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Olaug cerró los ojos y disfrutó de los rayos del sol.

De joven no le gustaba el sol. Le ponía la piel áspera, se le irritaba, y echaba de menos los veranos húmedos y refrescantes del noroeste del país. Pero ahora ya era vieja, pronto cumpliría ochenta años y había empezado a preferir el calor al frío. La luz a la oscuridad. La compañía a la soledad. El sonido al silencio.

No era así en 1941 cuando, a los dieciséis años, dejó la isla de Averøya, llegó a Oslo por aquellos mismos raíles y entró a trabajar como sirvienta del Gruppenführer Ernst Schwabe y su esposa Randi en Villa Valle. Él era un hombre alto y atractivo y ella procedía de una familia noble. Olaug pasó mucho miedo los primeros días. Pero ellos la trataban con amabilidad y respeto y, después de un tiempo, Olaug comprendió que no tenía nada que temer mientras hiciera su trabajo con el esmero y la puntualidad por los que, no sin razón, se conoce a los alemanes.

Ernst Schwabe era el responsable de la WLTA, la sección de la Wehrmacht encargada del trasporte por carreteras y él mismo había elegido el chalé junto a la estación de ferrocarril. Al parecer, su esposa Randi también ocupaba un cargo en la WLTA, pero Olaug nunca la había visto vestida de uniforme. La habitación de la sirvienta tenía orientación sur y daba al jardín y a las vías del tren. Las primeras semanas, el ruido de vagones de tren, los silbidos y todos los demás sonidos de la ciudad la mantenían despierta por las noches, pero poco a poco se fue acostumbrando a ellos. Y cuando, al año siguiente, fue a casa a pasar sus primeras vacaciones, se quedaba en la cama de la casa donde nació escuchando el silencio y la nada, añorando el bullicio de la vida, de seres humanos vivos.

Muchos fueron los seres humanos vivos que visitaron Villa Valle durante la guerra. El matrimonio Schwabe llevaba una intensa vida social y tanto alemanes como noruegos participaban en sus fiestas. La gente se sorprendería al conocer los nombres de todos los personajes importantes que habían estado allí comiendo, bebiendo y fumando con la Wehrmacht como anfitrión. Lo primero que le habían ordenado después de la guerra era quemar todas las tarjetas de mesa que Olaug había conservado. Ella obedeció y nunca le contó nada a nadie. Claro que había sentido deseos de hacerlo alguna que otra vez, cuando aparecían en los periódicos las mismas caras, pero hablando de lo duro que resultaba vivir bajo el yugo alemán durante la ocupación. Pero ella había mantenido la boca cerrada. Por una razón. Justo al terminar la guerra, la amenazaron con quitarle al niño, lo único que no podía perder de ninguna manera. El miedo aún persistía.

Olaug cerró los ojos al tenue sol de la tarde, que parecía agotado. Y no era de extrañar. El sol se había pasado el día trabajando y haciendo lo posible por carbonizar a las pobres flores que ella tenía en el alféizar. Olaug sonrió. ¡Dios mío, qué joven era entonces! Nadie había sido nunca tan joven. ¿Lo echaba de menos? Quizá no. Pero sí añoraba la compañía, la vida, el bullir de gente. Nunca entendió lo de la soledad de las personas mayores, pero ahora…

Y no era tanto el estar sola como el no ser importante para nadie. Se ponía tan inmensamente triste al despertarse por las mañanas y saber que, si decidía quedarse en la cama todo el día, a nadie le importaría lo más mínimo…

Por ese motivo le alquiló una habitación a una chica muy maja de Trøndelag.

Era extraño pensar que Ina, que sólo era unos años mayor que ella cuando se mudó a la ciudad, ocupaba ahora la misma habitación y que quizá por las noches pensara que le gustaría dejar atrás el ruido de la ciudad y regresar al silencio de algún pueblecito del norte de Trøndelag.

Bueno, cabía la posibilidad de que Olaug estuviese equivocada. Ina tenía un pretendiente. Olaug no lo había visto y mucho menos había hablado con él, pero desde el dormitorio oía sus pasos por la escalera de la parte posterior, por donde Ina tenía su propia entrada. A diferencia de lo que ocurría cuando Olaug era sirvienta, nadie podía negarle a Ina que recibiera visitas masculinas en su habitación. No es que ella quisiera impedírselo, pero esperaba que nadie fuera a quitarle a Ina. Se había convertido en una buena amiga. O tal vez en una hija, la hija que nunca tuvo.

Sin embargo, Olaug también sabía que en la relación entre una señora mayor y una chica joven como Ina, la joven ofrece su amistad en tanto que la mayor la recibe. Por eso procuraba no agobiarla. Ina siempre era amable, pero a veces Olaug pensaba que podría deberse al alquiler tan bajo que pagaba.

Se había convertido en un ritual que Olaug preparase el té y llamase a la puerta de Ina con una bandeja de pastas cada tarde, sobre las siete. Olaug prefería quedarse a tomarlo allí. Por extraño que resultara, seguía encontrándose más cómoda en el cuarto del servicio que en cualquier otra habitación de la casa. Charlaban de todo un poco. Ina mostraba un gran interés por la guerra y por lo que había sucedido en Villa Valle. Y Olaug hablaba. Sobre lo mucho que se habían querido Ernst y Randi Schwabe. Que podían pasar horas hablando en el salón mientras se daban pequeñas muestras de cariño: apartar un mechón de pelo de la frente, apoyar la cabeza en el hombro del otro. A veces Olaug los observaba a escondidas tras la puerta de la cocina. Miraba la figura erguida de Ernst Schwabe, su cabello negro y espeso, la frente alta y despejada, y la mirada, que alternaba rápidamente entre la seriedad, la cólera y la risa, la seguridad en sí mismo para tratar cosas importantes y la confusión juvenil respecto de las pequeñas y triviales. Pero Olaug observaba sobre todo a Randi Schwabe, su cabello rojo y brillante, el cuello blanco y esbelto, los ojos cuyo iris azul claro rodeaba un círculo de azul oscuro y eran los más bonitos que Olaug no había visto jamás.

Cuando Olaug los veía así pensaba que eran almas gemelas, nacidos el uno para el otro, y que nada podría separarlos jamás. Sin embargo, también ocurría, le confesó, que el buen ambiente de las fiestas de Villa Valle daba paso a fuertes discusiones cuando se marchaban los invitados.

Un día, después de una de esas discusiones, Ernst Schwabe llamó a su puerta y entró después de que Olaug se hubiese acostado. Sin encender la luz, se sentó en el borde de la cama y le contó que su mujer se había marchado de casa encolerizada y dispuesta a pasar la noche en un hotel. Olaug le notó en el aliento que había bebido, pero ella era joven y no sabía lo que convenía hacer cuando un hombre veinte años mayor -y al que ella respetaba y admiraba, sí, incluso del que podría ser que estuviera un poco enamorada-, le pedía que se quitase el camisón para poder verla desnuda.

Aquella primera noche no la tocó. Se limitó a mirarla y a acariciarle la mejilla diciéndole que era guapa, más guapa de lo que ella podía comprender. Se levantó y, cuando se fue, a Olaug le pareció que tenía ganas de llorar.

Olaug cerró las puertas del balcón y se levantó. Ya eran casi las siete. Entreabrió la puerta trasera y vio un elegante par de zapatos de caballero en la alfombrilla, delante de la puerta de Ina. Tendría visita. Olaug se sentó en la cama y escuchó.

A las ocho se abrió la puerta. Oyó que alguien se ponía los zapatos y luego los pasos que bajaban la escalera. Sin embargo, advirtió también otro ruido, como de un perro que arañase el suelo con las patas. Se fue a la cocina y puso a hervir agua para el té.