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Harry sacó las llaves del coche y se detuvo delante de su Ford Escort blanco.

– Lo que quería decir, Harry, en nombre de todos los que han participado, es que tú eres quien ha resuelto el caso, ni yo, ni nadie más.

– Sólo hice mi trabajo.

– Sí, tu trabajo. De eso también quería hablarte. ¿Nos sentamos en el coche un momento?

Había un olor dulce a gasolina en el interior. Un agujero de óxido en algún sitio, pensó Harry. Waaler declinó la oferta de un cigarrillo.

– Tu primera misión está decidida -dijo Waaler-. No es fácil ni está exenta de peligro. Pero si la resuelves bien, podrás ser socio al cien por cien.

– ¿De qué se trata? -preguntó Harry exhalando el humo contra el retrovisor.

Waaler palpaba con los dedos uno de los cables que salían del agujero del salpicadero donde una vez hubo una radio.

– ¿Qué pinta tenía Marius Veland? -preguntó.

– Cuatro semanas en una bolsa de plástico. ¿Tú qué crees?

– Tenía veinticuatro años, Harry. Veinticuatro años. ¿Recuerdas lo que esperabas cuando tenías veinticuatro años? ¿Lo que esperabas de la vida?

Harry se acordaba.

Waaler le sonrió con una mueca.

– El verano que cumplí veintidós, salí de viaje de Interrail con Geir y Solo. Llegamos a la costa italiana, pero los hoteles eran tan caros que no nos podíamos permitir alojarnos en uno, a pesar de que Solo se llevó todo lo que había en la caja del quiosco de su padre el mismo día que nos marchamos. Así que levantamos una tienda de campaña en la playa por la noche y durante el día sólo dábamos vueltas mirando a las tías, los coches y los barcos. Lo extraño era que nos sentíamos superricos. Porque teníamos veintidós años. Y creíamos que todo era para nosotros, que eran regalos que nos estaban esperando bajo el árbol de Navidad. Camilla Loen, Barbara Svendson, Lisbeth Barli, todas eran jóvenes. Quién sabe si no habían tenido tiempo de desilusionarse, Harry. Quién sabe si no estarían esperando a que llegasen los regalos de Nochebuena.

Waaler pasó la mano por el salpicadero.

– Acabo de tomarle declaración a Sven Sivertsen, Harry. Puedes leerla más tarde, pero ya te puedo adelantar lo que sucederá, Es un cabrón frío e inteligente. Fingirá que está loco, intentará engañar al jurado y sembrar entre los psicólogos la duda suficiente como para que no se atrevan a mandarlo a la cárcel. Acabará en una unidad psiquiátrica, donde experimentará una mejoría tan espectacular que le darán el alta dentro de unos años. Así son las cosas ahora, Harry. Eso es lo que hacemos con esa basura humana que nos rodea. No la recogemos, no la tiramos, sino que la vamos cambiando de sitio. Y no entendemos que, cuando la casa se ha convertido en un nido de ratas infecto y apestoso, ya es demasiado tarde. No tienes más que fijarte en otros países donde se ha instaurado el crimen. Por desgracia, vivimos en un país tan rico que los políticos compiten por ser los más generosos. Nos hemos vuelto tan blandos y bondadosos que ya nadie se atreve a asumir la responsabilidad de lo que es desagradable. ¿Comprendes?

– Hasta ahora, sí.

– Ahí es donde entramos nosotros, Harry. Asumimos responsabilidades. Considéralo un trabajo de limpieza que la sociedad no se atreve a abordar.

Harry daba tales caladas que hacía crujir el papel del cigarrillo.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó aspirando el humo.

– Sven Sivertsen -respondió Waaler mirando por la ventana-. Basura humana. Tú vas a recogerla.

Harry se encogió en el asiento del conductor y expulsó el humo tosiendo.

– ¿Es eso lo que hacéis? ¿Y qué hay de lo otro? ¿El contrabando?

– Cualquier otra actividad se lleva a cabo para financiar ésta.

– ¿Tu catedral?

Waaler hizo un movimiento lento de asentimiento con la cabeza. Se inclinó hacia Harry, que notó que le metía algo en el bolsillo de la chaqueta.

– Una ampolla -explicó Waaler-. Se llama Joseph's Blessing. Desarrollada por el KGB durante la guerra de Afganistán para su uso en atentados, pero se la conoce más como el método de suicidio de los soldados chechenos capturados. Paraliza la respiración pero, a diferencia del ácido prúsico, es insípido e inodoro. La ampolla cabe bien en el ano o debajo de la lengua. Si bebe el contenido disuelto en un vaso de agua, morirá en cuestión de segundos. ¿Has entendido la misión?

Harry se irguió en el asiento. Ya no tosía, pero tenía los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Debe parecer un suicidio?

– Unos testigos del calabozo confirmarán que, por desgracia, no controlaron el ano del detenido cuando ingresó. Eso ya está organizado, no pienses en ello.

Harry aspiró profundamente. Lo mareaba el vaho de la gasolina. El lamento de una sirena ascendía y descendía en la distancia.

– Tenías pensado pegarle un tiro, ¿verdad?

Waaler no contestó. Harry vio un coche de la policía acercarse a la entrada de los calabozos.

– Nunca tuviste intención de detenerlo. Tenías dos pistolas porque habías planeado plantarle la segunda en la mano después de pegarle un tiro, para que pareciera que te había amenazado con ella. Dejaste a Beate y a la madre de Sivertsen en la cocina y gritaste para que ellas pudieran testificar después que habían oído cómo actuaste en defensa propia. Pero Beate salió al pasillo antes de tiempo y tu plan se fue al garete.

Waaler lanzó un hondo suspiro.

– Harry, estamos haciendo limpieza. Igual que tú quitaste de la circulación a aquel asesino de Sidney. Las leyes no funcionan, se redactaron para unos tiempos diferentes, más inocentes. Mientras las modifican, no podemos permitir que la ciudad caiga en manos de los delincuentes. Pero todo esto lo comprenderás tú mismo, ya que te enfrentas a ello a diario, ¿no?

Harry escrutó las ascuas del cigarrillo. Luego asintió con la cabeza.

– Lo único que quiero es tener una idea completa -aseguró.

– De acuerdo, Harry. Escucha. Sven Sivertsen ocupará el calabozo número nueve hasta pasado mañana por la mañana. Es decir, hasta la mañana del lunes. Entonces, lo trasladarán a una celda segura en la cárcel de Ullersmo, donde no podremos acceder a él. La llave del calabozo número nueve está a la derecha, encima del mostrador.

Tienes hasta la media noche de mañana, Harry. Entonces llamaré a los calabozos y me confirmarán que el mensajero asesino ha recibido su merecido. ¿Comprendes?

Harry volvió a asentir con la cabeza.

Waller sonrió.

– ¿Sabes qué, Harry? Pese a la alegría de que finalmente estemos en el mismo equipo, una pequeña parte de mí siente un punto de tristeza. ¿Sabes por qué?

Harry se encogió de hombros.

– ¿Porque creías que había cosas que no podían comprarse con dinero?

Waaler se rió.

– Muy bueno, Harry. Es porque tengo la sensación de haber perdido a un buen enemigo. Somos iguales. Entiendes a qué me refiero, ¿verdad?

– «¿No es maravilloso tener alguien a quien odiar?»

– ¿Cómo?

– Michael Krohn. De los Raga Rockers.

– Veinticuatro horas, Harry. Buena suerte.

QUINTA PARTE

32

Domingo. Las golondrinas

Rakel estaba en el dormitorio, mirándose en el espejo. Había dejado la ventana abierta para oír el coche o los pasos por el camino de gravilla que desembocaba en la casa. Miró la foto de su padre en el tocador, delante del espejo. Siempre la impresionaba lo joven e inocente que parecía en aquella foto.

Como de costumbre, se había recogido el pelo con un sencillo pasador. ¿Debería peinarse de otra manera? El vestido había pertenecido a su madre, un vestido de muselina roja que Rakel había llevado a arreglar, y confiaba en no parecer demasiado compuesta. Cuando era pequeña, su padre le había contado a menudo la primera vez que vio a su madre con aquel vestido y Rakel nunca se cansaba de oír que fue como un cuento.