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Pero lo que vino fue el murmullo.

Aguzó el oído.

¿Qué estarían murmurando?

¿Cuáles serían sus planes?

Hablaban en clave.

Se sentó en la cama. Apoyó la cabeza en la pared y notó el trazado de la estrella del diablo contra el cuero cabelludo.

Miró el reloj. El día no tardaría en llegar.

Se levantó y salió al pasillo. Buscó en la chaqueta y encontró el último cigarrillo. Lo partió por el extremo y lo encendió. Sentado en el sillón de orejas de la salita, se dispuso a aguardar la llegada del día.

La luz de la luna entraba en la habitación.

Pensó en Tom Waaler y en su mirada a la eternidad. Y en el hombre con el que habló en Gamlebyen, después de la conversación con Waaler en la terraza de la cantina. Resultó fácil dar con él, porque había mantenido el apodo y todavía seguía trabajando en el quiosco familiar.

– ¿Tom Brun? -respondió el hombre desde el otro lado del mostrador astillado al tiempo que se pasaba la mano por el cabello grasiento-. Sí, lo recuerdo. Pobre hombre. Su padre lo mataba a palizas. Era albañil, pero estaba en el paro. Bebía. ¿Amigos? No, yo no era amigo de Tom Brun. Sí, a mí me llamaban Solo. ¿En Interrail?

El hombre se rió.

– Nunca he ido en tren más allá de Moss -explicó-. Y no creo que Tom Brun tuviera muchos amigos. Lo recuerdo como un tío amable, uno de los que ayudaban a las señoras mayores a cruzar la calle, un poco buenazo. Pero, en realidad, un tío raro. Por cierto que circularon algunos rumores en relación con la muerte de su padre. Un accidente muy extraño.

Harry pasó el dedo anular por la superficie lisa de la mesa. Notó unas partículas diminutas que se le adherían a la piel. Sabía que era el polvo amarillo del cincel. En el contestador parpadeaba la luz roja. Periodistas, probablemente. Empezarían al día siguiente. Harry se llevó la yema del dedo a la lengua. Sabía amargo. A cemento. Ya lo había pensado, que procedía de la pared de cemento que había encima de la puerta del 406, de cuando Willy Barli talló la estrella del diablo. Harry chasqueó la lengua. De ser así, el albañil debió de utilizar una mezcla muy rara, porque también sabía diferente. No tenía un sabor metálico. Sabía a huevos.

Jo Nesbø

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