Sivertsen sonrió con amargura.
– Porque no existe afrodisiaco más fuerte para un hombre que una mujer que no está enamorada.
»Ella era veintiséis años más joven que yo, tenía más estilo del que yo tendré jamás y, lo más importante, no me necesitaba. Podía haber continuado trabajando en ese oficio que ella cree que desconozco. Azotar y hacer mamadas a ejecutivos alemanes.
– ¿Y por qué no lo hizo? -dijo Harry soltando el humo hacia el techo.
– Estaba perdida. No tenía elección. Porque yo estaba enamorado. Lo bastante enamorado para compensar por los dos. Pero la quería para mí solo, y Eva es como la mayoría de las mujeres cuando no están enamoradas, aprecia la seguridad económica. Así que, para conseguir la exclusividad, tuve que reunir el dinero suficiente. El contrabando de diamantes de sangre de Sierra Leona era de bajo riesgo, pero no dejaba el margen necesario para volverme irresistiblemente rico. Los estupefacientes implicaban un alto riesgo. Por eso entré en contacto con el tráfico de armas. Y con el Príncipe. Nos vimos dos veces en Praga para acordar el procedimiento y las condiciones. La segunda vez quedamos en la terraza de un restaurante de la plaza Václav. Convencí a Eva para que hiciera de turista que estaba sacando fotos, y la mesa en la que estábamos el Príncipe y yo salía, casualmente, en la mayoría de ellas. Algunas personas que se han resistido a saldar sus deudas después de haberles prestado mis servicios han recibido copias de ese tipo de fotos en el correo, junto con un recordatorio de pago. Funciona. Pero el Príncipe es la puntualidad misma, nunca he tenido problemas con él. Y no me enteré de que era policía hasta más adelante.
Harry cerró la ventana y se sentó en el sofá cama.
– Esta primavera, un tipo se puso en contacto conmigo por teléfono -continuó Sivertsen-. Era noruego, con acento del este del país. Ignoro cómo había conseguido mi número. Daba la impresión de saberlo todo sobre mí. Era casi escalofriante. O bueno, era totalmente escalofriante.
»Sabía quién era mi madre. Y las condenas que me habían caído. Y sabía de los diamantes en forma de pentagrama que habían constituido mi especialidad durante muchos años. Pero lo peor era que estaba al corriente de que había empezado con el tráfico de armas. Quería ambas cosas. Un diamante y una Česká con silenciador. Me ofreció una suma desorbitada. Le expliqué que lo del arma era imposible, que debía ir por otros canales, pero él insistió, la quería directamente, nada de intermediarios. Subió la oferta. Y Eva es, como ya he dicho, una mujer con exigencias y no podía permitirme perderla. Así que nos pusimos de acuerdo.
– ¿Exactamente en qué os pusisteis de acuerdo?
– Él tenía instrucciones muy específicas en cuanto a la entrega. Debía tener lugar en el parque Frognerparken, al lado de la fuente, justo debajo del monolito. La primera entrega fue hace poco más de cinco semanas. Debía producirse a las cinco de la tarde, hora en la que abundan los turistas y la gente que acude al parque después del trabajo. Eso nos permitiría deambular por allí sin que nadie se fijara en nosotros, dijo. De todos modos, las probabilidades de que alguien me reconociera eran mínimas. Hace muchos años, en el bar que más frecuentaba en Praga, vi a un tío que solía darme palizas en el colegio. Me miró sin verme. Él y una tía con la que me acosté cuando ella estaba de viaje de novios en Praga son las únicas personas de Oslo que he visto desde que me fui de aquí, ¿comprendes?
Harry asintió con la cabeza.
– Como quiera que sea -dijo Sivertsen-. El cliente no quería que nos viéramos y a mí eso me parecía bien. Yo llevaría la mercancía en una bolsa de plástico marrón que debía dejar en el cubo de basura verde que hay justo delante de la fuente, y luego largarme en seguida. Era muy importante que fuera puntual. Había recibido en mi cuenta de Suiza un ingreso por el importe de la cantidad acordada. Dijo que dudaba de que yo le engañase, dado que me había localizado. Y tenía razón. ¿Me puedes dar un cigarrillo?
Harry se lo encendió.
– Al día siguiente de la primera entrega me llamó otra vez y me encargó una Glock 23 y otro diamante de sangre para la semana siguiente. En el mismo lugar, a la misma hora, según el mismo procedimiento. Era domingo, pero también había mucha gente.
– El mismo día y la misma hora que el primer asesinato, el de Marius Veland.
– ¿Cómo?
– Nada. Continúa.
– Esto se repitió tres veces. Con intervalos de cinco días. Pero la última vez fue algo diferente. Me informó de dos entregas. Una el sábado y otra el domingo, es decir, ayer. El cliente me pidió que durmiera en casa de mi madre la noche del sábado, así sabría dónde contactar conmigo de producirse algún cambio de planes. A mí no me importaba, había pensado hacerlo de todos modos. Tenía ganas de ver a mi madre y, además, le traía buenas noticias.
– ¿Que iba a ser abuela?
Sivertsen asintió con la cabeza.
– Y que iba a casarme.
Harry apagó el cigarrillo.
– ¿Así que lo que estás diciendo es que el diamante y la pistola que encontramos en tu maleta era para la entrega del domingo?
– Sí.
– Ya.
– ¿Y qué, si no? -preguntó Sivertsen al cabo de un silencio que empezaba a prolongarse de más.
Harry se cruzó las manos en la nuca, se tumbó en el sofá cama y bostezó.
– Como seguidor de Iggy, supongo que has oído el Blah-Blah-Blah, ¿no? Buen disco. Delicioso absurdo.
– ¿Delicioso absurdo?
Sven Sivertsen dio un codazo al radiador, que resonó hueco.
Harry se incorporó.
– Tengo que airear el cráneo un poco. Hay una gasolinera por aquí cerca que abre las veinticuatro horas. ¿Te traigo algo?
Sivertsen cerró los ojos.
– Escucha, Hole. El mismo barco. Un barco que se hunde. ¿De acuerdo? No sólo eres feo, también eres tonto.
Harry se levantó riéndose.
– Me lo pensaré.
Veinte minutos más tarde, cuando Harry volvió de la calle, halló a Sven durmiendo en el suelo, apoyado en el radiador y con la mano encadenada levantada como en un saludo.
Harry dejó en la mesa dos hamburguesas, patatas fritas y un gran refresco de cola.
Sven ahuyentó el sueño frotándose los ojos.
– ¿Has estado pensando, Hole?
– Sí.
– ¿En qué?
– En las fotos que tu novia sacó de ti y de Waaler en Praga.
– ¿Qué tienen que ver esas fotos con esto?
Harry le quitó las esposas.
– Las fotos no tienen nada que ver con esto. Pero he estado pensando en que ella se hizo pasar por turista. E hizo lo que hacen los turistas.
– ¿O sea?
– Ya te lo he dicho. Sacar fotos.
Sivertsen se frotó las muñecas y echó una ojeada a la comida que había en la mesa.
– ¿Qué tal unos vasos para la bebida, Hole?
Harry señaló la botella.
Sven destapó la botella mientras miraba a Harry con los ojos entrecerrados.
– ¿Así que te atreves a beber de la misma botella que un asesino en serie?
Harry contestó con la boca llena de hamburguesa.
– La misma botella. El mismo barco.
Olaug Sivertsen estaba en la salita con la mirada perdida. No había encendido la luz con la esperanza de que creyeran que no estaba en casa y la dejaran en paz. Había recibido infinidad de llamadas, habían aporreado su puerta, le habían gritado desde el jardín y le habían arrojado guijarros a la ventana de la cocina. «Ningún comentario», le había advertido el comisario al tiempo que arrancaba el cable del teléfono. Al final, se quedaron fuera esperando, armados con sus objetivos largos y negros. En un momento en que se acercó a una de las ventanas para correr las cortinas, oyó los sonidos de insecto de sus aparatos. Bsssss-clic. Bsssss-clic.