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– ¿Un imitador?

– Descartado. Sólo nosotros sabíamos lo de la mutilación y los diamantes.

– Esto es extremadamente inoportuno, Harry.

– Los asesinatos en serie oportunos son muy raros, jefe.

Møller se quedó callado un rato.

– ¿Harry?

– Aquí sigo, jefe.

– Voy a tener que pedirte que utilices tus últimas semanas para ayudar a Tom Waaler en este asunto. Tú eres el único del grupo de Delitos Violentos que tiene experiencia en asesinos en serie. Sé que vas a decir que no, pero te lo pido de todas formas. Sólo para que podamos arrancar, Harry.

– De acuerdo, jefe.

– Esto es más importante que las diferencias entre tú y Tom… ¿Qué has dicho?

– He dicho que vale.

– ¿Lo dices en serio?

– Sí. Pero tengo que irme. Vamos a quedarnos aquí un buen rato. Sería estupendo que pudieras convocar la primera reunión del grupo de investigación para mañana. Tom propone que sea a las ocho.

– ¿Tom? -repitió Møller con voz de sorpresa.

– Tom Waaler.

– Ya sé quién es, pero nunca te he oído llamarlo por su nombre de pila.

– Los demás me están esperando, jefe.

– De acuerdo.

Harry metió el teléfono en el bolsillo, tiró el vaso de plástico a la papelera, se metió en uno de los servicios de caballeros y se agarró a la taza mientras vomitaba.

Después se puso delante del lavabo con el grifo abierto y se miró la cara. Escuchó el susurro de voces del pasillo. El asistente de Beate pedía a la gente que se mantuviera al otro lado de la cinta policial; Waaler dio orden de que emitieran un comunicado diciendo que se buscaba a personas que hubiesen estado cerca del edificio; Magnus Skarre le decía a gritos a un colega que quería una hamburguesa con queso sin patatas fritas.

Cuando el agua empezó a salir fría, Harry metió la cara bajo el grifo. Dejó que le cayera por las mejillas, que le entrara en los oídos, por el cuello, por dentro de la camisa, por los hombros y por los brazos. Bebió con avidez negándose a escuchar al enemigo. Y se fue otra vez a vomitar al aseo.

Fuera ya había anochecido y la plaza de Carl Berner estaba desierta cuando Harry salió, encendió un cigarrillo y, con un gesto disuasorio de la mano, ahuyentó a uno de los buitres periodistas que se le acercaban. El hombre se detuvo. Harry lo reconoció. Gjendem, ¿no se llamaba así? Había hablado con él después del asunto de Sidney. Gjendem no era peor que los demás; algo mejor, incluso.

La tienda de televisores seguía abierta. Harry entró. No había nadie aparte de un hombre gordo con una camisa de franela sucia que leía una revista tras el mostrador. Un ventilador de mesa le estaba estropeando el peinado. Resopló cuando Harry le mostró la identificación y le preguntó si había visto a alguien dentro o fuera de la tienda cuyo aspecto le hubiese resultado extraño.

– Todos tienen algo extraño -dijo-. El vecindario está a punto de irse al infierno.

– ¿Alguien que pareciera que iba a matar a alguien? -preguntó Harry secamente.

El hombre guiñó un ojo apretándolo fuerte al cerrarlo.

– ¿Y por eso han venido tantos coches patrulla?

Harry asintió con la cabeza.

El hombre se encogió de hombros y volvió a concentrarse en la lectura.

– ¿Quién no ha pensado alguna vez en matar a alguien, agente?

Camino a la salida, Harry se detuvo al ver su propio coche en uno de los televisores. La cámara barría la plaza de Carl Berner y se detuvo en el edificio de ladrillo rojo. La imagen volvió al presentador de las noticias de TV2 y, un segundo después, se hallaban en un pase de modelos. Harry dio una intensa calada al cigarrillo y cerró los ojos. Rakel se le acercaba en una pasarela, no, en doce pasarelas, salió de la pared de los televisores, deteniéndose ante él con las manos en las caderas. Lo miró con un gesto altivo de la cabeza, se dio la vuelta y lo dejó allí. Harry volvió a abrir los ojos.

Eran las ocho. Intentó no recordar que había un antro por allí cerca, en la calle Trondheimsveien, donde servían alcohol. La parte más dura de la tarde estaba por venir. Y luego llegaría la noche.

Eran las diez de la noche y a pesar de que el mercurio había tenido la deferencia de bajar dos grados, el aire era caliente y estático, anunciaba viento de poniente, viento de levante, viento procedente del mar, algún viento, en suma. Los locales de la Científica estaban vacíos a excepción del despacho de Beate, donde sí había luz. El asesinato de la plaza de Carl Berner había puesto el día patas arriba y ella aún seguía en el lugar de los hechos cuando su colega Bjørn Holm llamó para informar de que había una mujer en recepción que decía pertenecer a De Beers y que venía a examinar unos diamantes.

Beate se apresuró a volver y ahora prestaba toda su atención a la mujer bajita y enérgica que tenía delante y que hablaba un inglés tan perfecto como cabía esperar de una holandesa afincada en Londres.

– Los diamantes tienen huellas dactilares geológicas que, en teoría, hacen posible rastrearlos hasta el propietario, ya que se emiten certificados donde figura su origen y que constantemente acompañan al diamante. Pero me temo que en este caso no es así.

– ¿Por qué no? -preguntó Beate.

– Porque los dos diamantes que hemos visto son lo que llamamos diamantes de sangre.

– ¿Por el color rojo?

– No, porque lo más probable es que procedan de las minas de Kiuvu, en Sierra Leona. Todos los comerciantes de diamantes del mundo boicotean los diamantes de Sierra Leona porque las minas están controladas por las fuerzas insurgentes, que los exportan para financiar una guerra cuyo fin último no es político, sino económico. De ahí el nombre de diamantes de sangre. Sospecho que estos diamantes son de extracción reciente y lo más probable es que los hayan sacado de Sierra Leona de contrabando y que los hayan llevado a un país donde han podido obtener certificados falsos según los cuales proceden de una mina conocida, del sur de África, por ejemplo.

– ¿Alguna idea sobre el país en el que los introdujeron ilegalmente?

– La mayor parte de estas gemas acaba en algún país del Este. Cuando cayó el telón de acero, los expertos en expedir documentos de identidad falsos tuvieron que buscarse nuevos mercados. Los buenos certificados de diamantes se pagan bien. Pero no es la única razón por lo que apuesto por Europa del Este.

– ¿No?

– No es la primera vez que veo estos diamantes en forma de estrella. Los que he visto otras veces habían salido ilegalmente de Alemania del Este y de la República Checa. Y como éstos, su pulido era mediocre.

– ¿Mediocre?

– Los diamantes rojos son muy bellos, pero más baratos que los blancos y nítidos. Las piedras que habéis encontrado presentan, además, restos notables de carbono sin cristalizar, con lo que no son tan puros como cabría esperar. Los diamantes perfectos no suelen someterse a un pulido tan drástico como el que exige la forma de estrella.

– Así que Alemania del Este y la República Checa. -Beate cerró los ojos.

– Sólo es una suposición fundamentada. Si no deseas nada más, todavía llego a tiempo de coger el avión de la tarde para Londres…

Beate abrió los ojos y se levantó.

– Tienes que perdonarme, ha sido un día largo y caótico. Has sido de mucha ayuda y te damos las gracias por venir.

– No hay de qué. Sólo espero que os sirva para atrapar al culpable.

– Nosotros también. Llamaré a un taxi.

Mientras esperaba a que contestaran de la central de taxis, Beate se dio cuenta de que la experta en diamantes le miraba la mano con que sostenía el auricular. Beate sonrió.

– Es un anillo de diamantes muy bonito. Parece una alianza de compromiso, ¿no?

Beate se sonrojó sin saber por qué.

– No estoy comprometida. Es el anillo de compromiso que mi padre le regaló a mi madre. Al morir él, mi madre me lo dio.