del antiguo escondite, practicado por un experto ebanista. No encontró nada y regresó hacia la cama para examinarla a fondo. Se le había ocurrido que, al sentir la cercanía de la muerte, tal vez su madre había querido tener la piedra por última vez entre las manos y, débil como estaba, se le había caído.
Apartó las mesillas de noche, tiró de la cama para apartarla de la pared, se arrodilló y se tumbó sobre la alfombra para explorar la zona que quedaba debajo del mueble, tan pesado que no debían de haberlo desplazado desde que fue instalado allí.
Cuando tuvo la nariz a ras del suelo, el olor dulzón que había notado al entrar en la habitación se acentuó. Entonces vio un objeto que podía ser la bolsa de piel e introdujo el brazo hasta el hombro, pero lo que sacó fue un ratón muerto, y se disponía a soltarlo con asco cuando algo le llamó la atención: el pequeño cuerpo estaba rígido, casi acartonado, pero la boca aún retenía un bocado rojizo que Aldo identificó de inmediato. Era un trozo de uno de los dulces de frambuesa que a su madre le encantaban y que le enviaban de Francia. Siempre tenía unos cuantos en la bombonera de Sèvres que estaba sobre su mesita de noche. Morosini levantó la tapa de porcelana dorada: la caja estaba medio llena.
A Aldo también le gustaban mucho esas golosinas que habían endulzado su infancia. Cogió una con la intención de comérsela, pero cuando lo hacía su mirada se topó con el cadáver del ratón. Una idea ridícula lo asaltó e interrumpió el gesto. Era una idea absurda, demencial, pero, cuanto más intentaba desterrarla de su mente, más nítida se hacía. Tratándose de idiota, se acercó de nuevo el dulce a los labios, pero, como si una mano invisible le hubiera asido el brazo, se detuvo de nuevo.
—Debo de estar volviéndome loco —masculló, aunque ya sabía que no se comería esa golosina repentinamente sospechosa.
Se acercó a un secreter de marquetería, cogió un sobre, depositó en su interior el ratón, el trocito y la frambuesa intacta, se lo guardó en el bolsillo, fue a buscar un abrigo y bajó la escalera mientras informaba a Zaccaria que tenía que salir.
—¿Y la comida? —protestó Celina, apareciendo como por arte de magia.
—Todavía no son las doce y acabaré enseguida. Voy a la farmacia.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? Dio mio, ya me lo parecía a mí.
—No, no estoy enfermo. Simplemente tengo ganas de saludar a Franco.
—Ah, bueno, si es eso, entonces tráeme calomelanos.
Admirando el espíritu práctico de su cocinera, Morosini salió del palacio por una puerta trasera y, a pie, llegó rápidamente al Campo Santa Margherita, donde Franco Guardini tenía su establecimiento. Era su amigo más antiguo. Habían hecho juntos la primera comunión, después de haber leído al alimón, balbuceando, los grandes principios de la Iglesia en los bancos donde impartían la catequesis.
Hijo de un médico de Venecia muy reputado, Guardini debería haber seguido los pasos de su padre en lugar de hacerse tendero, como aquél, indignado y un tanto despreciativo, le había espetado un día en la cara. Sin embargo, Franco, amante de la química y la botánica, mientras que los cuerpos de sus semejantes le inspiraban una repugnancia a duras penas disimulada, no había cedido ni siquiera cuando el profesor Guardini, cual un ángel exterminador barbudo, lo había echado de casa tras un altercado bastante fuerte. Y gracias a la princesa Isabelle, que apreciaba a aquel muchacho serio y reflexivo, Franco había podido proseguir sus estudios hasta que la muerte de su irascible padre le permitió entrar en posesión de una amplia fortuna. Devolvió entonces hasta la última lira, pero el agradecimiento que sentía hacia su benefactora rayaba en la veneración.
Recibió a Morosini con la lenta sonrisa que, en su caso, indicaba una inmensa alegría, le estrechó la mano, le dio unas palmadas en el hombro, se interesó por su salud y, acto seguido, como si lo hubiera visto el día antes, le preguntó qué podía hacer por él.
—¿La idea de que pueda tener ganas de verte ni siquiera te pasa por la mente? —repuso Aldo, riendo—. De todas formas, si quieres que hablemos, vamos a tu despacho.
Con un ademán de la cabeza, el farmacéutico invitó a su amigo a acompañarlo y abrió una puerta practicada en el artesonado antiguo de su establecimiento. Apareció una estancia reducida a la mitad por las estanterías que cubrían sus paredes. En el centro, un pequeño escritorio flanqueado por dos asientos. Todo en un orden impresionante.
—Te escucho. Te conozco demasiado bien para no darme cuenta de que estás preocupado.
—No es nada de particular… Bueno, sí que lo es, y me pregunto si no vas a tomarme por loco —dijo Morosini, suspirando, mientras sacaba el sobre y lo dejaba delante de él, sobre la mesa.
—¿Qué es?
—Míralo tú mismo. Quisiera que lo analizaras.
—¿Dónde estaba?
—En la habitación de mi madre, debajo de la cama. Te confieso que encontrar ese animalucho muerto, con un trozo de los dulces de fruta que a ella le gustaban en la boca, me ha producido una sensación un poco extraña. Soy incapaz de decir qué he sentido exactamente, pero una cosa es cierta: cuando iba a comerme uno de los dulces que había en la caja, algo me lo ha impedido.
Sin hacer ningún comentario, Franco cogió el sobre con su contenido y pasó a la habitación contigua, su laboratorio privado, donde investigaba y hacía experimentos que no siempre estaban relacionados con la farmacia. Morosini había ido muchas veces a esa sala que él llamaba «la cueva del brujo» y donde había salido en defensa de los ratones y las cobayas que su amigo tenía para llevar a cabo sus experimentos, pero esta vez no protestó cuando el farmacéutico fue a buscar a uno de sus huéspedes, lo puso sobre una mesa y encendió una potente lámpara. Luego, con ayuda de unas pinzas minúsculas, hizo comer al ratón el fragmento encontrado bajo la cama. El animalito engulló la golosina con un placer manifiesto, pero unos minutos más tarde expiró, aparentemente sin sufrir. Franco miró por encima de las gafas a su amigo, que se había quedado de pronto más blanco que su camisa.