Y como si no bastara que la redacción pudiera ofrecer titulares como «Asesinato estilo Psicosis», o «El vecino notó sabor a sangre», se filtraron dos detalles que dieron lugar a sendos titulares los días sucesivos: «Camilla Loen tenía amputado el dedo índice izquierdo». Y este otro: «Hallado diamante rojizo en forma de estrella de cinco puntas bajo el párpado de la víctima».
Roger Gjendem comenzó a redactar su resumen en presente histórico para darle más dramatismo, pero se dio cuenta de que el contenido no precisaba de tal recurso y borró lo que había escrito. Permaneció un rato con la cabeza apoyada entre las manos. Hizo doble clic en el icono de la papelera, puso la flecha del ratón en «Vaciar papelera» y dudó un instante. Era la única foto que conservaba de ella. En el apartamento ya había eliminado todos los indicios de su existencia e incluso había lavado el jersey que ella solía pedirle prestado y que a él le gustaba llevar porque conservaba su olor.
– Adiós -murmuró al tiempo que pulsaba el botón.
Repasó la introducción de su síntesis. Decidió cambiar «la calle de Ullevålsveien» por «cementerio de Vår Frelser», sonaba mejor. Empezó a escribir. Y esta vez le salió bien.
A las siete, la gente empezó a volver a regañadientes de las playas, donde el sol seguía calentando desde un cielo limpio de nubes. Dieron las ocho y las nueve, y la gente, con las gafas de sol, bebía cerveza mientras los camareros de los locales sin terraza observaban ociosos. Dieron las diez y media, la colina de Ullernåsen se tiñó de rojo y justo después descendió el sol, pero no la temperatura. Tendrían otra noche de calor tropical y la gente ya se marchaba a sus casas dejando los restaurantes y los bares para ir a acostarse y pasar la noche sin dormir, sudando entre las sábanas.
En la calle Akersgata se acercaba ya la hora de cierre de la edición y las diferentes redacciones se reunían para celebrar la última puesta en común sobre la portada. La policía no les había facilitado más información, pero no porque fuese reacia a darla, sino que más bien parecía que, cuatro días después del asesinato, no tenía nada que contarle a la prensa. Por otro lado, ese silencio policial daba más margen a las especulaciones. Había llegado el momento de ser creativos.
Más o menos a la misma hora sonaba el teléfono en Oppsal, en una casa de madera pintada de amarillo con un huerto de manzanos. Beate Lønn sacó la mano por debajo del edredón pensando si su madre, que dormía en el piso de abajo, se habría despertado con el timbre. Era lo más probable.
– ¿Estabas dormida? -preguntó una voz bronca.
– No -respondió Beate-. ¿Acaso hay alguien que pueda dormir?
– Bueno. Yo me acabo de despertar.
Beate se sentó en la cama.
– ¿Qué tal?
– Pues… ¿qué puedo decir? Sí, bueno, mal. Supongo que eso es lo que puedo decir.
Pausa. No era la conexión telefónica la responsable de que a Beate le sonara lejana la voz de Harry.
– ¿Huellas técnicas?
– Sólo lo que has leído en los periódicos -explicó ella.
– ¿Qué periódicos?
Beate dejó escapar un suspiro.
– Sólo lo que ya sabes. Hemos recogido huellas dactilares y ADN en el apartamento, pero de momento parece que no podemos relacionarlo con el asesino.
– Asesino no -la corrigió Harry-. Homicida.
– Homicida -bostezó Beate.
– ¿Habéis averiguado de dónde procede el diamante?
– Estamos en ello. Los joyeros a los que hemos consultado dicen que los diamantes rojos no son tan raros pero la demanda en Noruega es escasa. Dudan de que los venda un joyero noruego. Si procede del extranjero, aumenta la posibilidad de que el autor del crimen sea extranjero, por supuesto.
– Ajá.
– ¿Qué pasa, Harry?
Harry tosió ruidosamente.
– Sólo quería estar al día.
– Lo último que te oí decir fue algo así como que esto no era unto tuyo.
– Y no lo es.
– Entonces, ¿qué quieres?
– Bueno. Me ha despertado una pesadilla.
– ¿Quieres que vaya a arroparte?
– No.
Otra pausa.
– He soñado con Camilla Loen. Y con el diamante que encontrasteis.
– ¿Y qué?
– Pues que creo que ahí hay algo.
– ¿Como qué?
– No lo sé. Pero ¿sabías que antiguamente solían poner una moneda en el ojo del difunto antes de enterrarlo?
– No.
– Era el pago para el barquero que debía llevar el alma al reino de los muertos. Creían que si el alma no lograba llegar al otro lado, no encontraría la paz. Piénsalo.
– Gracias por la sugerencia, Harry, pero no creo en fantasmas.
Harry no contestó.
– ¿Algo más?
– Sólo una pregunta. ¿Sabes si el comisario jefe también ha iniciado sus vacaciones esta semana?
– Así es.
– ¿No sabrás por casualidad… cuándo vuelve?
– Dentro de tres semanas. ¿Y tú qué?
– ¿Yo qué de qué?
Beate oyó el clic de un mechero. Suspiró.
– Que cuándo vuelves.
Oyó que Harry inhalaba, retenía el humo y lo dejaba escapar lentamente antes de contestar.
– Me ha parecido oírte decir que no crees en fantasmas.
Casi a la misma hora a la que Beate colgaba el teléfono, Bjarne Møller se despertaba en su cama con dolor abdominal. Se quedó tumbado retorciéndose hasta que, hacia las seis, se dio por vencido y se levantó. Desayunó despacio absteniéndose de tomar café y enseguida se sintió mejor. Cuando llegó a la comisaría pasadas las ocho, comprobó con sorpresa que los dolores habían desaparecido. Cogió el ascensor hasta su despacho y lo celebró tomándose el primer trago de café mientras leía los periódicos del día con los pies encima de la mesa.
El Dagbladet tenía en la portada una foto de una Camilla Loen sonriente, debajo del titular: «¿Amante secreto?». La portada del VG llevaba la misma foto, pero con otro titular: «Vidente anuncia celos». Sólo al resumen del Aftenposten parecía interesarle la realidad.