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Los actores salían y entraban todo el rato en formaciones diversas hasta que se les acabaron las variantes ensayadas y se quedaron como estaban, recibiendo la ovación. Los gritos de «¡Bravo!» retumbaban cada vez que Toya Harang daba un paso al frente para saludar una vez más, y al final, todos los que habían participado en la obra tuvieron que subir al escenario, y Willy Barli abrazó a Toya, y las lágrimas rodaban abundantes, tanto sobre el escenario como en la sala.

Hasta Rakel tuvo que sacar el pañuelo mientras apretaba la mano de Harry.

– Os veo raros -dijo Oleg-. ¿Pasa algo malo o qué?

Rakel y Harry negaron con la cabeza, como si estuviesen sincronizados.

– ¿Habéis hecho las paces? ¿Es eso lo que pasa?

Rakel sonrió.

– Nunca hemos estado enfadados, Oleg.

– ¿Harry?

– ¿Sí, jefe? -Harry miró al retrovisor.

– ¿Quiere decir que podemos volver a ir al cine? ¿A ver una película de hombres?

– Puede ser. Si de verdad es una película de hombres.

– ¿Ah, sí? -preguntó Rakel-. ¿Y qué voy a hacer yo mientras?

– Puedes jugar con Olav y Søs -respondió Oleg con entusiasmo-. Es superguay, mamá. Olav me ha enseñado a jugar al ajedrez.

Habían llegado a casa y Harry detuvo el coche, pero dejó el motor en marcha. Rakel le dio a Oleg las llaves de casa y lo dejó bajarse del coche. Ambos lo siguieron con la mirada mientras el pequeño iba corriendo por la gravilla.

– Dios mío, cómo ha crecido -dijo Harry.

Rakel apoyó la cabeza en el hombro de Harry.

– ¿Entras?

– Ahora no. Hay un último detalle que debo solucionar en el trabajo.

Ella le pasó la mano por la mejilla.

– Puedes venir más tarde. Si quieres.

– Mm. ¿Lo has pensado bien, Rakel?

Ella suspiró, cerró los ojos y apoyó la frente en su cuello.

– No. Y sí. Es un poco como saltar desde una casa en llamas. Caerse es mejor que quemarse.

– Por lo menos hasta que llegas al suelo.

– He llegado a la conclusión de que existe un gran parecido entre caerse y vivir. Entre otras cosas, porque ambos estados son altamente transitorios.

Se miraron en silencio mientras escuchaban el ronroneo irregular del motor. Harry le puso a Rakel un dedo en la barbilla y la besó. Y ella tuvo la sensación de perder el equilibrio, la serenidad, y sólo había una persona a la que podía agarrarse, y esa persona la hacía arder y caer al mismo tiempo.

Rakel no se había dado cuenta de cuánto había durado aquel beso cuando él se liberó de ella despacio.

– Dejo la puerta abierta -le susurró Rakel.

Debía haber sabido que era una estupidez.

Debía haber sabido que era peligroso.

Pero llevaba semanas pensando. Estaba harta de tanto pensar.

33

La noche del domingo. La bendición de José

En el aparcamiento que se extendía delante de los calabozos había pocos coches y ninguna persona.

Harry giró la llave y el motor se apagó con un estertor mortecino.

Miró el reloj. Las veintitrés y diez. Tenía cincuenta minutos.

Sus pasos arrancaban un eco a las paredes de hormigón de Telje, Torp y Aasen.

Harry respiró hondo antes de entrar.

No había nadie en los mostradores de recepción y en la sala reinaba un silencio absoluto. Se percató de un movimiento a su derecha. El respaldo de una silla giró despacio en la sala de guardia. Harry vio medio rostro con una cicatriz de color rojizo que manaba como una lágrima desde un ojo de mirada inexpresiva. La silla volvió a girarse y le dio la espalda.

Groth. Estaba solo. Extraño. O quizá no.

Harry encontró la llave de la celda número nueve tras el mostrador de la izquierda. Se fue hacia los calabozos. Se oían voces desde la sala de los abogados de oficio, pero el número nueve estaba convenientemente emplazado de manera que no tuvo que pasar por ella.

Harry metió la llave en la cerradura y la giró. Esperó un segundo, escuchó un movimiento allí dentro. Y abrió la puerta.

El hombre que lo miraba desde el catre no tenía pinta de ser un asesino. Harry sabía que eso no significaba nada. Unas veces la tenían. Otras, no.

Éste era guapo. Tenía unas facciones puras, pelo oscuro, tupido y corto y unos ojos azules que quizás un día se parecieron a los de su madre, pero que él se había apropiado con los años. Harry rondaba los cuarenta, Sven Sivertsen tenía cincuenta cumplidos. Harry contaba con que la mayoría apostaría a que era al revés.

Por alguna razón, Sivertsen llevaba el uniforme rojo de trabajo de la cárcel.

– Buenas noches, Sivertsen. Soy el comisario Hole. Levántate y date la vuelta, por favor.

Sivertsen enarcó una ceja. Harry balanceó las esposas con gesto elocuente, antes de explicar:

– Son las normas.

Sivertsen se levantó sin mediar palabra y Harry le puso las esposas antes de pedirle que volviera a sentarse en el catre.

En la celda no había sillas, ni un objeto que pudiera utilizarse para autolesionarse o lesionar a otros. Allí dentro, el estado de derecho tenía monopolio para castigar. Harry se apoyó en la pared y sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos arrugado.

– Dispararás el detector de humos -advirtió Sivertsen-. Son muy sensibles.

Tenía una voz de una claridad asombrosa.

– Es verdad, tú ya has estado en la cárcel.

Harry encendió el cigarrillo, se puso de puntillas, quitó la tapa del detector y sacó la pila.

– ¿Y qué dicen las normas de eso? -preguntó Sivertsen irónicamente.

– No me acuerdo. ¿Un cigarrillo?

– ¿Qué es esto? ¿El truco del poli bueno?

– No -Harry sonrió-. Sabemos tanto sobre ti que no necesitamos interpretar un papel, Sivertsen. No necesitamos esclarecer los detalles, no necesitamos el cuerpo de Lisbeth Barli, no necesitamos una confesión. Sencillamente, no necesitamos tu ayuda, Sivertsen.

– Entonces, ¿por qué estás aquí?

– Curiosidad. Practicamos la pesca de profundidad y quería ver qué clase de bicho había mordido el anzuelo esta vez.

Sivertsen soltó una breve risita.

– Esa metáfora es un dechado de imaginación, pero te vas a desilusionar, comisario Hole. Puede que dé la sensación de ser algo grande, pero me temo que no se trata más que de una bota de goma.

– Habla un poco más bajo, por favor.

– ¿Te preocupa que nos oiga alguien?

– Tú haz lo que yo te diga. Se te ve muy tranquilo para ser un hombre al que acaban de detener por cuatro asesinatos.

– Soy inocente.

– Ya. Déjame que te ofrezca un resumen sucinto de la situación, Sivertsen. Hemos encontrado en tu maleta un diamante rojo de los que no se compran precisamente por docenas, pero que también hallamos en todas las víctimas. Además de una Česká zbrojovka, un arma relativamente poco común en Noruega, aunque de la misma marca que la utilizada en el asesinato de Barbara Svendsen. Según tu declaración, estabas en Praga en las fechas en que se cometieron los asesinatos, pero lo hemos comprobado con las compañías aéreas y resulta que estuviste de visita en Oslo en todas las ocasiones, incluido el día de ayer. ¿Qué tal tus coartadas para alrededor de las cinco de la tarde, en esas fechas, Sivertsen?

Sven Sivertsen no contestó.

– Ya me parecía a mí. Así que no me vengas con lo de soy inocente.

– Me da igual lo que pienses, Hole. ¿Algo más?

Harry se puso en cuclillas, todavía con la espalda contra la pared.

– Sí. ¿Conoces a Tom Waaler?

– ¿Quién?

Contestó rápidamente. Demasiado rápidamente. Harry se tomó su tiempo, expulsó el humo hacia el techo. A juzgar por la expresión de su cara, Sven Sivertsen se estaba aburriendo muchísimo. Harry había conocido a asesinos con un caparazón duro, pero con una psique tan blanda como gelatina trémula por dentro. Sin embargo, también existía la variante congelada, que era caparazón hasta el núcleo. Se preguntaba cuán duro sería el que tenía delante.