Miró fijamente al dedo. Señalar hacia arriba. OK. Roger. Todo listo.
La luz de la tarde lo bañaba todo.
Dio una buena calada al cigarrillo. La nicotina navegaba por las venas atravesando finos capilares desde los pulmones y, de allí, hacia el norte. Lo envenenó, lo dañó, lo manipuló, le aclaró la mente. ¡Joder!
Harry sufrió un ataque de tos.
Señalar hacia el techo. En al apartamento 406. El techo que había sobre el cuarto piso. Naturalmente. Bruto, bruto de mí.
Harry giró la llave, abrió la puerta y encontró el interruptor de la luz en la pared. Cruzó el umbral. Era un desván amplio, de techo alto y sin ventanas. Había trasteros, de cuatro metros cuadrados y numerados, a todo lo largo de las paredes. Tras las telas metálicas se veían apiladas pertenencias en tránsito entre el propietario y el contendor de la basura. Colchones agujereados y muebles pasados de moda, cajas de cartón con ropa y pequeños electrodomésticos que aún funcionaban y que, por tanto, de momento no podían tirar.
– Esto es infernal -murmuró Falkeid, y entró acompañado de dos de sus colegas del grupo.
A Harry le pareció una imagen bastante precisa. Si bien el sol pendía ya bajo y sin fuerza en el oeste, se había pasado el día recalentando las tejas, que ahora hacían de estufas y convertían el desván en una verdadera sauna.
– Parece que el trastero correspondiente al 406 está por aquí -dijo Harry entrando hacia la derecha.
– ¿Por qué estás tan seguro de que está en el desván?
– Bueno, porque el asesino nos ha señalado clarísimamente que encima del cuarto piso se encuentra el quinto. En este caso, el desván.
– ¿Señalado?
– Es una especie de acertijo.
– ¿Eres consciente de que es imposible que aquí haya un cadáver?
– ¿Por qué?
– Vinimos ayer con un perro. Un cadáver que lleve cuatro semanas expuesto al calor… Bueno, traducido del aparato sensorial de un perro al nuestro, es casi como si estuviésemos buscando una sirena de fábrica aullando aquí mismo. Habría sido imposible no encontrarlo incluso para un perro malo. Y el que estuvo aquí ayer era muy bueno.
– ¿Aun suponiendo que el cadáver esté envuelto en algo, precisamente para evitar que huela?
– Esas moléculas son muy volátiles y penetran incluso por aberturas microscópicas. No es posible que…
– Vulcanización -dijo Harry.
– ¿Qué?
Harry se detuvo delante de uno de los trasteros. Los dos uniformados acudieron enseguida con sendos pies de cabra.
– Primero probaremos este método, chicos -les dijo Harry agitando el llavero de la calavera delante de ellos.
La llave más pequeña abrió el candado.
– Entraré solo -dijo-. A los de la Científica no les gusta que haya muchas pisadas.
Le prestaron una linterna y se detuvo ante un ropero blanco, grande y ancho, de dos puertas, que ocupaba casi todo el espacio del trastero. Puso la mano en uno de los tiradores y se armó de valor antes de tirar de golpe. Sintió el azote del olor rancio a ropa vieja, a polvo y a madera seca. Encendió la linterna. Al parecer, Marius Vetland había heredado tres generaciones de trajes oscuros que colgaban en hilera de la barra del ropero. Harry enfocó el interior del armario y pasó la mano por la tela. Lana gruesa. Uno de ellos estaba cubierto por un plástico fino. Al fondo había una funda de traje de color gris.
Harry dejó que se cerrara la puerta del armario y se volvió hacia la pared del fondo del trastero, donde vio un tendedero en el que habían colgado unas cortinas que parecían de confección casera. Harry las retiró. Al otro lado le gruñía silenciosamente una boca abierta llena de pequeños dientes afilados de fiera. Lo que quedaba del pelaje era gris y los ojos marrones y redondos como una canica necesitaban una limpieza.
– Una marta -declaró Falkeid.
– Ya.
Harry miró a su alrededor. No había más lugares donde buscar. ¿Realmente se había equivocado, después de todo?
Entonces vio la alfombra enrollada. Era una alfombra persa, o por lo menos lo parecía, apoyada contra la malla y que casi llegaba al techo. Harry empujó una silla de mimbre rota, se subió a la silla e iluminó la alfombra. Los agentes que estaban fuera lo miraban ansiosos.
– Bueno -dijo Harry antes de bajar de la silla y apagar la linterna.
– ¿Y? -dijo Falkeid.
Harry negó con la cabeza. De repente sufrió un ataque de ira. Dio una patada a un lateral del ropero, que se quedó oscilando como una bailarina de la danza del vientre. Los perros daban dentelladas en el aire. Una copa. Sólo una copa, un momento sin dolor. Se dio la vuelta para salir del trastero cuando oyó un ruido como de algo que se deslizara por una pared. Se dio la vuelta en un acto reflejo, con el tiempo justo de ver cómo se abría a toda velocidad la puerta del ropero antes de que el portatrajes lo asaltara y lo abatiera en el suelo.
Comprendió que había estado inconsciente unos segundos porque, cuando abrió los ojos de nuevo, se vio tumbado boca arriba con un dolor sordo en la parte posterior de la cabeza y jadeando entre una nube de polvo que se había levantado del reseco suelo de madera. El peso del portatrajes lo oprimía y tenía la sensación de que estaba a punto de ahogarse, de estar dentro de una gran bolsa de plástico llena de agua. Presa del pánico, dio un puñetazo y entonces notó que el puño se estrellaba contra la superficie lisa, dentro de la cual había algo blando que cedía al golpe.
Harry se quedó inmóvil. Poco a poco logró centrar la mirada y la sensación de estar ahogándose se fue desvaneciendo. Y dio paso a la sensación de estar ahogado.
Desde detrás de una capa de plástico gris lo observaban unos ojos de expresión rota.
Habían encontrado a Marius Veland.
30
Sábado. La detención
El tren del aeropuerto pasó veloz al otro lado de la ventana, plateado y silencioso como una respiración pausada. Beate miró a Olaug Sivertsen. Ella alzó la barbilla y observó por la ventana parpadeando sin cesar. Sus manos, arrugadas y nervudas sobre la mesa de la cocina, parecían un paisaje visto desde una gran altura. Las arrugas eran valles; las venas azul negruzco, ríos; y los nudillos, montañas donde la piel estaba estirada como la lona grisácea de una tienda de campaña. Beate observó sus propias manos. Pensó en cuánto tienen tiempo de hacer dos manos en una vida. Y en cuánto no tienen tiempo de hacer. O no pueden.
A las 21.56, Beate oyó que alguien abría la verja y unos pasos resonaron en el camino de gravilla.
Se levantó con el corazón latiéndole raudo y veloz, como un contador Geiger.
– Es él -dijo Olaug.
– ¿Estás segura?
Olaug sonrió con tristeza.
– Llevo toda la vida, desde que era niño, escuchando sus pasos por ese camino de gravilla. Cuando ya tenía edad para salir por la noche, solía despertarme a la segunda pisada. Llegaba a la puerta en doce pasos. Cuéntalos.
Waaler apareció de repente en la puerta de la cocina.
– Alguien se acerca -anunció-. Quiero que os quedéis aquí. Pase lo que pase. ¿De acuerdo?
– Es él -dijo Beate señalando a Olaug con la cabeza.
Waaler asintió sin pronunciar palabra. Y se marchó.
Beate posó su mano en la de la anciana.
– Ya verás, todo irá bien -dijo.
– Comprenderéis que se ha cometido un error -dijo Olaug sin mirarla a los ojos.
Once, doce. Beate oyó que abrían la puerta del pasillo.
Y oyó a Waaler gritar:
– ¡Policía! Tienes mi identificación en el suelo, a tus pies. Suelta esa pistola o disparo.