Delante del armario había una puerta de espejo sin montar y al lado de la cama doble ya hecha, una caja de herramientas abierta. Encima de la cama colgaba una foto de Willy y Lisbeth. Harry no había mirado con detenimiento las fotos que Willy le había entregado a los de Seguridad Ciudadana, pero ahora vio que Ruth tenía razón, Lisbeth era realmente una muñeca. Rubia con brillantes ojos azules y un cuerpo delgado y esbelto. Era diez años más joven que Willy, como mínimo. En la foto se les veía bronceados y felices. Quizá de vacaciones en el extranjero. Detrás de ellos se atisbaba un edificio magnífico y una estatua ecuestre. Un lugar de Francia, Normandía, tal vez.
Harry se sentó en el borde de la cama y se sorprendió al comprobar que cedía bajo su peso. Una cama de agua. Se echó hacia atrás y notó cómo el colchón se acoplaba a su cuerpo. Experimentó una profunda sensación de bienestar al sentir la funda del edredón fresca en sus brazos desnudos. Cuando él se movía, el agua chapoteaba al dar con la cara interior del colchón de goma. Cerró los ojos.
Rakel. Estaban en un río. No, en un canal. Se balanceaban en un barco y el agua besaba los laterales del barco con un chasquido intermitente. Estaban bajo la cubierta y Rakel yacía inmóvil a su lado en la cama. Se rió bajito cuando él le susurró. Ahora fingía estar dormida. A ella le gustaba eso. Fingir que dormía. Era como un juego entre los dos. Harry se dio la vuelta para mirarla. Y su mirada se encontró primero con la puerta del espejo, en el que se reflejaba toda la cama. Luego con la caja de herramientas abierta. Encima había un cincel corto con el mango de madera verde. Cogió la herramienta. Era ligera y pequeña, sin rastro de óxido bajo la fina capa de lubricante.
Iba a devolver el cincel a su lugar cuando detuvo la mano en el aire.
Había un miembro de un ser humano en la caja de herramientas. Ya lo había visto antes en el lugar del crimen. Genitales seccionados. Tardó un segundo en comprender que el pene de color carne no era más que un consolador.
Se volvió a tumbar de espaldas, todavía con el cincel en la mano. Tragó saliva.
Después de tantos años desempeñando un trabajo que incluía revisar las pertenencias y las vidas privadas de la gente, un consolador no causaba demasiada impresión. No fue por eso por lo que tragó saliva.
Aquí, en esta cama.
¡Tenía que tomar esa copa ya!
El sonido se transmite bien a través del patio interior.
Rakel.
Intentó no pensar, pero era demasiado tarde. Su cuerpo pegado al de ella.
Rakel.
Y se produjo la erección. Harry cerró los ojos y notó que la mano de ella se desplazaba, con los movimientos inconscientes y casuales de una persona dormida, para posarse en su barriga. La mano se quedó allí sin más, como si no tuviera intención de ir a ninguna parte. Los labios de ella contra su oreja, su aliento cálido que sonaba como el rugido de algo que arde. Sus caderas que empezaban a moverse en cuanto la tocaba. Los pechos pequeños y suaves con aquellos pezones sensibles que se ponían duros con tan sólo notar su respiración. Su sexo que se abría con la intención de devorarlo. Sintió una presión en la garganta, como si estuviera a punto de romper a llorar.
Harry se sobresaltó cuando oyó abrirse la puerta de abajo. Se sentó, alisó el edredón, se levantó y se miró en el espejo. Se frotó la cara con ambas manos.
Willy insistió en acompañarlos para ver si Ivan, el pastor alemán, lograba olfatear algo.
Justo cuando asomaron a la calle Sannergata, un autobús rojo salía silenciosamente de la parada. Una niña pequeña miró fijamente a Harry desde la ventanilla trasera, su cara redonda fue haciéndose más pequeña a medida que el autobús se alejaba en dirección a Rodeløkka.
Fueron hasta la tienda Kiwi y regresaron sin que el perro reaccionase.
– Eso no quiere decir que tu mujer no haya estado aquí -explicó Ivan-. En una calle de la ciudad con tráfico de vehículos y muchos otros peatones resulta difícil distinguir el olor de una persona en particular.
Harry miró a su alrededor. Tenía la sensación de ser observado, pero en la calle no había nadie, y lo único que vio en las ventanas de la hilera de fachadas era el cielo negro y sol. Paranoia de alcohólico.
– Bueno -dijo Harry al fin-. De momento, no podemos hacer nada más.
Willy los miró con desesperación.
– Todo irá bien, ya verás -dijo Harry.
Willy contestó con voz queda, como el hombre del tiempo:
– No, todo no irá bien.
– ¡Ivan, ven aquí! -gritó el policía tirando de la cadena. El perro había metido el hocico debajo del parachoques frontal de un Golf que estaba aparcado al lado de la acera.
Harry le dio a Willy una palmadita en el hombro, evitando su mirada ansiosa.
– Todos los coches patrulla están avisados. Y si no ha aparecido a la medianoche, emitiremos una orden de búsqueda. ¿De acuerdo?
Willy no contestó.
Ivan seguía colgado de la cadena y no dejaba de ladrarle al Golf.
– Espera un poco -dijo el policía.
Se puso a cuatro patas y pegó la cabeza al asfalto.
– Vaya -dijo alargando el brazo por debajo del coche.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó Harry.
El policía se dio la vuelta con un zapato de tacón en la mano. Harry oyó jadear a Willy a su espalda y preguntó:
– ¿Es el zapato de Lisbeth, Willy?
– No irá bien -respondió Willy-. Nada irá bien.
10
Jueves y viernes. Pesadilla
El jueves por la tarde, un vehículo rojo del servicio de Correos se detuvo ante una estafeta de Rodeløkka. El contenido del buzón se había introducido en una saca que habían depositado en la parte trasera de la furgoneta que lo llevó a la central de la calle Biskop Gunerius número 14, más conocida como el edificio Postgiro. Esa misma noche clasificaron el correo en la terminal de clasificación de la central. Lo hicieron por tamaño y el sobre marrón acolchado fue a parar a una bandeja junto con otros sobres de formato C5. El sobre pasó por varias manos, pero lógicamente nadie se fijó en ése en particular, como tampoco repararon en él durante la clasificación geográfica, durante la cual lo depositaron primero en la bandeja de Østlandet y luego en la del código postal 0032.
Cuando el sobre llegó por fin a la saca y fue a parar a la parte trasera del vehículo rojo de Correos, listo para ser distribuido a la mañana siguiente, ya había anochecido y la mayoría de los habitantes de Oslo dormían plácidamente.
– Todo irá bien -aseguró el chico dándole a la niña de la cara redonda unas palmaditas en la cabeza. Notó enseguida que el fino cabello de la pequeña se le pegaba a los dedos. Electricidad estática.
Él tenía once años. Ella sólo siete, y era su hermana pequeña. Habían ido al hospital a ver a su madre.
Llegó el ascensor, el niño abrió la puerta. Un hombre con bata blanca retiró la corredera, les sonrió y salió. Y ellos entraron.
– ¿Por qué tienen un ascensor tan viejo? -preguntó la niña.
– Porque el edificio es viejo -explicó el chico cerrando la cancela.
– ¿Es un hospital?
– No exactamente -respondió el hermano pulsando el botón del primer piso-. Es un lugar donde puede descansar un poco la gente que está muy cansada.
– ¿Es que mamá está cansada?
– Sí, pero todo irá bien. No debes apoyarte en la puerta, Søs.
– ¿Cómo?
El ascensor echó a andar de golpe y el cabello largo y rubio de la hermana se balanceó un poco. «Electricidad estática», pensó observando atentamente cómo se elevaba despacio separándose de la cabeza. La niña se agarró el pelo rápidamente y dejó escapar un grito. Fue un grito débil y estridente que le heló la sangre en el cuerpo al chico. Se había enganchado al otro lado de los barrotes. Se lo había pillado con la puerta del ascensor. El chico intentó moverse, pero era como si él también estuviera enganchado.