Volvió a arrojar una bocanada de vómito, aunque de color verdoso en esta ocasión.
Harry le dio más papel.
Sivertsen empezó a llorar.
– ¿Cuánto tiempo me queda?
– Depende -dijo Harry.
– ¿De qué?
Harry pisó la colilla contra el suelo, metió la mano en el bolsillo y jugó el as que tenía en la manga.
– ¿Ves esto?
Entre los dedos pulgar e índice sujetaba una píldora de color blanco. Sivertsen asintió con la cabeza.
– Si lo consumes durante los primeros diez minutos después de haber tomado Joseph's Blessing, hay bastantes probabilidades de que sobrevivas. Me lo ha facilitado un amigo que se dedica al sector farmacéutico. Te preguntarás por qué. Bueno. Porque quiero hacer un trato contigo. Quiero que testifiques contra Tom Waaler. Que cuentes todo lo que sabes sobre su conexión con el tráfico de armas.
– Sí, sí, claro. Tú dame la píldora.
– Pero ¿puedo fiarme de ti, Sivertsen?
– Lo juro.
– Necesito una respuesta meditada, Sivertsen. ¿Cómo puedo estar seguro de que no cambiarás de bando otra vez en cuanto yo salga de aquí?
– ¿Cómo?
Harry volvió a guardarse la píldora en el bolsillo.
– Los segundos pasan. ¿Por qué debo confiar en ti, Sivertsen? Convénceme.
– ¿Ahora?
– La bendición de José paraliza la respiración. Muy doloroso, según aquéllos que han sido testigos del fin de algunos que la han tomado.
Sivertsen pestañeó nervioso un par de veces, antes de empezar a hablar.
– Puedes confiar en mí porque es lógico. Si no me muero esta noche, Tom Waaler comprenderá que he revelado su plan de matarme. Entonces no hay vuelta atrás y él tiene que acabar conmigo antes de que yo acabe con él. Sencillamente, no tengo elección.
– Bien, Sivertsen. Continúa.
– Aquí dentro no tengo escapatoria, estaré acabado mucho antes de que vengan a buscarme mañana por la mañana. Mi única oportunidad es desenmascarar a Waaler y que lo detengan lo antes posible. Y la única persona que puede ayudarme en ese sentido eres… tú.
– Enhorabuena, acierto total -dijo Harry y se levantó-. Las manos en la espalda, por favor.
– Pero…
– Haz lo que te digo, vamos a salir de aquí.
– Dame la píldora…
– La píldora se llama Flunipam y no cura mucho más que el insomnio.
Sven miró incrédulo a Harry.
– Eres un…
Harry estaba preparado para el ataque, se apartó a un lado y le propinó un golpe bajo y contundente.
Sivertsen emitió un sonido similar al que se produce al abrir la válvula de una pelota de playa y se encogió.
Harry lo sujetó con una mano y le puso las esposas con la otra.
– Yo no me preocuparía demasiado, Sivertsen. Anoche vacié el contenido de la ampolla de Waaler. Tendrás que hablar de un posible mal sabor del agua con la compañía de servicio de agua Oslo Vannverk.
– Pero yo…
Ambos miraron el vómito.
– Tienes un estómago sensible -dijo Harry-. No se lo contaré a nadie.
El respaldo de la sala de guardia giró despacio y dejó a la vista un ojo a medio cerrar. El ojo reaccionó al verlos y los pliegues de piel flácida retrocedieron sobre el globo ocular, que resultó ser enorme y que los miraba fijamente. Groth, apodado Gråten, levantó de la silla su descomunal cuerpo con una rapidez sorprendente.
– ¿A qué viene esto? -preguntó con un ladrido.
– El detenido del calabozo nueve -dijo Harry señalando a Sivertsen con la cabeza-. Lo vamos a interrogar en la sexta. ¿Dónde firmo?
– ¿Que lo vais a interrogar? No sé nada de un interrogatorio.
Gråten se había colocado a cierta distancia del mostrador, con los brazos cruzados y las piernas separadas.
– Según tengo entendido, no solemos informaros de eso, Groth -observó Harry.
Gråten miraba alternativamente a Harry y a Sivertsen, lleno de desconcierto.
– Relájate -dijo Harry-. Sólo es un cambio de planes. El detenido no quiere tomar su medicina. Haremos otra cosa.
– No sé de qué me estás hablando.
– Ya, y si no tienes ganas de saber más, te sugiero que pongas el libro de firmas en el mostrador ahora, Groth -dijo Harry-. Tenemos prisa.
Gråten los miró fijamente con el ojo lloroso, mientras cerraba el otro.
Harry se concentraba en respirar con la esperanza de que fuera no se oyesen los latidos de su corazón. Todo su plan podía derrumbarse en aquel lugar y en aquel momento como un castillo de naipes. Buena imagen. Un puñetero castillo de naipes. Sin un solo as. Su única esperanza era que el cerebro de rata de Groth reaccionase como él había supuesto. Una suposición superficialmente basada en el postulado de Aune de que, cuando está en juego el interés propio, la capacidad de las personas de pensar racionalmente es inversamente proporcional a su inteligencia.
Gråten gruñía.
Harry confiaba en que eso significara que lo había entendido. Que, para él, conllevaba menor riesgo que Harry firmase la salida del detenido según las reglas. De ese modo, podría explicarles más tarde a los investigadores exactamente lo que había sucedido. En lugar de arriesgarse a que lo cogieran en una mentira cuando dijera que nadie había entrado o salido hacia la hora en que se produjo el extraño fallecimiento en el calabozo nueve. Cabía esperar que, en aquel momento, Groth estuviese pensando que Harry podía quitarle el dolor de un plumazo, que aquello era una buena cosa. No existía motivo alguno para comprobaciones, el propio Waaler le había dicho que aquel idiota estaba ahora de su lado.
Gråten carraspeó.
Harry escribió su nombre en la línea de puntos.
– En marcha -ordenó empujando a Sivertsen delante de sí.
El aire nocturno del aparcamiento le produjo en la garganta la misma sensación que una cerveza fría.
34
La noche del domingo. Ultimátum
Rakel se despertó.
Alguien había abierto la puerta de abajo.
Se dio la vuelta en la cama y miró el reloj. La una y cuarto.
Se estiró y se quedó escuchando. Notó cómo la sensación de somnoliento bienestar iba cediendo poco a poco a un hormigueo expectante. Decidió fingir que estaba dormida cuando él se metiera en la cama. Sabía que era un juego pueril, pero le gustaba. Él estaría quieto, respirando. Y, cuando ella se diese la vuelta en sueños y su mano se posara como al azar en su estómago, oiría cómo empezaba a respirar más rápido y profundo. Y se quedarían así, tumbados, sin moverse, para ver quién aguantaba más, como una competición. Y él perdería.
Tal vez.
Cerró los ojos.
Y volvió a abrirlos al cabo de un rato. La inquietud se había agazapado bajo su epidermis.
Se levantó, abrió la puerta del dormitorio y prestó atención.
Silencio absoluto.
Se fue hasta la escalera.
– ¿Harry?
La preocupación que resonó en su voz le agudizó el miedo.
Se armó de valor y bajó.
No había nadie.
Se dijo que la puerta principal, que no había cerrado con llave, no había quedado bien encajada y que seguramente se despertó cuando el viento la cerró de golpe.
Echó la llave y se sentó en la cocina a tomarse un vaso de leche. Oyó el crujir de las vigas de madera, como si las viejas paredes de la casa hablaran entre sí.
A la una y media se levantó de la silla. Harry se había marchado a casa. Y nunca sabría que, aquella noche, él ganaría la competición.
De camino al dormitorio, un pensamiento aciago cruzó su mente provocándole un instante de blanco pánico. Se dio la vuelta. Y respiró aliviada al ver desde el umbral de la habitación de Oleg que el pequeño dormía en su cama.