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– No era tan conocida, Ruth.

– Bueno, en cualquier caso, cantó en el programa aquel de Viciar Lønn-Arnesen. Y vendieron un montón de discos.

– Eran cintas, Ruth.

– Yo vi a Spinning' Wheel en la feria de Momarkedet. Todo muy en serio, ¿sabes? Incluso iban a grabar un disco en Nashville. Pero entonces la descubrió Barli. Iba a convertirla en una estrella de musicales, pero parece que está tardando.

– Ocho años -aclaró «El Águila de Trondheim».

– Bueno, Lisbeth Harang dejó lo de Spinnin' Wheel y se casó con Barli. El dinero y la belleza. ¿Te suena?

– ¿Así que la rueda dejó de girar?

– ¿Qué?

– Está preguntando por el grupo, Ruth.

– Ah, bueno. La hermana siguió cantando sola, pero Lisbeth era la estrella. Creo que ahora se dedica a cantar en hoteles de alta montaña, en los barcos que van a Dinamarca y esas cosas.

Harry se levantó.

– Sólo una última pregunta rutinaria. ¿Tenéis alguna impresión sobre cómo funcionaba el matrimonio de Willy y Lisbeth?

«El Águila de Trondheim» y Ruth intercambiaron nuevas señales de radar.

– Como ya dijimos, el sonido se trasmite bien en esta clase de patios -dijo Ruth-. Su dormitorio también da al patio.

– ¿Los oíais discutir?

– No, discutir no.

Miraron a Harry con expresión elocuente. Transcurrieron un par de segundos antes de que él cayese en la cuenta de lo que estaban insinuando y notó con disgusto que se ruborizaba.

– Así que tenéis la impresión de que funcionaba bastante bien, ¿no?

– La puerta de la terraza está entreabierta todo el verano, así que a mí se me ha ocurrido en broma que deberíamos ir de puntillas hasta el tejado, dar la vuelta al edificio y saltar a su terraza -rió Ruth en tono burlón-. Espiar un poco, ¿no? No es difícil, te pones en la barandilla de nuestro balcón, colocas el pie en el canalón y…

«El Águila de Trondheim» le dio a su compañera un empujoncito en el costado.

– Pero realmente no hace falta. Lisbeth es una profesional… ¿cómo se dice?

– De la comunicación -completó «El Águila de Trondheim».

– Eso es. Todas las buenas imágenes están en las cuerdas vocales, ¿sabes?

Harry se frotó la nuca.

– Una potencia indiscutible -intervino «El Águila de Trondheim», sonriendo sin excesos.

Cuando Harry volvió, Ivan e Ivan seguían repasando el apartamento El Ivan humano no paraba de sudar y el pastor alemán tenía la boca abierta y la lengua colgando como un lazo color hígado en la fiesta nacional del 17 de mayo.

Harry se sentó con cuidado en aquella especie de tumbona y le pidió a Willy Barli que se lo contase todo desde el principio. Lo que explicó sobre cómo había transcurrido la tarde y el horario exacto concordaba con lo que le habían dicho Ruth y «El Águila de Trondheim».

Harry vio que la desesperación que reflejaban los ojos del marido era real. Y empezó a creer que si se trataba de un acto criminal, podría -podría- ser una excepción estadística. Pero ante todo, eso lo reafirmó en su creencia de que no tardarían en encontrar a Lisbeth. Si no había sido el marido, no había sido nadie. Estadísticamente hablando.

Beate volvió y le contó que sólo había gente en dos de los pisos del bloque y que no habían visto ni oído nada, ni en las escaleras, ni en la calle.

Llamaron a la puerta y Beate fue a abrir. Era uno de los agentes uniformados de la patrulla de Seguridad Ciudadana. Harry lo reconoció enseguida, era el mismo que estaba de guardia en la calle Ullevålsveien. Se dirigió a Beate, ignorando a Harry por completo.

– Hemos hablado con la gente que había en la calle y en Kiwi y hemos comprobado los portales y los patios del vecindario. Nada. Pero claro, estamos de vacaciones y las calles de este barrio están casi desiertas, así que pueden haber metido a la señora en un coche a la fuerza sin que nadie haya visto nada.

Harry notó que Willy Barli se sobresaltaba a su lado.

– A lo mejor deberíamos hablar con algunos de esos paquistaníes que tienen comercios por aquí -sugirió el agente hurgándose la oreja con el meñique.

– ¿Por qué con ellos precisamente? -preguntó Harry.

El agente se volvió por fin hacia él y preguntó poniendo énfasis en la última palabra.

– ¿No has leído la estadística sobre criminalidad, comisario?

– Sí -dijo Harry-. Y si no recuerdo mal, los dueños de comercios están muy al final de la lista.

El agente estudió su meñique.

– Yo sé algunas cosas sobre los musulmanes que tú también sabes, comisario. Para esa gente, una mujer que entra en la tienda en biquini es una tía que está pidiendo a gritos que la violen. Se puede decir que casi lo ven como una obligación.

– ¿No me digas?

– Exacto, así es su religión.

– Ahora creo que estás mezclando cristianismo e islamismo.

– Bueno, Ivan y yo ya hemos terminado -dijo el policía de la patrulla canina que bajaba las escaleras en ese momento.

– Encontramos un par de chuletas en la basura, eso es todo. ¿Sabes si ha habido aquí otros perros últimamente?

Harry miró a Willy. Éste sólo negó con la cabeza. La expresión de su cara indicaba que no le saldría la voz.

– Ivan reaccionó en la entrada como si hubiese olfateado a algún perro, pero sería otra cosa, supongo. Estamos listos para dar una vuelta por los trasteros. ¿Alguien puede acompañarnos?

– Por supuesto -dijo Willy levantándose.

Salieron por la puerta, y el policía de Seguridad Ciudadana le preguntó a Beate si podía marcharse.

– Pregúntale al jefe -respondió ella.

– Se ha dormido.

Señaló con la cabeza a Harry, que estaba probando la tumbona romana.

– Agente -dijo Harry en voz baja sin abrir los ojos-. Acércate, por favor.

El agente se colocó delante de Harry con las piernas separadas y los pulgares enganchados en el cinturón.

– ¿Sí, comisario?

Harry abrió un ojo.

– Si te dejas convencer por Tom Waaler una vez más y entregas un informe sobre mí, me encargaré de que patrulles en Seguridad Ciudadana durante el resto de tu carrera policial. ¿Entendido, agente?

La musculatura facial del agente se movía inquieta. Cuando abrió la boca, Harry estaba preparado para que salieran por ella sapos y culebras, pero el agente respondió despacio y controlado.

– En primer lugar, no conozco a Tom Waaler. En segundo lugar, es mi deber informar cuando algún policía pone en peligro su vida y la de los demás colegas presentándose bebido al trabajo. Y en tercer lugar, no quiero trabajar en otro sitio que no sea en Seguridad Ciudadana. ¿Puedo irme ya, comisario?

Harry miró fijamente al agente con el ojo de cíclope. Luego lo cerró otra vez, tragó saliva y dijo.

– De acuerdo.

Oyó cómo se cerraba la puerta de entrada y dejó escapar un suspiro. Necesitaba una copa. De inmediato.

– ¿Vienes? -preguntó Beate.

– Vete tú -dijo Harry-. Yo me quedaré y ayudaré a Ivan a rastrear un poco la calle cuando terminen con los trasteros.

– ¿Seguro?

– Completamente.

Harry subió las escaleras y salió a la terraza. Observó las golondrinas y escuchó los sonidos procedentes de las ventanas abiertas al patio interior. Levantó la botella de vino tinto de la mesa. Quedaba un poquito. La apuró, saludó con la mano a Ruth y a «El Águila de Trondheim» que, después de todo, no habían bebido aún lo suficiente, y volvió a entrar.

Lo notó inmediatamente al abrir la puerta del dormitorio. Lo había notado ya en numerosas ocasiones, pero nunca supo de dónde venía aquel silencio de los dormitorios de personas extrañas.

Aún se apreciaban las señales de la reforma.