Los cables de acero chirriaron cuando el ascensor reanudó el ascenso.
35
Noche del domingo. Delicioso absurdo
– Espero que te guste Iggy Pop -dijo Harry encadenando a Sven Sivertsen al radiador que había bajo la ventana del 406-. Es la única vista que tendremos durante un buen rato.
– Podría haber sido peor -dijo Sven mirando el póster-. Vi a Iggy y The Stooges en Berlín. Probablemente, antes de que hubiera nacido el joven que vivía aquí.
Harry miró el reloj. La una y diez. Seguramente, Waaler y sus hombres habrían registrado su apartamento de la calle Sofie y estarían haciendo la ronda de rigor por los hoteles. Era imposible saber de cuánto tiempo disponían. Harry se dejó caer en el sofá y se frotó la cara con las palmas de las manos.
«¡Al diablo con Sivertsen!»
Era un plan tan sencillo… No tenía más que llegar a un lugar seguro y luego llamar a Bjarne Møller y al comisario jefe de la Policía Judicial para que escucharan el testimonio de Sven Sivertsen a través del teléfono. Contarles que tenían tres horas para detener a Tom Waaler antes de que Harry llamara a la prensa e hiciera estallar la bomba. Una elección sencilla. Luego no tendrían más que aguardar sin hacer nada hasta que se hubiese confirmado la detención de Tom Waaler. A continuación, Harry marcaría el número de Roger Gjendem, el periodista del Aftenposten, y le pediría que llamase al comisario jefe para que comentara la detención. Entonces, cuando fuera oficial, Harry y Sivertsen podrían salir de su agujero.
Una jugada bastante segura si Sivertsen no le hubiese dado un ultimátum.
– Qué, si…
– Ni lo intentes, Hole.
Sivertsen ni siquiera lo miró.
«¡Mierda!»
Harry volvió a echarle una ojeada al reloj. Sabía que tenía que dejar de hacerlo, que debía olvidarse del factor tiempo y pensar, reorganizar los pensamientos, improvisar, ver las posibilidades que ofrecía la situación. ¡Joder!
– De acuerdo -dijo Harry al fin cerrando los ojos-. Cuéntame tu historia.
Las esposas emitieron un ruidito cuando Sven Sivertsen se inclinó.
Harry estaba fumando delante de la ventana abierta mientras escuchaba la voz clara de Sven Sivertsen, que tomó como punto de partida para su relato el día en que, a los diecisiete años, se vio con su padre por primera vez.
– Mi madre creía que yo estaba en Copenhague, pero había ido a Berlín con la intención de buscarlo. Vivía en una casa enorme protegida por perros guardianes y situada en el barrio de las embajadas, junto al parque Tiergarten. Conseguí convencer al jardinero para que me acompañase hasta la puerta de entrada y llamé al timbre. Cuando abrió la puerta, fue como mirarme en el espejo. Nos quedamos así, mirándonos el uno al otro, no tuve ni que decir quién era. Al cabo de unos minutos, rompió a llorar y me abrazó. Me quedé en su casa cuatro semanas. Estaba casado y tenía tres hijos. No le pregunté en qué trabajaba y él tampoco me lo contó. Randi, su mujer, se recuperaba de una dolencia cardiaca muy grave en un lujoso sanatorio de los Alpes. Sonaba a novela rosa y en alguna ocasión pensé que eso era lo que lo había inspirado a enviarla allí. No cabía duda de que la amaba. O quizá sea más correcto decir que estaba enamorado de ella. Cuando hablaba de la posibilidad de que ella muriera, parecía un melodrama por entregas. Una tarde recibimos la visita de una amiga de su mujer. Mientras tomábamos el té, mi padre dijo que el destino había puesto a Randi en su camino, pero que se habían amado tanto y de forma tan desvergonzada, que el destino los había castigado haciendo que ella se marchitase alejada de él, pero conservando su belleza. Esa misma noche bajé a mirar en su licorera, porque no podía conciliar el sueño. Entonces vi a la amiga salir de puntillas del dormitorio.
Harry asintió con la cabeza. ¿Eran figuraciones suyas o había refrescado al caer la noche? Sivertsen se movía nervioso.
– Durante el día, tenía la casa para mí solo. Mi padre tenía dos hijas, una de catorce años y otra de dieciséis. Bodil y Alice. Ni que decir tiene que, para ellas, yo resultaba irresistiblemente emocionante. Un medio hermano mayor desconocido que había venido del gran mundo. Ambas estaban enamoradas de mí, pero yo me decidí por Bodil, la más joven. Un día llegó pronto del colegio y la llevé al dormitorio de mi padre. Después, ella quiso quitar las sabanas manchadas de sangre, pero yo la eché, le di la llave al jardinero y le dije que se la entregara a mi padre. Al día siguiente, en el desayuno, mi padre me preguntó si quería trabajar para él. Así fue como empecé a traficar con diamantes.
Sivertsen guardó silencio.
– El reloj sigue marcando las horas -le advirtió Harry.
– Operaba desde Oslo. Aparte de un par de meteduras de pata que resultaron en sendas condenas condicionales, lo hacía muy bien. Mi especialidad era pasar la aduana en los aeropuertos. Era la mar de fácil. Sólo había que vestir bien, como una persona respetable, aparentar calma y actuar sin miedo. Y yo no tenía miedo, a mí me la soplaba. Solía utilizar un alzacuello. Claro que es un truco bastante obvio que puede llamar la atención de los agentes de aduanas, pero lo importante es saber cómo caminan los sacerdotes, cómo llevan el pelo, el tipo de calzado que utilizan, cómo llevan las manos y cómo fruncen el entrecejo. Si aprendes esos detalles, casi nunca te paran. Porque, aunque un agente de aduanas sospeche de ti, las exigencias para darle el alto a un cura son altas. Si se ponen a rebuscar en la maleta de un sacerdote y no encuentran nada, y dejan pasar sin ningún inconveniente al hippy melenudo, tendrán dificultades, sin duda. Y el gremio de los agentes de aduanas es como todos, les importa que el público tenga una imagen positiva, aunque sea falsa, de que hacen un buen trabajo. Mi padre murió de cáncer en 1985. La dolencia cardiaca incurable de Randi siguió siendo incurable, pero no le impidió volver a casa y hacerse cargo del negocio. No sé si le habían contado que Bodil había perdido la virginidad conmigo. En cualquier caso, de repente, me vi en el paro. Según Randi, Noruega había dejado de ser un área en la que valiese la pena invertir y tampoco me ofreció otra cosa. Después de unos años en Oslo sin hacer nada, me mudé a Praga, que, tras la caída del telón de acero, se había convertido en un paraíso del contrabando. Hablaba bastante bien el alemán y no tardé en acomodarme. Y empecé a ganar mucho dinero fácil del que me deshacía con la misma facilidad. Hice amigos, pero no intimé con ninguno. Tampoco con mujeres. No lo necesitaba. ¿Sabes por qué, Hole? Me di cuenta de que había recibido un regalo de mi padre, la facultad de estar enamorado.
Sivertsen señaló con la cabeza el póster de Iggy Pop.
– No existe afrodisiaco más fuerte para las mujeres que un hombre enamorado. Mi especialidad eran las mujeres casadas, con ellas había menos problemas. En las temporadas de poca actividad, incluso podían ser una fuente de ingresos muy bienvenida, aunque efímera. Y así fueron pasando los años, sin que me afectase mucho. A lo largo de más de treinta años, mi sonrisa fue gratuita, la cama, un lugar de reunión público, y la polla, el testigo de una carrera de relevos.
Sivertsen apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos.
– Puede que suene un tanto cínico pero, créeme, cada declaración de amor que salía de mi boca era tan auténtica y sincera como las que mi madrastra recibía de mi padre. Les daba todo lo que tenía. Hasta que les llegaba su hora y las echaba a la calle. Yo no podía permitirme pagar un sanatorio. Así terminaba siempre y así creí que seguiría siendo. Hasta que un día de otoño de hace dos años entré en el café del Gran Hotel Europa, en Václavské Náměstí, y allí estaba ella, Eva. Sí, así se llamaba, y no es verdad que no existan las paradojas, Hole. Lo primero que me vino a la mente fue que no era ninguna belleza, sólo se comportaba como si lo fuera. Pero las personas que están convencidas de que son bellas, se vuelven bellas. Se me dan bien las mujeres y me acerqué a ella. No me mandó a la mierda, sino que me trató con un distanciamiento que me volvió loco.