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– Supongo que podrás echarlos, ¿no? -La sonrisa se reflejaba ya en sus ojos.

– Bueno. Precisamente estos invitados no se dejan ahuyentar tan fácilmente.

Las botellas de Jim Beam tintinearon alegremente contra las cervezas cuando levantó las bolsas.

– Ah… ¿Viejos amigos de juerga?

Harry la miró. Parecía saber de qué hablaba. Le resultó más extraño aún que fuera pareja de un tipo tan serio. O mejor dicho, que un tipo tan serio la tuviese a ella por pareja.

– No tengo amigos -aseguró Harry.

– Una dama, entonces. ¿De las pesadas?

Fue a sujetarle la puerta, pero era de esas automáticas. Al fin y al cabo, sólo había estado en aquella tienda unas doscientas veces… Se quedaron en la acera, el uno frente al otro.

Harry no sabía qué decir. Quizá por eso lo dijo:

– Tres damas. A veces se van, si bebo lo suficiente.

– ¿Qué?

Vibeke se hizo sombra con la mano y lo miró.

– Nada. Sorry. Estaba pensando en voz alta. Es decir, no pienso… pero lo hago en voz alta. Parlotear, creo que se llama. Yo…

No entendía por qué la mujer seguía allí.

– Han estado subiendo y bajando nuestras escaleras todo el fin de semana -dijo ella al cabo de unos segundos.

– ¿Quién?

– La policía.

Harry asimiló lentamente la información de que había pasado un fin de semana desde que estuvo en el apartamento de Camilla Loen. Intentó ver su imagen reflejada en la ventana de la tienda. ¿Todo el fin de semana? ¿Qué pinta tendría ahora?

– No nos queréis revelar nada -dijo ella-. Y los periódicos dicen que no tenéis pistas. ¿Es verdad?

– No es mi caso -dijo Harry.

– Vale -Vibeke Knutsen asintió con la cabeza. Y empezó a sonreír.

– ¿Y sabes qué?

– ¿Qué?

– Supongo que está bien así.

Transcurrieron un par de segundos, hasta que Harry se dio cuenta de lo que quería decir. Y se echó a reír. Hasta que la risa se convirtió en una tos muy fea.

– Es raro que no te haya visto antes en esta tienda -dijo cuando recuperó el aliento.

Vibeke se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? A lo mejor volvemos a vernos pronto.

Le sonrió radiante y echó a andar. Las bolsas de plástico se meneaban de un lado a otro al ritmo del trasero. «Tú y yo somos animales en África.» Harry lo pensó tan alto que, por un instante, temió haberlo dicho.

Había un hombre sentado en la escalera delante de la puerta de la calle Sofie con la chaqueta echada por los hombros y apretándose el estómago con la mano. Tenía la camisa manchada de negros cercos de sudor en el pecho y en las axilas. Cuando vio a Harry, se levantó.

Harry tomó aire y se armó de valor. Era Bjarne Møller.

– Dios mío, Harry.

– Dios mío, jefe.

– ¿Sabes la pinta que tienes?

Harry sacó las llaves.

– ¿Como si no estuviera bien entrenado?

– Se te ordenó participar en la investigación del caso de asesinato durante el fin de semana y nadie te ha visto el pelo. Y hoy ni siquiera has ido a trabajar.

– Me quedé dormido, jefe. Y no está tan lejos de la verdad como tú crees.

– Ajá. ¿Quizá también estuviste dormido las semanas anteriores a este viernes durante las cuales no apareciste?

– Bueno. Las nubes se dispersaron después de la primera semana, así que llamé al trabajo. Pero me dijeron que alguien me había puesto en la lista de vacaciones. Pensé que serías tú.

Harry entró en el portal con paso enérgico y con Møller pisándole los talones.

– Tuve que hacerlo -suspiró sin dejar de apretarse el estómago con la mano-. ¡Cuatro semanas, Harry!

– Bueno, una millonésima de segundo en el universo…

– ¡Y ni una palabra sobre dónde has estado!

Harry guió la llave laboriosamente dentro de la cerradura.

– Eso viene ahora, jefe.

– ¿El qué?

– Una palabra sobre dónde he estado: aquí.

Harry empujó la puerta del apartamento y enseguida sintieron la bofetada de un olor agridulce a basura revenida, cerveza y colillas.

– ¿Te habrías sentido mejor sabiéndolo?

Harry entró y Møller lo siguió con paso vacilante.

– No tienes que quitarte los zapatos, jefe -le gritó Harry desde la cocina.

Møller alzó la vista al cielo con los ojos en blanco y cruzó el salón intentando no pisar las botellas vacías, los platos llenos de colillas y los discos de vinilo.

– ¿Te has pasado aquí cuatro semanas bebiendo, Harry?

– Con algunas pausas, jefe. Algunas pausas largas. Estoy de vacaciones, ¿verdad? La semana pasada no pude probar ni una gota.

– Tengo malas noticias, Harry -gritó Møller soltando el pasador de la ventana y empujando el marco febrilmente. Al tercer empujón, la ventana se abrió por fin. Con un gemido, Møller se desabrochó el cinturón y el primer botón del pantalón. Cuando se dio la vuelta, Harry estaba en el umbral de la puerta del salón con una botella de whisky abierta en la mano.

– ¿Cómo de malas? -Harry miró el cinturón aflojado de su jefe-. ¿Me vas a azotar? ¿O me vas a violar?

– Digestión lenta -explicó Møller.

– Ya -Harry olió la boca de la botella -. Una expresión curiosa ésa de «digestión lenta». Yo también he tenido problemas estomacales, así que he leído sobre el tema. La digestión puede durar de doce a veinticuatro horas. En todo el mundo. En cualquier caso. No es que tus intestinos necesiten más tiempo, es sólo que duelen más.

– Harry…

– ¿Una copa, jefe? A no ser que la quieras limpia.

– He venido a decirte que se acabó, Harry.

– ¿Vas a romper conmigo?

– ¡Basta ya!

Møller dio en la mesa tal puñetazo que hizo saltar las botellas, y se hundió en un sillón orejero de color verde. Se pasó la mano por la cara.

– He arriesgado mi puesto para salvarte demasiadas veces, Harry. Hay personas en mi vida que significan para mí más que tú, personas a las que debo mantener. Se acabó, Harry. No puedo ayudarte más.

– Vale.

Harry se sentó en el sofá y llenó uno de los vasos.

– Nadie te ha pedido que me ayudes, jefe, pero gracias de todos modos. Por el tiempo que duró. Salud.

Møller aspiró profundamente y cerró los ojos.

– ¿Sabes qué, Harry? A veces eres el gilipollas más arrogante, egoísta y estúpido del mundo.

Harry se encogió de hombros y apuró el vaso de un trago.

– He redactado tu carta de despido -dijo Møller.

Harry dejó el vaso y volvió a llenarlo.

– Está en la mesa del jefe de la Policía Judicial. Lo único que le falta es su firma. ¿Comprendes lo que eso significa, Harry?

Harry asintió.

– ¿Estás seguro de no querer un traguito antes de irte, jefe?

Møller se levantó. En el umbral de la puerta del salón se dio la vuelta.

– No te imaginas lo que me duele verte así, Harry. Rakel y este trabajo era todo lo que tenías. Primero pasas de Rakel y ahora pasas del trabajo.

«Perdí ambas cosas hace exactamente cuatro semanas», resonó el pensamiento de Harry.

– Me duele muchísimo, Harry.

La puerta se cerró detrás de Møller.

Tres cuartos de hora más tarde, Harry dormía en el sillón. Había recibido visita. No de las tres mujeres de costumbre. Sino del comisario jefe de la Policía Judicial.

Habían pasado cuatro semanas y tres días. Fue el jefe de la Policía Judicial en persona quien solicitó que la reunión se celebrase en el Boxer. Una taberna para los felices sedientos, a un tiro de piedra de la comisaría y a un par de pasos inseguros del arroyo. Sólo él, Harry y Roy Kvinsvik. Le explicó que, mientras no hubiese tomado una decisión, más valía hacerlo todo de la manera menos oficial posible, para que él mantuviera intactas todas las posibilidades de retroceso.

Nada dijo, eso sí, de las posibilidades de retroceso de Harry.