El comisario jefe le preguntó a Harry cuál creía él que podría ser el móvil de Tom Waaler para, supuestamente, matar a Ellen Gjelten.
Harry le contestó que Ellen tenía información peligrosa. La misma noche que la asesinaron, le dejó a Harry un mensaje en el contestador diciendo que sabía quién era el Príncipe, el cerebro tras la importación ilegal de armas, el responsable de que los delincuentes de Oslo anduviesen de pronto armados hasta los dientes con armas cortas profesionales.
– Por desgracia, cuando le devolví la llamada era demasiado tarde -confesó Harry intentando leer la expresión en la cara del jefe de la Policía Judicial.
– ¿Y Sverre Olsen? -preguntó el comisario jefe.
– Cuando dimos con él, el Príncipe lo mató para que no delatara al hombre que estaba tras el asesinato de Ellen.
– ¿Y dijiste que el Príncipe es…?
Harry repitió el nombre de Tom Waaler y el comisario jefe asintió con la cabeza sin hablar, antes de concluir:
– Eso quiere decir que es uno de los nuestros. Uno de nuestros comisarios más respetados.
Durante los diez segundos siguientes, Harry tuvo la sensación de hallarse en un vacío, ni un gramo de aire, ningún sonido. Era consciente de que su carrera policial podría terminar allí y en aquel mismo momento.
– Muy bien, Hole. Me entrevistaré con ese testigo tuyo antes de decidir lo que vamos a hacer a partir de ahora. -El jefe de la Policía Judicial se puso de pie-. Y supongo que comprendes que, de momento, esto tiene que quedar entre tú y yo.
– ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?
Harry se sobresaltó al oír la voz del taxista. Había estado a punto de dormirse.
– Ya nos vamos -dijo echando un último vistazo al chalé de vigas de madera.
Bajaban por la calle Kirkeveien, cuando sonó el móvil. Era Beate.
– Creemos haber encontrado el arma -dijo-. Y tenías razón. Es una pistola.
– En ese caso, bien por los dos.
– Bueno, no era tan difícil de encontrar. Estaba en el cubo de la basura, debajo del fregadero.
– ¿Marca y número de serie?
– Una Glock 23. El número está lijado.
– ¿Y las marcas del lijado?
– Si quieres saber si son las mismas que las que encontramos en las demás armas cortas que hemos confiscado en Oslo últimamente, la respuesta es sí.
– Comprendo -Harry se cambió el móvil a la mano izquierda-. Lo que no comprendo es por qué me llamas para contarme lodo esto. No es asunto mío.
– Yo no estaría tan segura de ello, Harry. Møller ha dicho…
– ¡Møller y todo el puto Cuerpo de Policía de Oslo pueden irse a la mierda!
El propio Harry se asustó de la estridencia de su voz. Vio en el espejo retrovisor que el taxista enarcaba las cejas.
– Sorry, Beate. Es que… ¿Sigues ahí?
– Sí.
– Ahora mismo estoy un poco fuera de combate.
– Esto puede esperar.
– ¿El qué?
– No hay prisa.
– Venga.
Beate dejó escapar un suspiro.
– Pues, ¿te diste cuenta de la hinchazón que tenía Camilla Loen justo encima del párpado?
– Claro.
– Yo pensé que el asesino la habría golpeado o que se dio ahí al caer. Pero resultó que no era una hinchazón.
– ¿Ah, no?
– El forense apretó el bulto. Estaba duro como una piedra, así que metió el dedo por debajo del párpado y, ¿sabes lo que encontró encima del globo ocular?
– Pues… -dijo Harry-. Pues no…
– Una pequeña gema roja tallada en forma de estrella. Creemos que es un diamante. ¿Qué me dices a eso?
Harry tomó aire y miró el reloj. Aún faltaban tres horas para que dejasen de servir en el Sofie.
– Que no es asunto mío -respondió antes de apagar el teléfono.
6
Viernes. Agua
Hay sequía, pero yo he visto al policía salir de debajo del agua.
Agua para los sedientos. Agua de lluvia, agua de río, agua de feto.
Él no me vio a mí. Se fue tambaleándose por la calle Ullevålsveien, donde intentaba parar un taxi. Nadie quería llevarlo. Como uno de los espíritus inquietos que pasean por la orilla del río y que el tipo del trasbordador no quiere llevar al otro lado. Yo sé en parte lo que se siente. Al verse ultrajado por aquéllos a quienes has dado de comer. Al verse rechazado cuando uno necesita ayuda, por una vez. Al descubrir que te escupen y que tú no tienes a nadie a quien escupir. Al comprender poco a poco lo que uno debe hacer. Lo paradójico es, naturalmente, que al taxista que se apiada de ti, le cortas el cuello.
7
Martes. Despido
Harry se fue hacia el fondo de la tienda, abrió la puerta de cristal del frigorífico donde estaba la leche y se inclinó hacia el interior. Se subió la camiseta sudada, cerró los ojos y sintió en la piel el aire refrescante.
Habían dicho que tendrían una noche tropical y los pocos clientes que había en el establecimiento habían ido a buscar comida para barbacoa, cervezas y refrescos.
Harry la reconoció por el color del pelo. Estaba de espaldas a él, en la sección de la carne. El ancho trasero rellenaba perfectamente los vaqueros. Cuando se dio la vuelta, vio que llevaba un top con una cebra en el centro, aunque igual de ajustado que el de leopardo. Vibeke Knutsen cambió de opinión, dejó los filetes empaquetados, empujó el carro de la compra hasta el arcón frigorífico y sacó dos paquetes de filetes de bacalao.
Harry se bajó la camiseta y cerró la puerta de cristal. No iba a comprar leche. Ni carne, ni bacalao. A decir verdad, quería lo mínimo indispensable, sólo algo para comer. No por el hambre, sino por su estómago. Su estómago se había rebelado la noche anterior. Sabía por experiencia que si no comía algo sólido ahora, no podría retener, ni una gota de alcohol. En su carro de la compra había un pan integral y una bolsa del Vinmonopolef [1] que había al otro lado de la calle.
Lo completó con medio pollo y un paquete de seis cervezas Hansa y caminó errante junto al mostrador de la fruta antes de aterrizar en la cola de la caja justo detrás de Vibeke Knutsen. No lo había planeado, pero quizá tampoco fuese pura casualidad.
La mujer se dio media vuelta y, aunque no lo vio, arrugó la nariz como si oliera mal, algo que Harry no podía descartar. Vibeke Knutsen le pidió a la cajera dos paquetes de cigarrillos Prince Mild.
– Creía que intentabais mantener un espacio libre de humo.
Vibeke se dio la vuelta y lo miró sorprendida. Le dedicó tres sonrisas diferentes. Primero una rápida, automática. Luego, una de reconocimiento. Finalmente y después de pagar su compra, una llena de curiosidad.
– Y por lo que veo, tú vas a dar una fiesta en casa.
La mujer metió la compra en una bolsa de plástico.
– Algo así -murmuró Harry devolviéndole la sonrisa.
Ella inclinó la cabeza levemente. Las rayas de cebra se movían.
– ¿Muchos invitados?
– Varios. Todos sin invitación.
La cajera le entregó el cambio a Harry, pero éste señaló con la cabeza a la caja de monedas del Ejército de Salvación.