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– Sí, pero me temo que se está haciendo mayor.

Clausen sonrió y dejó al descubierto un gran empaste de oro que lanzó un destello antes de que el hombre continuase:

– Solicité una reunión previa para averiguar qué podía ofrecer este bufete de abogados.

– ¿Y pediste una cita antes del fin de semana? ¿Y con un bufete especializado en el cobro ejecutivo?

– No me enteré hasta que no se celebró la reunión. Lo comprendí a lo largo del encuentro. Es decir, en el poco rato que éste duró, hasta que se armó todo el jaleo.

– Si estás buscando un nuevo abogado, supongo que habrás pedido cita con otros bufetes, ¿no? -dijo Harry-. ¿Podrías decirnos con cuál?

Harry hablaba sin mirar a André Clausen a la cara. No era allí donde se revelaría una posible mentira. Cuando se saludaron, Harry comprendió enseguida que Clausen no era de los que permitían que su expresión delatara sus pensamientos. Quizá por timidez, pero también podía deberse al ejercicio de una profesión que requería cara de póquer o a un pasado donde el autodominio se considerase una virtud decisiva. De ahí que Harry buscase otras señales como, por ejemplo, si levantaba la mano de su regazo para pasarla por la corbata una vez más. No lo hizo. Clausen, en cambio, sí que miraba a Harry. No fijamente, sino, al contrario, con los párpados algo caídos, como si no encontrase la situación incómoda, sólo un poco aburrida.

– La mayoría de los bufetes a los que llamé no querían concertar una cita antes de las vacaciones -dijo Clausen-. En Halle, Thune y Wetterlund, en cambio, fueron muy solícitos. Oiga, ¿acaso sospechan de mí?

– Sospechamos de todo el mundo -aseguró Harry.

– Fair enough.

Clausen pronunció las palabras con un acento perfecto de la BBC.

– Observo que tienes muy buen acento en inglés.

– ¿Usted cree? He viajado bastante al extranjero en los últimos años, quizá sea por eso.

– ¿Dónde has estado?

– Bueno, en realidad, la mayoría de los viajes los hice por hospitales e instituciones noruegas. También voy mucho a Suiza a visitar la fábrica del productor de los audífonos. El desarrollo del producto requiere que estemos profesionalmente al día.

Otra vez esa ironía en el tono de voz.

– ¿Estás casado? ¿Tienes familia?

– Si mira los documentos que ha rellenado su colega, verá que no la tengo.

Harry leyó el formulario.

– De acuerdo. Así que vives solo… Veamos… ¿en Gimle Terrasse?

– No, vivo con Truls -corrigió Clausen.

– Ya. Entiendo.

– ¿De verdad? -Clausen sonrió de tal modo que los párpados se le cerraron un poco más-. Truls es un Golden Retriever.

Harry notaba un incipiente dolor de cabeza en la parte posterior de los globos oculares. La lista le indicaba que le quedaban cuatro interrogatorios más antes de la hora de comer. Y cinco, después. No se sentía con fuerzas para enfrentarse a todos ellos.

Le pidió a Clausen que le contara otra vez lo sucedido desde que entró en el edificio de la plaza de Carl Berner hasta que llegó la policía.

– Con mucho gusto, comisario -respondió el hombre con un bostezo.

Harry se retrepó en la silla mientras, con fluidez y seguridad, Clausen le refería cómo llegó en taxi, cogió el ascensor y, después de hablar con Barbara Svendsen, aguardó cinco o seis minutos a que volviese con el agua. Al ver que la joven no regresaba, se adentró en las oficinas hasta que se encontró con una puerta en la que se leía el nombre del abogado Halle.

Harry comprobó que Waaler había anotado que Halle confirmaba la hora en que Clausen llamó a la puerta: las cinco y cinco.

– ¿Viste a alguien entrar o salir de los servicios de señoras?

– Desde el lugar de la recepción donde me encontraba no podía ver la puerta; y no vi a nadie entrar o salir cuando me encaminé a los despachos. Esto lo he repetido ya varias veces, a decir verdad.

– Y más que lo vas a repetir -aseguró Harry bostezando ruidosamente al tiempo que se pasaba la mano por la cara. En ese preciso momento, Magnus Skarre dio unos golpecitos con el dedo en la ventana de la sala de interrogatorios y le señaló a Harry el reloj de pulsera. Harry reconoció a Wetterlid, que estaba detrás de su colega y asintió con la cabeza antes de echar una última ojeada al formulario de interrogatorios.

– Aquí dice que no viste a nadie sospechoso entrar o salir de la recepción mientras estabas allí.

– Es correcto.

– En ese caso, gracias por tu cooperación hasta el momento -dijo Harry antes de guardar el formulario en la carpeta y de detener la grabadora-. Lo más probable es que volvamos a ponernos en contacto contigo.

– No vi a nadie sospechoso -precisó Clausen poniéndose de pie.

– ¿Cómo?

– Digo que no vi a nadie sospechoso en la recepción, pero sí vi llegar a una limpiadora que despareció hacia el interior de las oficinas.

– Sí, ya hemos hablado con ella. Según ha declarado, se fue directamente a la cocina y no vio a nadie.

Harry se levantó y miró la lista. El próximo interrogatorio era a las diez y cuarto en la sala de interrogatorios número cuatro.

– Y al mensajero de la bicicleta, claro -continuó Clausen.

– ¿El mensajero de la bicicleta?

– Sí. Salió por la puerta justo antes de que yo fuese al despacho de Halle. Habría entregado o recogido algo, yo qué sé. ¿Por qué me mira de esa forma, comisario? Un mensajero en un bufete no tiene nada de sospechoso, ¿no?

Una hora y media más tarde, después de haberse informado en Halle, Thune y Wetterlid ASA y en todas las agencias de mensajería de Oslo, Harry tenía claro que el lunes nadie había registrado entrega ni recogida de nada en la oficina de Halle, Thune y Wetterlid.

Y dos horas después de que Clausen hubiese dejado la comisaría, justo antes de que el sol llegase a su cénit, fueron a buscarlo en su oficina para que describiera una vez más al mensajero.

Clausen no supo contarles gran cosa. En torno a un metro ochenta de estatura, complexión normal. Aparte de eso, no se había fijado en más detalles de su aspecto. Lo consideraba carente de interés o impropio entre hombres, dijo; y repitió que el mensajero iba vestido como la mayoría de los mensajeros que iban en bicicleta, camiseta ajustada amarilla y negra, pantalón corto y zapatillas de ciclista que chasquearon cuando pisó la alfombra. Llevaba la cara tapada por el casco y las gafas de sol.

– ¿Y la boca? -preguntó Harry.

– Cubierta con una mascarilla blanca -respondió Clausen-. Como las que utiliza Michael Jackson. Creo haber oído que los mensajeros las utilizan para protegerse de las emisiones de gases de los coches.

– En Nueva York y Tokio, sí, pero esto es Oslo.

Clausen se encogió de hombros.

– Yo no le di mayor importancia.

Harry le dijo a Clausen que podía marcharse y se encaminó al despacho de Waaler que, con el auricular pegado a la oreja, murmuraba «ya, ya, sí sí…», cuando Harry entró por la puerta.

– Creo que tengo una idea sobre cómo entró el asesino en casa de Camilla Loen -dijo Harry.

Tom Waaler colgó el teléfono sin acabar la conversación.

– Hay una cámara de video conectada al portero automático de la entrada del edificio donde vivía, ¿verdad?

– ¿Sí…? -Waaler se inclinó con interés.

– ¿Qué tipo de persona puede llamar a cualquier portero automático, mostrarle a la cámara una cara enmascarada y, aun así, sentirse bastante seguro de que lo dejarán entrar?

– ¿Papá Noel?

– No creo. Pero dejarías entrar a una persona que sabes que trae un paquete urgente o un ramo de flores. Un mensajero ciclista.

Waaler pulsó el botón de ocupado en la base del teléfono.

– Desde que Clausen llegó al bufete hasta que vio al mensajero ciclista salir cruzando la recepción pasaron más de cuatro minutos. Un mensajero entra apresurado, entrega y sale corriendo, no pierde cuatro minutos tontamente.