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Harry miró a Iggy Pop, el torso desnudo y flaco, las cicatrices autoinfligidas, la mirada intensa desde las profundas cuencas de los ojos, un hombre que tenía pinta de haber pasado por una o varias crucifixiones. Harry tocó el pulgar en la estantería. Demasiado blando para ser de yeso o de plástico, casi parecía un dedo de verdad. Frío, pero auténtico. Pensó en el consolador de la casa de Barli mientras olía el pulgar blanco. Olía a una mezcla de formol y pintura. Lo sujetó entre dos dedos y apretó. La pintura se agrietó. Harry se retiró hacia atrás cuando notó el olor penetrante.

– Beate Lønn.

– Aquí Harry. ¿Qué tal vais?

– Seguimos esperando. Waaler se ha situado en el pasillo y nos ha echado a mí y a la señorita Sivertsen a la cocina. Y luego hablan de la liberación de la mujer.

– Llamo desde el 406 del edificio de apartamentos. Ha estado aquí.

– ¿Ha estado ahí?

– Ha tallado una estrella del diablo encima de la puerta. El chico que vive aquí, un tal Marius Veland, ha desaparecido. Los vecinos llevan varias semanas sin verlo. Y en la puerta hay una nota que dice que ha salido de viaje.

– Bueno. Puede que esté realmente de viaje, ¿no?

Harry se había percatado de que Beate había empezado a utilizar los mismos giros que él al hablar.

– Lo dudo -objetó Harry-. Su dedo pulgar sigue en el apartamento. En un estado próximo al embalsamado.

Siguió un denso silencio al otro lado.

– He llamado a algunos de tus amigos de la Científica. Están en camino.

– Pero… no entiendo -confesó Beate-. ¿No teníais vigilado todo el edificio?

– Bueno, sí. Pero no hace veinte días, cuando esto sucedió.

– ¿Veinte días? ¿Cómo lo sabes?

– Porque encontré el número de teléfono de sus padres y llamé. Recibieron una carta en la que Marius les comunicaba que se iba a Marruecos. El padre me aseguró que, si no recuerda mal, es la primera vez que reciben carta de Marius, siempre llama por teléfono. El matasellos de la carta es de hace veinte días.

– Veinte días -repitió Beate en voz baja.

– Veinte días. O sea, exactamente cinco días antes del primer asesinato, el de Camilla Loen. O sea…

Harry oyó en el auricular la respiración nerviosa de Beate.

– … el que, hasta ahora, hemos considerado el primer asesinato -concluyó Harry.

– Dios mío.

– Hay más. Hemos reunido a los inquilinos y les hemos preguntado si recuerdan algo de aquel día y la chica del 303 dice que recuerda que estuvo tomando el sol en el césped, delante del edificio, justo aquella tarde. Y que en el camino de regreso se encontró con un mensajero ciclista. Y lo recuerda porque no es muy frecuente verlos por aquí y porque, un par de semanas más tarde, cuando los periódicos empezaron a escribir sobre el mensajero asesino, se lo comentó a otras personas de su pasillo.

– ¿Así que ha hecho trampa con el orden?

– No -dijo Harry-. Lo que pasa es que yo soy demasiado estúpido. ¿Recuerdas que me preguntaba si el dedo que cortaba a las víctimas también sería una especie de clave? Pues eso. Es lo más obvio. El pulgar. Empezó desde la izquierda de la mano izquierda en la primera víctima y continuó hacia la derecha. No hacía falta ser un genio para entender que Camilla Loen era la número dos.

– Ya.

«Ya lo ha vuelto a hacer», pensó Harry. «Habla como yo.»

– Entonces, sólo falta el número cinco -dijo Beate-. El dedo meñique.

– Comprendes lo que eso significa, ¿no?

– Que ahora nos toca a nosotros. Que todo el tiempo nos ha tocado a nosotros. Dios mío, ¿de verdad tiene pensado…? Ya sabes.

– ¿Está su madre sentada a tu lado?

– Sí. Cuéntame lo que va a hacer, Harry.

– No tengo ni idea.

– Ya sé que no tienes ni idea, pero cuéntamelo de todas formas.

Harry titubeó.

– Vale. Una fuerza motriz muy fuerte en los asesinos en serie es el desprecio hacia sí mismos. Y ya que el quinto asesinato es el último, el definitivo, hay una posibilidad muy grande de que tenga pensado matar a su progenitura. O a sí mismo. O ambas cosas. No tiene nada que ver con la relación con su madre, sino con la relación consigo mismo. De todos modos, la elección del lugar del crimen es lógica.

Pausa.

– ¿Estás ahí, Beate?

– Sí. Se crió como «hijo de alemán».

– ¿Quién?

– El que está en camino.

Otra pausa.

– ¿Por qué está Waaler esperando solo en el pasillo?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque lo normal sería que lo detuvierais los dos. Es más seguro que dejarte a ti en la cocina.

– Puede ser -dijo Beate-. Mi experiencia en este tipo de operativos es escasa. Supongo que sabrá lo que hace.

– Sí -dijo Harry.

Un mar de pensamientos lo invadió de pronto. Pensamientos que Harry intentaba ahuyentar.

– ¿Pasa algo, Harry?

– Bueno -dijo Harry-. Se me ha terminado el tabaco.

29

Sábado. Ahogarse

Harry volvió a meter el móvil en el bolsillo de la americana y se retrepó en el sofá.

A los de la Científica tal vez no les gustase demasiado, pero allí no había ya, seguramente, pruebas que arruinar. Era obvio que el asesino lo había recogido todo a conciencia también en esta ocasión. Harry notó incluso un ligero olor a detergente cuando apoyó la cara en el suelo para observar de cerca unas manchas negras, como de goma adherida al linóleo.

Una cara apareció en la puerta.

– Bjørn Holm, de la Científica.

– Bien -dijo Harry-. ¿Tienes tabaco?

Se levantó y se acercó a la ventana mientras Holm y su colega empezaban a trabajar. La luz de la tarde corría oblicua como el oro dorando las casas, las calles y los árboles de Kampen y Tøyen. Harry no conocía ninguna ciudad tan bella como Oslo en tardes como aquélla. Seguro que habría otras. Pero él no las conocía.

Harry observó el pulgar de la estantería. El asesino lo había mojado en pintura y lo había pegado a la balda para que se mantuviera erguido. Probablemente, había llevado él la pintura, porque Harry no encontró pegamento ni nada parecido en los cajones del escritorio.

– Quiero que miréis a ver qué son esas manchas negras.

Harry les señaló el suelo.

– De acuerdo -dijo Holm.

Harry se sentía mareado. Se había fumado ocho cigarrillos seguidos que le calmaron la sed. Se la calmaron, pero no la ahuyentaron. Miró fijamente el pulgar. Seccionado con un cortafrío, seguro. Pintura y pegamento. Cincel y martillo para tallar la estrella del diablo encima de la puerta. En esta ocasión, el asesino se había llevado muchas herramientas.

Comprendía lo de la estrella del diablo. Y lo del dedo. Pero ¿por qué el pegamento?

– Parece caucho derretido -dijo Holm, acuclillado en el suelo.

– ¿Cómo se derrite el caucho? -preguntó Harry.

– Bueno. Se quema. O se utiliza una plancha. O una pistola de calor.

– ¿Para qué se utiliza el caucho derretido?

Holm se encogió de hombros.

– Vulcanización -terció su colega-. Se utiliza para reparar y sellar cosas. Por ejemplo, neumáticos. O para sellar algo herméticamente. Cosas así.

– ¿Qué cosas?

– No tengo ni idea, lo siento.

– Gracias.

El pulgar señalaba al techo. Si no señalaba también la solución de la clave, pensó Harry. Porque por supuesto que había una clave. El asesino les había colocado una argolla en la nariz y, como si de una manada de brutos se tratase, los llevaba adonde él quería, y por eso aquella clave también tenía una solución. Una solución muy sencilla, si de verdad estaba pensada para brutos de inteligencia media como la suya.