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– Lo resistiremos -dijo Waaler-. Pero ¿podrías hablarnos de lo que ves en este caso concreto?

– De acuerdo -respondió Aune-. Tenemos tres asesinatos.

– ¡Dos asesinatos! -gritó Skarre otra vez-. Por ahora, Lisbeth Barli sólo consta como desaparecida.

– Tres asesinatos -repitió Aune-. Créeme, jovencito.

Se cruzaron varias miradas. Skarre hizo amago de ir a replicar, pero cambió de opinión. Aune continuó.

– Los tres asesinatos se cometieron con intervalos iguales y el ritual de mutilación y posterior adorno del cadáver se ha llevado a cabo en los tres casos. Amputa un dedo y lo compensa dándole a la víctima un diamante. La compensación es una característica corriente en este tipo de mutilaciones, típica de asesinos que han crecido en familias con principios morales muy estrictos. Puede que sea una pista fructífera, ya que en las familias de este país no abundan los principios morales.

Nadie se rió.

Aune suspiró.

– Se llama humor negro. No pretendo ser cínico y, seguramente, mis comentarios podrían haber sido mejores, pero sólo intento que este asunto no acabe conmigo antes de empezar. Os recomiendo que hagáis lo mismo. En fin, como decía, los intervalos entre los asesinatos y el hecho de que se hayan llevado a efecto los rituales son indicio del autocontrol del asesino y de que nos hallamos en la fase inicial.

Se oyó un ligero carraspeo.

– ¿Sí, Harry? -dijo Aune.

– Elección de víctima y lugar -dijo Harry.

Aune puso el dedo índice en el mentón, reflexionó un instante y asintió con la cabeza.

– Tienes razón, Harry.

Los demás congregados en torno a la mesa cruzaron una mirada inquisitiva.

– ¿En qué tiene razón? -preguntó Skarre gritando, como siempre.

– La elección de la víctima y el lugar indican lo contrario -explicó Aune-. Que el asesino está entrando rápidamente en la fase donde pierde el control y empieza a matar sin reparos.

– ¿Cómo? -preguntó Møller.

– Lo puedes explicar tú mismo, Harry -sugirió Aune.

Harry no apartó la vista de la superficie de la mesa mientras hablaba.

– El primer asesinato, el de Camilla Loen, se produjo en un piso donde ella vivía sola, ¿verdad? El asesino podía entrar y salir sin demasiadas probabilidades de que lo detuvieran o identificaran y perpetrar el asesinato y los rituales sin que nadie lo molestase. Sin embargo, ya en el segundo asesinato empieza a correr riesgos. Secuestra a Lisbeth Barli en una zona residencial a pleno día, probablemente con un coche, y los coches, ya sabemos, tienen matrículas. Y el tercer asesinato es, por supuesto, una lotería. En el servicio de señoras del interior de una oficina. Cierto que lo cometió después del horario laboral, pero había por allí el número suficiente de personas, así que tuvo suerte de que no lo descubrieran o, al menos, lo identificaran.

Møller se volvió hacia Aune.

– ¿Y cuál es la conclusión?

– Que no hay conclusión -aseguró Aune-. Que, como mucho, podemos suponer que es un sociópata bien adaptado y que no sabemos si está a punto de volverse loco o si sigue manteniendo el control.

– ¿Qué debemos desear?

– En el primer caso habrá una masacre, pero también cierta posibilidad de cogerlo, ya que correrá riesgos. En el segundo caso, transcurrirá más tiempo entre cada asesinato, pero según todos los pronósticos, no lograremos atraparlo en un futuro previsible. Escoged vosotros mismos.

– Pero ¿por dónde podemos empezar a buscar? -preguntó Møller.

– Si yo tuviese fe en aquellos de mis colegas que creen en las estadísticas, diría que entre los que se hacen pis en la cama, los maltratadores de animales, los violadores y los pirómanos. Sobre todo los pirómanos. Pero no tengo fe en ellos y, por desgracia, tampoco un dios alternativo, de modo que la respuesta es que no tengo ni idea.

Aune le puso el tapón al rotulador. Reinaba un silencio opresivo.

Tom Waaler se levantó repentinamente.

– De acuerdo, compañeros, tenemos cosas que hacer. Para empezar, quiero que todas las personas con las que ya hemos hablado vengan para someterse a un nuevo interrogatorio, quiero que se controle a todos los condenados por homicidio y además una lista de todos los que hayan sido condenados por violación o por provocar incendios.

Harry observaba a Waaler mientras éste distribuía las tareas y tomó nota de su eficacia y del grado de confianza en sí mismo, de su rapidez y agilidad cuando alguien expresaba una objeción práctica relevante.

El reloj que colgaba encima de la puerta indicaba que eran las diez menos cuarto. El día acababa de empezar y Harry ya se sentía exhausto, como un viejo león moribundo que se arrastrara en pos de la manada en la que, un día, fue capaz de retar al que ahora se había erigido en jefe. Ciertamente, nunca abrigó deseos de ser jefe de la manada, pero sentía que la caída era abismal. Mantenerse al margen y esperar a que alguien le arrojase un hueso era cuanto podía hacer…

Resultó que alguien le había arrojado un hueso. Y un hueso grande.

A Harry la acústica atenuada de las pequeñas salas de interrogatorio le producía la sensación de estar hablando debajo de un edredón.

– Importación de audífonos -dijo el hombre fornido y de baja estatura mientras se pasaba la mano derecha por la corbata de seda. Un discreto alfiler de corbata de oro la mantenía sujeta a la camisa de un blanco impecable.

– ¿Audífonos? -repitió Harry mirando el formulario de interrogatorios que le había entregado Tom Waaler. En el espacio para el nombre había escrito «André Clausen» y en el de la profesión, «Autónomo».

– ¿Tiene usted problemas de audición? -preguntó Clausen con sarcasmo, aunque Harry fue incapaz de discernir si el hombre se lo decía a él o a sí mismo.

– Ya. ¿Así que acudiste a las oficinas de Halle, Thune y Wetterlid para hablar sobre audífonos?

– Sólo quería que evaluaran un acuerdo de representación. Uno de sus amables colegas hizo una copia del documento ayer por la tarde.

– ¿Es éste? -preguntó Harry señalando una carpeta de papel.

– Exactamente.

– Lo he estado leyendo hace un rato. Se firmó hace dos años. ¿Iban a renovarlo?

– No, sólo quería asegurarme de que no me engañaban.

– ¿Y no se le había ocurrido hasta ahora?

– Más vale tarde que nunca.

– ¿No tienes abogado fijo, Clausen?