Выбрать главу

– Blanco, camisa de manga corta y pantalón…

– Harry, todo eso ya me lo has dicho.

– ¿Ni siquiera una cara que se le parezca?

– Tengo buen ojo para las caras, Harry. No está en las fotos.

– Ya.

Le hizo un gesto a Bjørn Holm para que entrara con otro montón de fotos que aún apestaban a los productos químicos del revelado. El colega las dejó en la mesa, señaló una de ellas, levantó el pulgar y desapareció.

– Espera -dijo Beate-. Me acaban de traer algo. Son fotos del grupo que estuvo allí el sábado alrededor de las cinco. Veamos…

– Venga.

– Sí. Vaya… ¿Adivina a quién estoy viendo en estos momentos?

– ¿De verdad?

– Sí. Sven Sivertsen en persona. De perfil, justo delante de los seis gigantes de Vigeland. Parece que lo han captado justo cuando pasaba por allí.

– ¿Lleva una bolsa de plástico marrón en la mano?

– La foto está cortada demasiado arriba para poder verlo.

– Vale, pero por lo menos estuvo allí.

– Sí, Harry, pero el sábado no asesinaron a nadie. Así que no es una coartada.

– Pero al menos significa que parte de lo que dice es verdad.

– Bueno, las mejores mentiras contienen un noventa por ciento de verdad.

Beate notó cómo se le calentaban los lóbulos de las orejas cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que aquellas palabras eran una cita del evangelio de Harry. Incluso había utilizado su tono.

– ¿Dónde estás? -se apresuró a decir.

– Como ya he dicho, es mejor para ambos que no lo sepas.

– Lo siento, se me había olvidado.

Pausa.

– Nosotros… bueno, vamos a seguir repasando fotos -dijo Beate-. Bjørn se hará con las listas de los grupos de turistas que hayan estado en el Frognerparken cuando se cometieron los otros asesinatos.

Harry colgó con un gruñido que Beate interpretó como un «gracias».

El comisario se presionó la base de la nariz con los dedos índice y pulgar y cerró los ojos con fuerza. Contando las dos horas de aquella mañana, había disfrutado de seis horas de sueño en los últimos tres días. Y sabía que podía pasar mucho tiempo antes de que tuviera oportunidad de dormir alguna más. Había soñado con calles. Vio el mapa de su despacho pasar ante su mirada mientras soñaba con los nombres de las calles de Oslo. La calle Son, Nittedal, Sorum, Skedsmo y todas aquellas calles de Kampen, tan difíciles de recordar. Luego se convirtió en otro sueño en el que era de noche y había nevado y él iba caminando por una calle de Grünerkikka (¿la calle Markveien, Tofte?) y había un coche rojo deportivo aparcado con dos personas dentro. Y cuando se acercó, comprobó que una de ellas era una mujer con cabeza de cerdo que llevaba un vestido anticuado y él gritó su nombre, llamó a Ellen, pero cuando ella se volvió hacia él con la intención de responder, vio que tenía la boca llena de grava que se derramaba. Harry estiró el cuello anquilosado primero hacia un lado, luego hacia el otro.

– Escucha -dijo intentando fijar la vista en Sven Sivertsen, que estaba acostado en el colchón que había en el suelo-. La chica con la que acabo de hablar por teléfono ha puesto en marcha, por ti y por mí, un asunto que no sólo puede costarle el empleo, sino también que la encierren por complicidad. Necesito algo que pueda tranquilizarla un poco.

– ¿A qué te refieres?

– Quiero que vea una copia de las fotos que tienes de Waaler y tú en Praga.

Sivertsen se rió.

– ¿Eres un poco corto, Harry? Te he dicho que es la única carta de la que dispongo para negociar. Si me la juego ahora, puedes ir dando por terminada la acción de rescate de Sivertsen.

– Puede que lo hagamos antes de lo que imaginas. Han encontrado una foto tuya en el Frognerparken, una foto del sábado. Pero ninguna del día que asesinaron a Barbara Svendsen. Bastante extraño, ya que los japoneses llevan todo el verano bombardeándolo con sus flashes, ¿no te parece? Como mínimo, son malas noticias para la historia que me has contado. Por eso quiero que llames a tu chica y le pidas que le envíe esa foto por correo electrónico o por fax a Beate Lønn, de la policía Científica. Ella puede difuminar la cara de Waaler si piensas que necesitas conservar tu supuesta carta de triunfo. Pero quiero ver una foto tuya y de otro tío en esa plaza. Un tío que quizá sea Waaler.

– La plaza Václav.

– Lo que sea. Tu chica tiene una hora a partir de este momento. Si no, nuestro acuerdo es historia. ¿Entiendes?

Sivertsen se quedó mirándolo un buen rato, antes de contestar.

– No sé si estará en casa.

– No está trabajando -dijo Harry-. Una pareja sentimental preocupada y embarazada. Está en casa esperando tu llamada, ¿verdad? Espero por tu bien que así sea. Quedan cincuenta y nueve minutos.

La mirada de Sivertsen mariposeaba por toda la habitación hasta que, finalmente, volvió a aterrizar en Harry. Negó con la cabeza.

– No puedo, Hole. No puedo mezclarla en esto. Ella es inocente. De momento, Waaler no sabe de su existencia ni dónde vivimos en Praga, pero si esto nos sale mal, sé que lo averiguará. Y entonces también irá a por ella.

– ¿Y qué crees que le parecerá a ella verse sola con un niño cuyo padre está cumpliendo cadena perpetua por cuatro asesinatos? La peste o el cólera, Sivertsen. Cincuenta y ocho.

Sivertsen apoyó la cara en las manos.

– Joder…

Cuando levantó la vista, vio que Harry estaba ofreciéndole el móvil.

Se mordió el labio inferior. Cogió el teléfono. Marcó un número. Se llevó el aparato a la oreja. Harry miró el reloj. El segundero se movía incansable. Sivertsen se movía intranquilo. Harry contó veinte segundos.

– ¿Bueno?

– Puede que se haya ido a ver a su madre, que vive en Brno -dijo Sivertsen.

– Peor para ti -respondió Harry con la mirada todavía puesta en el reloj-. Cincuenta y siete.

Entonces, oyó que el teléfono se caía al suelo, levantó la vista y le dio tiempo a ver la cara desencajada de Sivertsen antes de sentir la mano que se aferraba a su cuello. Harry levantó ambos brazos con fuerza alcanzando las muñecas de Sivertsen, que se vio obligado a soltarlo. Harry lanzó el puño contra la cara que tenía delante, dio con algo, notó cómo cedía. Pegó otra vez, sintió la sangre que le corría caliente y viscosa por entre los dedos e hizo una extraña asociación: era mermelada de fresa recién hecha que caía en las rebanadas de pan blanco, en casa de la abuela. Levantó la mano para golpear otra vez. Vio a aquel hombre que, encadenado e indefenso, intentaba cubrirse, pero tal visión lo hizo sentir aún más ira. Cansado, asustado e iracundo.

– Wer ist da?

Harry se quedó de piedra. Sivertsen y él se miraron. Ninguno de los dos había pronunciado una sola palabra. La voz gutural procedía del teléfono móvil que estaba en el suelo.

– Sven? Bist du es, Sven?

Harry cogió el teléfono y se lo puso en la oreja.

– Sven is here -dijo despacio-. Who are you?

– Eva -respondió una voz de mujer que sonó nerviosa-. Bitte, was ist passiert?

– Beate Lønn.

– Harry. Yo…

– Cuelga y llámame al móvil.

Ella colgó.

Diez segundos más tarde la tenía en lo que él seguía insistiendo en llamar el hilo.

– ¿Qué pasa?

– Nos están vigilando.

– ¿Cómo?

– Tenemos un programa de detección de pirateo informático que nos alerta si alguien interviene el tráfico en nuestro teléfono y correo electrónico. Se supone que es para protegernos de los delincuentes, pero Bjørn asegura que en este caso parece ser el mismo operador de la red.