– Bien -dijo Møller-. Aunque yo no veo del todo clara la planificación a la que te refieres, Harry.
Harry se encogió de hombros.
– Ya te digo, jefe, es sólo una sensación.
– Existen elementos comunes -observó Beate.
Los demás se volvieron hacia ella como movidos por un resorte. Las mejillas de la joven se sonrojaron enseguida y dio la impresión de haberse arrepentido de hablar, pero hizo como si nada y continuó:
– El asesino se adentra en territorios donde las mujeres se sienten seguras. En su propio apartamento. En la calle donde vive y a plena luz del día. En el aseo de señoras de su lugar de trabajo.
– Bien, Beate -dijo Harry, que recibió una fugaz mirada de agradecimiento.
– Bien observado, jovencita -opinó Aune-. Y ya que hablamos de pautas de movimiento, quiero añadir algo. Los asesinos en serie de la categoría sociopatológica son, a menudo, muy seguros de sí mismos, como parece el caso que nos ocupa. Una de sus características particulares es que siguen la investigación muy de cerca y aprovechan cualquier ocasión para estar físicamente cerca de donde se lleva a cabo. Pueden percibir la investigación como un juego entre ellos y la policía y muchos han confesado a posteriori que disfrutaban comprobando la confusión de los investigadores.
– Lo que significa que hay por aquí un tipo que se lo está pasando de miedo en estos momentos -dijo Møller juntando las manos-. Bien, es todo por hoy.
– Sólo una cosita más -dijo Harry-. Las estrellas de diamante que el asesino va dejando en cada víctima…
– ¿Sí?
– Tienen cinco puntas. Casi como un pentagrama.
– ¿Casi? Por lo que yo sé, así es exactamente una gema en pentagrama.
– El pentagrama dibujado de un solo trazo cruzado para formar las cinco puntas.
– ¡Ah, bueno! -exclamó Aune- Ese pentagrama. Calculado según la proporción áurea. Una forma muy interesante. Existe una teoría celta según la cual cuando, en la época vikinga, se disponían a cristianizar Noruega, dibujaron un pentagrama sagrado que colocaron sobre la parte sur del país para decidir el emplazamiento de las ciudades y de las iglesias, ¿lo sabíais?
– ¿Y qué tiene que ver eso con los diamantes? -preguntó Beate.
– No con los diamantes en sí, sino con la forma, el pentagrama. Sé que lo he visto en alguna parte. En uno de los escenarios del crimen. Pero no recuerdo dónde. Esto puede parecer un tanto extraño, pero creo que es importante.
– Vamos a ver -dijo Møller apoyando el mentón en la mano-. ¿Te acuerdas de algo que no recuerdas, pero crees que es importante?
Harry se frotó intensamente la cara con ambas manos.
– Cuando estás en el escenario de un crimen, es tal la concentración que el cerebro registra las cosas más periféricas, mucho más de lo que eres capaz de procesar. Y ahí se quedan hasta que pasa algo, por ejemplo, hasta que aparece un elemento nuevo que encaja con otro, aunque ya no te acuerdas de dónde viste el primero. Pero el subconsciente te dice que es importante. ¿Qué tal suena eso?
– Suena a psicosis -dijo Aune bostezando.
Los otros tres se volvieron hacia él.
– ¿Podríais intentar reíros cuando soy chistoso? -preguntó, antes de añadir-: Harry, suena a que tienes un cerebro normal que trabaja duro. Nada por lo que preocuparse.
– Pues yo creo que aquí hay cuatro cerebros que ya han trabajado bastante por hoy -atajó Møller levantándose.
En ese momento, sonó el teléfono.
– Aquí Møller… Un momento.
Le pasó el auricular a Waaler, quien lo cogió y se lo llevó a la oreja.
– ¿Sí?
Todos empezaron a levantarse y a alborotar con las sillas cuando Waaler les indicó con la mano que esperasen.
– Bien -dijo antes de concluir la conversación.
Los otros lo miraron intrigados.
– Se ha presentado una testigo. Dice que vio al mensajero de la bicicleta salir de un inmueble de la calle Ullevålsveien, cerca del cementerio de Vår Frelser, la tarde del viernes, cuando asesinaron a Camilla Loen. Lo recuerda porque le extrañó que el mensajero llevase una mascarilla blanca. El mensajero que fue a tomarse una cerveza en St. Hanshaugen no la llevaba.
– ¿Y?
– No sabía el número de la calle Ullevålsveien, pero Skarre acaba de pasar por allí en coche con la mujer, que le ha señalado el inmueble. Era el de Camilla Loen.
La palma de la mano de Møller cayó rotunda sobre la mesa.
– ¡Por fin!
Olaug estaba sentada en la cama y, con la mano en el cuello, notaba cómo se le normalizaba el pulso.
– Me has asustado muchísimo -susurró con voz ronca e irreconocible.
– Lo siento de veras -aseguró Ina cogiendo la última galleta Maryland-. No te he oído entrar.
– Soy yo quien tiene que pedir perdón -dijo Olaug-. Entrar así, de sopetón… Y luego no vi que llevabas esos…
– Auriculares -rió Ina-. Creo que tenía el volumen demasiado alto. Cole Porter.
– Sabes que no estoy al día en música moderna.
– Cole Porter es un viejo músico de jazz. Además, está muerto.
– Querida, tú que eres tan joven no debes escuchar a personas muertas.
Ina volvió a reír. Cuando notó que algo le tocaba la mejilla, automáticamente alargó la mano y le dio a la bandeja con la tetera. Aún había sobre la alfombra una fina capa blanca de azúcar.
– Era él quien me ponía esos discos.
– Tienes una sonrisa misteriosa -dijo Olaug-. ¿Es ése tu pretendiente?
Se arrepintió nada más decirlo. Ina creería que la estaba espiando.
– Quizás -dijo Ina sonriendo con la mirada.
– Entonces, ¿es mayor que tú?
Olaug quería explicar indirectamente que no se había molestado en echarle un vistazo, y añadió:
– Quiero decir, ya que le gusta la música de hace años…
Se dio cuenta de que eso tampoco sonaba bien, que indagaba y fisgoneaba como una vieja. En un instante de pánico, se imaginó cómo Ina buscaba mentalmente un nuevo sitio donde vivir.
– Sí, un poco mayor.
La sonrisa burlona de Ina la desconcertaba.
– Quizás exista la misma diferencia de edad que entre tú y el Sr. Schwabe.
Olaug se rió con Ina de buena gana, aunque más bien por el alivio que sintió.
– ¡Y pensar que estaba sentado exactamente donde tú estás ahora! -exclamó Ina de repente.
Olaug pasó la mano por el cubrecama.
– Sí, lo que son las cosas.
– La noche que te pareció que estaba a punto de llorar, ¿crees que era porque no podía tenerte?
Olaug seguía pasando la mano por el cubrecama… Le resultaba agradable el tacto de la gruesa lana en la palma de la mano.
– No lo sé -confesó-. No me atreví a preguntarle. Me fabriqué mis propias respuestas, las que más me gustaban. Sueños con los que entretenerme por las noches. Quizá por eso me enamoré tanto.
– ¿Estuvisteis juntos alguna vez fuera de la casa?
– Sí. En una ocasión me llevó en el coche hasta Bygdøy. Nos bañamos. Es decir, yo me bañaba mientras él miraba. Me llamaba su ninfa particular.
– ¿Llegó a enterarse su mujer de que era el padre del hijo que esperabas?
Olaug miró a Ina largamente y luego negó con la cabeza.
– Ellos se fueron del país en mayo de 1945. Nunca volví a verlos. Hasta julio no me di cuenta de que estaba embarazada.
Olaug dio una palmada en el cubrecama.
– Pero querida, estarás aburrida de oír estas viejas historias mías. Hablemos de ti. Dime, ¿quién es ese pretendiente tuyo?
– Un hombre bueno.
Ina seguía teniendo esa expresión soñadora que solía adoptar cuando Olaug hablaba de su primer y último amante, Ernst Schwabe.