Harry intentó enfocar a Waaler con la mirada, pero su cara se desdibujaba. Buscó el tirador de la puerta, no lo encontró. Malditos coches japoneses. Waaler se inclinó y le abrió la puerta.
– Sé que has intentado encontrar a Roy Kvinsvik -dijo Waaler-. Permíteme que te ahorre la molestia. Sí, hablé con Olsen en Grünerløkka esa noche. Pero eso no significa que tuviera nada que ver con el asesinato de Ellen. Callé para no complicar las cosas. Tú haz lo que quieras, pero créeme, el testimonio de Kvinsvik carece de interés.
– ¿Dónde está?
– ¿Acaso cambiaría algo si te lo dijera? ¿Me creerías entonces?
– Puede ser -respondió Harry-. Quién sabe.
Waaler suspiró.
– Calle Sognsveien, número treinta y dos. Vive en el sótano de la casa de su padrastro.
Harry se dio la vuelta haciendo señas a un taxi que se acercaba con el piloto verde encendido.
– Pero esta noche está ensayando con el coro Menna -advirtió Waaler-. A un paso. Ensayan en la casa parroquial de Gamle Aker.
– ¿Gamle Aker?
– Ha abandonado la iglesia de Filadelfia y se ha convertido a la de Bethlehem.
El taxi libre frenó, el conductor dudó un instante, volvió a pisar el acelerador y desapareció en dirección al centro. Waaler sonrió.
– No es necesario haber perdido la fe para convertirse a otro credo, Harry.
12
Domingo. Bethlehem
Eran las ocho de la tarde del domingo cuando Bjarne Møller cerró el cajón del escritorio con un bostezo y extendió el brazo para apagar el flexo. Estaba cansado, pero satisfecho de sí mismo. Los medios de comunicación ya habían dejado de atosigarlos por el asesinato y por el caso de desaparición, así que había podido trabajar sin que lo molestaran todo el fin de semana. El abultado montón de papeles de cuando comenzaron las vacaciones se veía ahora reducido casi a la mitad. Ya se marchaba a casa, pensando en tomarse un Jameson flojito y en ver la reposición de Beat for Beat. Tenía el dedo en el interruptor de la luz y echó una última mirada al orden que reinaba en su mesa. Entonces se percató del sobre marrón acolchado. Tenía un vago recuerdo de haberlo recogido el viernes en la casilla de correo. Obviamente, se había quedado debajo del montón de papeles.
Dudó un instante. Aquello podía esperar a mañana. Palpó el sobre. Había algo dentro, algo que no era capaz de identificar. Abrió el sobre con un abrecartas y metió la mano dentro. No había ninguna carta. Puso el sobre boca abajo, pero nada. Lo agitó con fuerza y oyó que algo se soltaba del acolchado interior y caía en la mesa. De allí rebotó hasta el teléfono y se quedó sobre el cartapacio, justo encima de la lista de turnos de guardia.
De repente, volvió el dolor de estómago. Bjarne Møller se encogió y se quedó jadeando. Pasó un rato antes de que lograra incorporarse y marcar un número de teléfono. Y, de no haber estado tan fuera de sí, probablemente se habría dado cuenta de que era precisamente el número correspondiente al nombre de la lista de turnos al que apuntaba el objeto que le habían enviado.
Marit estaba enamorada.
Otra vez.
Miró hacia la escalinata del edificio de la congregación. La luz salía por el ojo de buey de la puerta, decorada con la estrella de Belén, e iluminaba la cara de Roy, el chico nuevo. Estaba hablando con una de las otras chicas del coro. Llevaba varios días pensando en qué hacer para que se fijase en ella, pero no se le ocurría una buena idea. Acercarse a él y hablarle sin más sería un mal comienzo. No le quedaba más remedio que esperar hasta que se presentase la ocasión. Durante el ensayo de la semana anterior, él habló de su pasado en voz alta y clara. Contó que antes pertenecía a la congregación de Filadelfia. ¡Y que antes de ser redimido había sido neonazi! Una de las otras chicas había oído decir que llevaba un gran tatuaje neonazi en alguna parte del cuerpo. Estaban totalmente de acuerdo en que era horrible, pero Marit se dio cuenta de que al pensarlo notaba un cosquilleo de excitación. En su fuero interno, ella sabía que aquélla era la razón por la que se había enamorado, por lo nuevo y lo desconocido, por esa ilusión agradable y pasajera, y sabía que, al final, terminaría con otro chico. Uno como Kristian. Kristian era el director del coro, sus padres pertenecían a la congregación y había empezado a predicar en las reuniones de los jóvenes. La gente como Roy solía terminar entre los renegados.
Aquella tarde se quedaron un poco más para ensayar una nueva canción y repasar casi todo el repertorio. Kristian solía hacerlo cuando les llegaba un nuevo miembro, sólo para mostrarle lo bueno que era. Normalmente, ensayaban en sus propios locales de la calle Geitemyrsveien, pero estaban cerrados por vacaciones, así que les habían prestado la casa de la congregación en Gamle Aker, en la calle Akersbakken. A pesar de que era pasada la media noche, se habían quedado fuera como solían. Las voces zumbaban como un enjambre de insectos y aquella noche había una tensión diferente. Sería el calor. O que los miembros que estaban casados o prometidos estaban de vacaciones y no tenían que soportar sus miradas indulgentes pero con un punto de advertencia cuando pensaban que los jóvenes se excedían en sus flirteos. Marit no estaba atenta, respondía cualquier cosa cuando sus amigas le preguntaban y miraba a Roy de reojo. Le hubiese gustado saber dónde tenía el gran tatuaje nazi.
Una de la amigas le dio un codazo y señaló con la cabeza a un hombre que subía por la calle Akersbakken.
– Mirad, está borracho -susurró una de las chicas.
– Pobre hombre -dijo otra.
– Almas perdidas como ésa es lo que quiere Jesús.
Fue Sofie quien se dejó caer con aquello. Como siempre, ella era la que solía decir esas cosas.
Las otras asintieron con la cabeza, Marit también. De repente tuvo una idea. Ya estaba. Ahí tenía la ocasión. Se salió sin dudar del círculo de amigas y se colocó en medio de la calle delante del hombre.
Éste se paró y se quedó mirándola. Era más alto de lo que había pensado.
– ¿Conoces a Jesús? -preguntó Marit con una sonrisa y en voz alta y clara.
El hombre tenía la cara roja y le costaba fijar la mirada.
A espaldas de Marit, la conversación había cesado y, con el rabillo del ojo, vio que Roy y las chicas que estaban en la escalinata se habían vuelto a mirarlos.
– No, lo siento -balbuceó el hombre-. Aunque tú tampoco. Pero igual conoces a Roy Kvinsvik, ¿no?
Marit sintió que se sonrojaba de golpe y la turbación le impidió pronunciar la siguiente frase que tenía preparada: «¿Sabes que él está deseando conocerte?».
– ¿Y bien? -insistió el hombre-. ¿Está aquí?
Le miró la cabeza, el pelo corto y las botas. De repente, sintió miedo. ¿Sería aquel hombre un neonazi, alguien del antiguo círculo de amistades de Roy? ¿Alguien deseoso de vengar la traición o de convencerlo para que volviera con ellos?
– Yo…
Pero el hombre ya la había rebasado.
Marit se dio la vuelta justo a tiempo de ver cómo Roy desaparecía a toda prisa hacia el interior de la casa de la congregación y cerraba la puerta.
El borracho se fue caminando a grandes zancadas sobre la gravilla crujiente y su torso vencido parecía inclinarse como un mástil que cede a un golpe de viento. Delante de la escalinata, el hombre se cayó de bruces.