– Buenos días -lo saludó un hombre que, aparecido de la nada, se había plantado delante de Roger. Llevaba una cazadora negra y gafas de sol de piloto, pese a que el aparcamiento se hallaba en penumbra. Roger había visto suficientes policías como para saber cuándo se encontraba ante uno de ellos.
– Buenos días -dijo Roger.
– Tengo un mensaje para ti, Gjendem.
El hombre tenía los brazos caídos a ambos lados del cuerpo. Vio que tenía en las manos un vello negro. Roger pensó que habría sido más normal que las llevara en los bolsillos de la chupa. O a la espalda. O entrelazadas delante. Tal como estaba, daba la impresión de ir a utilizar las manos para algo, aunque resultaba imposible entender para qué.
– ¿Sí? -dijo Roger. Oyó cómo el eco de su propia «i» vibraba un momento entre los muros, el sonido de un signo de interrogación.
El hombre se inclinó hacia delante.
– Tu hermano menor está en la cárcel de Ullersmo -dijo el hombre.
– ¿Y qué?
Roger sabía que, fuera, el sol de la mañana brillaba sobre la ciudad, pero allí, en el interior de aquellas catacumbas de coches, de pronto sintió un frío helador.
– Si él te importa, tienes que hacernos un favor. ¿Me has oído, Gjendem?
Roger asintió con la cabeza, sorprendido.
– Si te llama el comisario Harry Hole, queremos que hagas lo siguiente. Pregúntale dónde está. Si no quiere decírtelo, intenta conseguir una cita con él. Di que no quieres arriesgarte a imprimir su historia sin verlo cara a cara. La reunión debe celebrarse antes de la medianoche de hoy.
– ¿Qué historia?
– Posiblemente, verterá acusaciones infundadas contra un comisario cuyo nombre no quiero revelar, pero no debes preocuparte por eso. De todas formas, nunca saldrá en los periódicos.
– Pero…
– ¿Me has oído? Cuando te haya llamado, marcarás este número e informarás de dónde se encuentra Hole o de la hora a la que hayáis quedado en veros. ¿Comprendido?
Metió la mano izquierda en el bolsillo y le dio a Roger un trozo de papel.
Roger miró el papelito y negó con la cabeza. A pesar del miedo que sentía, notaba que la risa quería aflorarle a la garganta. ¿O quizás era precisamente por el miedo?
– Sé que eres policía -dijo Roger haciendo un esfuerzo por no sonreír-. Comprenderás que es imposible. Soy periodista, no puedo…
– Gjendem. -El hombre se había quitado las gafas de sol. A pesar de la oscuridad, sus pupilas no eran más que unos puntos diminutos en el iris gris-. Tu hermano menor está en la celda A107. Le pasan su dosis todos los martes, como a los demás drogatas que tienen allí. Se la mete directamente en la vena, nunca controla la droga. Hasta ahora todo ha ido bien. ¿Entiendes?
Roger no se preguntaba si lo había oído bien. Sabía que lo había oído bien.
– Bien -dijo el hombre-. ¿Alguna pregunta?
Roger tuvo que humedecerse los labios antes de contestar.
– ¿Por qué pensáis que Harry Hole va a llamarme a mí?
– Porque está desesperado -explicó el hombre poniéndose de nuevo las gafas de sol-. Y porque ayer le diste tu tarjeta de visita delante del Teatro Nacional. Que tengas un buen día, Gjendem.
Roger permaneció donde estaba hasta que el hombre hubo desaparecido. Inspiró el húmedo aire polvoriento de catacumba del aparcamiento. Y, cuando echó a andar para recorrer la corta distancia que lo separaba del edificio Postgiro, lo hizo con paso lento y desganado.
Los números de teléfono saltaban y bailaban en la pantalla que Klaus Torkildsen tenía delante, en la sala de control de la central de operaciones de Telenor para la ciudad de Oslo. Les había dicho a sus compañeros que no quería que nadie lo molestara y había cerrado la puerta con llave.
Tenía la camisa totalmente empapada en sudor. No porque hubiese acudido al trabajo corriendo. Llegó andando, ni muy rápido ni muy despacio, y ya enfilaba su despacho cuando la recepcionista gritó su nombre para que se detuviese. Bueno, su apellido. Él lo prefería.
– Tienes visita -le había dicho la joven señalando a un hombre que aguardaba sentado en el sofá de la recepción.
Klaus Torkildsen se quedó boquiabierto, ya que ocupaba un puesto que no implicaba recibir visitas. No era una casualidad, su elección de profesión y su vida privada estaban gobernadas por el deseo de no tener más contacto directo con otras personas que el estrictamente necesario.
El hombre del sofá se levantó, le dijo que era policía y le pidió que se sentara. Y Klaus se dejó caer en un sillón, donde se quedó cada vez más hundido mientras notaba que el sudor brotaba por todos sus poros. La policía. No había tenido que ver con ellos en quince años y, pese a que sólo se había tratado de una multa, el mero hecho de ver un uniforme en la calle desencadenaba en él la paranoia. Las glándulas sudoríparas de Klaus permanecieron abiertas desde que el hombre empezó a hablar.
El hombre fue directamente al grano y le explicó que lo necesitaban para rastrear un teléfono móvil. Klaus había realizado un trabajo similar para la policía en otra ocasión. Era relativamente sencillo.
Un móvil que está encendido emite cada media hora una señal que queda registrada en las estaciones base distribuidas por diversos lugares de la ciudad. Las estaciones base captan y registran también, por supuesto, todas las llamadas entrantes y salientes del abonado. Así pues, partiendo del área de cobertura de cada estación base, podía hacerse una localización cruzada y llegar al punto de la ciudad donde se encontraba el teléfono, situado normalmente dentro de un área inferior a un kilómetro cuadrado. Por eso se había armado tanto jaleo la única vez que él participó en algo así, en el caso de asesinato de Baneheia, en Kristiansand.
Klaus le aclaró que era preciso pedir permiso al jefe para una posible intervención telefónica, pero el hombre argumentó que se trataba de un asunto urgente, que no había tiempo de utilizar el conducto oficial. Además de un número de móvil definido (que Klaus había averiguado que pertenecía a un tal Harry Hole), el hombre quería que Klaus vigilase las llamadas entrantes y salientes de varias de las personas con las que se podía pensar que contactaría el hombre buscado. Y le facilitó a Klaus una lista de números de teléfono y direcciones de correo electrónico.
Klaus preguntó por qué venían a pedírselo a él precisamente, ya que había otras personas con más experiencia que él en ese tipo de acciones. El sudor se le había solidificado en la espalda y empezaba a sentir frío a causa del aire acondicionado de la recepción.
– Porque sabemos que tú no vas a largar sobre el asunto, Torkildsen. Igual que nosotros no vamos a largarles a tus jefes ni a tus colegas que prácticamente te cogieron con el culo al aire en el Stensparken en enero de 1987. La agente de policía que hacía la ronda dijo que no llevabas absolutamente nada debajo de la gabardina. Pasarías un frío de cojones…
Torkildsen tragó saliva. Le habían dicho que se borraría del registro de sanciones después de unos años.
Y luego había seguido tragando saliva.
Porque era completamente imposible rastrear ese móvil. Estaba encendido y, en efecto, él recibía una señal cada media hora. Pero cada vez desde un sitio diferente de la ciudad, como si le estuviera tomando el pelo.
Se centró en los otros destinatarios de la lista. Uno era un número interno de la calle Kjølberggata 21. Comprobó el número. Correspondía a la policía Científica.
Beate cogió el teléfono enseguida.
– ¿Qué pasa? -preguntó la voz al otro lado del hilo.
– Hasta ahora, nada -dijo ella.
– Ya.
– Tengo a dos hombres revelando fotos y me las ponen en la mesa a medida que las van terminando.
– ¿Y Sven Sivertsen no aparece?
– Si estuvo en la fuente del Frognerparken cuando mataron a Barbara Svendsen, ha tenido mala suerte. Por lo menos no está en ninguna de las fotos que he visto hasta ahora, y estamos hablando de cerca de cien fotos.