– No tienes por qué fingir que no te acuerdas de la persona que te detuvo y te tomó declaración, Sivertsen. Lo que me pregunto es si lo conocías de antes.
Harry percibió una levísima vacilación en su mirada.
– Tienes una condena anterior por contrabando. Tanto el arma que hallamos en tu maleta como las demás pistolas tienen unas marcas especiales que proceden de la máquina que se utiliza para limar los números de serie. En los últimos años hemos encontrado las mismas marcas en un número siempre creciente de armas sin registrar. Creemos que, detrás de este tráfico de armas, existe una banda organizada.
– Interesante.
– ¿Has estado traficando con armas para Waaler, Sivertsen?
– Anda, ¿la policía también se dedica a eso?
Sven Sivertsen ni siquiera parpadeó. Pero una gota diminuta de sudor estaba a punto de caer desde la densa raíz del pelo.
– ¿Tienes calor, Sivertsen?
– Un poco.
– Ya.
Harry se levantó, se dirigió al lavabo y, de espaldas a Sivertsen, cogió un vaso de plástico blanco del dispensador y abrió el grifo del agua, que salió a borbotones.
– ¿Sabes qué, Sivertsen? No se me ocurrió hasta que un colega me contó cómo te había detenido Waaler. Entonces recordé su reacción cuando le conté que Beate Lønn había averiguado tu identidad. Por lo general, Waaler es frío como un témpano, pero entonces se quedó pálido y, durante unos minutos, casi paralizado. Entonces pensé que era porque se había dado cuenta de que teníamos un problema, que corríamos el riesgo de que se produjera otro asesinato. Pero cuando Lønn me dijo que Waaler tenía dos pistolas y que te gritó que no le apuntaras, empecé a atar cabos. No fue el miedo a un nuevo asesinato lo que le hizo temblar, sino haberme oído mencionar tu nombre. Él te conocía. Ya que tú eres uno de sus correos. Y, naturalmente, Waaler comprendía que si te acusaban de asesinato, todo saldría a la luz. Todo lo relacionado con las armas que utilizaste, la razón de tus frecuentes viajes a Oslo, todas las conexiones que utilizaste. Incluso un juez contemplaría la posibilidad de una pena más leve si mostrabas tu disposición a colaborar. Por eso planeó pegarte un tiro.
– Pegarme un ti…
Harry llenó el vaso de agua, se dio la vuelta y se fue hasta Sven Sivertsen. Le puso el vaso delante y abrió la cerradura de las esposas. Sivertsen se frotó las muñecas.
– Bebe -dijo Harry-. Y te puedes fumar un pitillo antes de que te las vuelva a poner.
Sven vaciló. Harry miró el reloj. Aún le quedaba media hora.
– Venga, Sivertsen.
Sven cogió el vaso, echó la cabeza hacia atrás y lo apuró sin dejar de mirar a Harry.
Harry se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió antes de pasárselo a Sivertsen.
– No me crees, ¿verdad? -preguntó Harry-. Al contrario, crees que Waaler será quien te saque de esta… ¿cómo llamarla…? lamentable situación, ¿verdad? Que él va a correr algún riesgo por ti, en compensación por el fiel y prolongado servicio prestado a su cartera. En el peor de los casos, que con todo lo que sabes sobre él puedes obligarlo a que te ayude.
Harry negó despacio con la cabeza, antes de continuar.
– Creí que eras más listo, Sivertsen. Los acertijos que preparaste, la puesta en escena, esa forma tuya de ir un paso por delante todo el tiempo. Todo me llevó a imaginar a un tío que sabía exactamente lo que íbamos a pensar y lo que íbamos a hacer. Y ni siquiera eres capaz de entender cómo opera un tiburón como Tom Waaler.
– Tienes razón -dijo Sivertsen echando el humo hacia el techo con los ojos entornados-. No te creo.
Sivertsen sacudió el cigarrillo. La ceniza cayó fuera del vaso vacío que sostenía debajo.
Harry se preguntaba si no estaría presenciando un derrumbe. Pero los había presenciado antes y se había equivocado.
– ¿Sabías que han anunciado un descenso de las temperaturas? -preguntó Harry.
– No sigo las noticias noruegas -respondió Sivertsen con una sonrisa burlona, como si se viera vencedor.
– Lluvia -dijo Harry-. ¿Qué tal sabía el agua?
– Sabía a agua.
– O sea que la bendición de José satisface las expectativas.
– ¿La qué de José?
– Bendición. Blessing. Insípido e inodoro. Se diría que has oído hablar del producto. ¿Quizás incluso has sido tú quien se lo ha pasado de contrabando? ¿Chechenia, Praga, Oslo? -Harry sonrió-. Qué ironía del destino, ¿no?
– ¿De qué estás hablando?
Harry le arrojó un objeto que describió un gran arco en el aire, Sivertsen lo cazó al vuelo y se quedó mirándolo. Parecía una larva. Era una cápsula blanca.
– Está vacía… -constató mirando inquisitivo a Harry.
– Que te aproveche.
– ¿Qué?
– Saludos de nuestro jefe común, Tom Waaler.
Harry dejó escapar el humo por la nariz mientras observaba a Sivertsen. Advirtió la contracción involuntaria de la frente. La nuez que subía y bajaba nerviosa. Los dedos, que, de repente, se vieron en la necesidad de moverse y rascar el mentón.
– Como sospechoso de cuatro asesinatos, deberías estar en una cárcel de máxima seguridad, Sivertsen. ¿Has pensado en ello? Y resulta que te encuentras en un calabozo normal de arresto provisional, donde cualquiera que esté en posesión de una placa policial puede entrar y salir como quiera. Como investigador, podría sacarte de aquí, decirle al guardia que debo llevarte a interrogatorio, firmar tu salida con un garabato y después darte un billete de avión para Praga. O, como ha sido el caso, para el infierno. ¿Quién crees que ha manejado los hilos para que vinieses a parar aquí, Sivertsen? Por cierto, ¿qué tal te encuentras?
Sivertsen tragó saliva. Derrota. Derrumbe. Derrumbe total. -¿Por qué me cuentas esto? -preguntó en un susurro. Harry se encogió de hombros.
– Waaler restringe la información que ofrece a sus súbditos y, como comprenderás, yo soy curioso por naturaleza. ¿No te gustaría a ti también ver el cuadro completo, Sivertsen? ¿O eres de los que creen que conocerán toda la verdad al morir? Bueno. Mi problema es que, en mi caso, todavía falta mucho para eso… Sivertsen se había puesto pálido.
– ¿Otro cigarrillo? -preguntó Harry-. ¿O estás empezando a marearte?
Sivertsen abrió la boca como por consigna, sacudió la cabeza y, un segundo después, una bocanada de vómito amarillo se estrellaba contra el suelo. Se quedó jadeando.
Harry miró displicente algunas gotas que le habían salpicado en la pernera. Se acercó al lavabo, cogió un trozo de papel higiénico, limpió el pantalón, cogió otro trozo y se lo ofreció a Sivertsen, que se limpió la boca con él, hundió la cabeza y escondió la cara entre las manos. Con la voz quebrada por el llanto, se vino abajo y lo contó todo.
– Cuando entré en el pasillo… me quedé perplejo, pero comprendí que estaba actuando. Me guiñó el ojo y giró la cabeza de manera que yo entendiera que sus gritos iban dirigidos a otra persona. Pasaron unos segundo antes de que comprendiera lo que estaba sucediendo. Creí… creí que quería que pareciera que yo iba armado para poder explicar luego que me hubiese dejado escapar. Él tenía dos pistolas. Y yo pensé que una era para mí, para que estuviera armado si alguien nos veía. Así que me quedé esperando a que me diera la pistola. Entonces apareció esa mujer y lo estropeó todo.
Harry había vuelto a apoyar la espalda contra la pared.
– O sea que lo admites: sabías que la policía te estaba buscando en relación con los asesinatos del mensajero ciclista, ¿no?
Sivertsen negó vehemente con la cabeza.
– No, no, yo no soy un asesino. Creía que me perseguían por el tráfico de armas. Y por los diamantes. Sabía que Waaler estaba tras ello, por eso todo iba sobre ruedas. Y por eso, creía yo, estaba intentando que me escapase. Tengo que…