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Vibeke apoyó la cabeza en el fresco cristal de la ventana.

Se había alegrado cuando llegó el calor, pero la alegría no tardó en esfumarse y ya echaba de menos que las noches fuesen más frescas y que hubiese gente por la calle. Cinco clientes habían entrado ese día en la galería antes de la hora de comer, y después del almuerzo, sólo tres. Se había fumado un paquete y medio de cigarrillos de puro aburrimiento, sufría palpitaciones y le dolía tanto la garganta que apenas podía hablar cuando la llamó el jefe para preguntar qué tal iban las cosas. Aun así, no había hecho más que llegar a casa y poner una olla de agua a hervir para cocer patatas, cuando de nuevo sintió ganas de fumar.

Vibeke había dejado de fumar hacía dos años, cuando Anders entró en su vida. Y no porque él se lo hubiese impuesto, al contrario. Cuando se conocieron en Gran Canaria, él le pidió un cigarrillo. Sólo por gusto. Y un mes después de regresar a Oslo, cuando se fueron a vivir juntos, una de las primeras cosas que dijo fue que su relación debería cargar con la culpa de que Vibeke lo convirtiera en un fumador pasivo, que los investigadores del cáncer seguramente exageraban un poco y que, con el tiempo, se acostumbraría a que su ropa oliese a tabaco. Vibeke tomó la decisión al día siguiente y unos días más tarde, cuando él le dijo mientras almorzaban que hacía mucho que no la veía con un cigarrillo, ella le contestó que nunca se había considerado fumadora. Anders se inclinó y le acarició la mejilla con una sonrisa.

– ¿Sabes qué, Vibeke? Ésa fue también mi impresión.

Vibeke oía el agua hervir a borbotones en la cacerola, a su espalda, y miró el cigarrillo. Tres caladas más. Dio la primera. No sabía a nada.

No recordaba bien cuándo había empezado a fumar otra vez. Quizás el verano anterior, cuando las ausencias de Anders por viajes de trabajo empezaron a prolongarse. ¿O fue después de Año Nuevo, cuando Anders empezó a hacer horas extras casi todas las noches?

¿Era porque se sentía desgraciada? ¿Acaso era desgraciada? Nunca discutían. Tampoco hacían el amor muy a menudo, pero eso, según le dijo Anders, dando así el tema por zanjado, era por lo mucho que él trabajaba. Tampoco es que ella lo echase tanto de menos. Las escasas ocasiones en que hacían el amor sin mucho entusiasmo era como si él no estuviera allí. De modo que Vibeke había decidido que ella tampoco tenía por qué estar presente.

Sin embargo, no discutían. A Anders no le gustaba que se levantase la voz.

Vibeke miró el reloj. Las cinco y cuarto. ¿Dónde estaría? Por lo menos solía avisar cuando se retrasaba. Apagó el cigarrillo y lo dejó caer al suelo del patio interior, se dio la vuelta y le echó un vistazo a las patatas. Pinchó la más grande con un tenedor. Casi listas. Unos pequeños grumos negros flotaban en el agua que hervía a borbotones. ¡Qué raro! ¿Serían de las patatas o de la cacerola?

Intentaba recordar para qué la había utilizado la última vez, cuando oyó la puerta de entrada y enseguida una respiración jadeante y el ruido de alguien que se quitaba los zapatos. Al cabo de un instante, Anders entró en la cocina y abrió el frigorífico.

– ¿Y bien? -preguntó.

– Hamburguesas.

– Vale -Anders elevó el tono al final, como marcando una interrogación cuyo significado ella conocía aproximadamente: «¿Otra vez carne? ¿No deberíamos comer pescado más a menudo?».

– Seguro que está rico -continuó Anders con poco entusiasmo, inclinándose sobre los fogones.

– ¿Qué has estado haciendo? Estás empapado en sudor.

– No voy a poder entrenar esta tarde así que he recorrido en bicicleta el trayecto de ida y vuelta al lago Sognsvann. ¿Qué son esos grumos negros que flotan en el agua?

– No lo sé -admitió Vibeke-. Acabo de verlos.

– ¿Que no lo sabes? ¿No decías que estuviste a punto de ser cocinera?

Dicho esto, cogió raudo uno de los grumos entre el índice y el pulgar y se lo metió en la boca. Ella le miraba el cogote de hito en hito. El pelo fino y castaño que tanto le gustó al principio. Corto y bien cuidado. Con la raya al lado. Tenía un aspecto tan decente. Como de alguien con futuro. Para más de una persona.

– ¿A qué sabe? -preguntó Vibeke.

– A nada -respondió Anders aún inclinado sobre la placa-. A huevos.

– ¿A huevos? Pero si fregué bien esa cacerola la última vez…

Vibeke se interrumpió de pronto.

Él se dio la vuelta.

– ¿Qué pasa?

– Está… goteando -dijo señalándole la cabeza con el dedo.

Anders frunció el entrecejo y se pasó la mano por el cogote. Entonces ambos levantaron simultáneamente la vista al techo, de donde pendían dos gotas. Vibeke, que era un poco miope, no habría distinguido las gotas si éstas hubieran sido trasparentes. Pero no lo eran.

– Parece que Camilla tiene una fuga -constató Anders-. Tendrás que subir a avisarle mientras yo busco al portero.

Vibeke entornó los ojos con la vista aún en el techo y luego observó los grumos en la cacerola.

– Dios mío -susurró sintiendo otra vez las palpitaciones.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Anders.

– Tú vete a buscar al portero. Y luego vais los dos a casa de Camilla. Entre tanto, yo llamaré a la policía.

2

Viernes. Lista de vacaciones

La comisaría general de Grønland, sede principal del distrito policial de Oslo, está situada en la loma que se extiende desde Grønland hasta Tøyen, con vistas a la zona este del centro de la ciudad. Se construyó en acero y cristal y la terminaron en 1978. No presenta ninguna inclinación, se halla perfectamente nivelada y les valió un diploma a los arquitectos Telje, Torp y Aasen. El montador de telecomunicaciones responsable del cableado de los dos largos pasillos flanqueados de despachos en los pisos séptimo y noveno recibió una pensión y una bronca de su padre cuando se cayó del andamio y se fracturó la columna.

– Nuestra familia lleva siete generaciones de albañiles que se pasaron la vida haciendo equilibrios entre el cielo y la tierra, hasta que la gravedad ha terminado siempre por aplastarnos contra el suelo. Mi abuelo intentó escapar a la maldición, pero ésta lo persiguió y cruzó con él el mar del Norte. Así que, el día que tú naciste, me prometí que no permitiría que sufrieras el mismo destino. Y creí que lo había logrado. Montador de telecomunicaciones. ¿Qué coño hace un montador de telecomunicaciones a seis metros del suelo?

En cualquier caso, precisamente a través del cobre de los cables instalados por el hijo del albañil pasó aquel día la señal que, desde la Central de Emergencias, atravesó los empalmes entre las plantas construidas con una mezcla de cemento de fabricación industrial, hasta alcanzar el despacho de Bjarne Møller, jefe del grupo de Delitos Violentos, situado en el sexto piso. Justo en aquel momento cavilaba Møller sobre si le hacía o no ilusión pasar las inminentes vacaciones en la cabaña que la familia había alquilado en Os, a las afueras de Bergen. En el mes de julio, Os significaba, con un alto grado de probabilidad, un tiempo de perros. En realidad, Bjarne Møller no tenía inconveniente en cambiar por algo de lluvia la ola de calor anunciada en Oslo, pero entretener a dos chiquillos muy activos cuando caían chuzos de punta sin más medios que una baraja a la que le faltaba la jota de corazones era todo un reto.

Bjarne Møller estiró sus largas piernas y escuchó el mensaje mientras se rascaba detrás de la oreja.

– ¿Cómo lo descubrieron? -preguntó.

– La vecina tenía una gotera -respondió la voz de la Central de Emergencias-. El portero y el vecino fueron a su casa y nadie les abrió. Sin embargo, la puerta no estaba cerrada con llave, así que entraron.