– ¿Son escuchas?
– No lo creo. Pero, como quiera que sea, alguien está registrando todas las llamadas y los correos entrantes y salientes.
– Se trata de Waaler y sus chicos.
– Lo sé. Y ahora están al tanto de que me has llamado, lo que a su vez significa que no puedo seguir ayudándote, Harry.
– La chica de Sivertsen va a enviar una foto de una cita que Sivertsen tuvo con Waaler en Praga. La foto muestra a Waaler de espaldas y no puede ser utilizada como prueba de nada en absoluto, pero quiero que la mires y me digas si parece fiable. Ella tiene la foto en el ordenador así que te la puede enviar por correo. ¿Cuál es la dirección de correo electrónico?
– ¿No me estás escuchando, Harry? Ellos ven todos los remitentes y los números de todos los que llaman. ¿Qué crees que pasará si recibimos un correo o un fax de Praga, precisamente en estos momentos? No puedo hacerlo, Harry. Y tengo que inventarme una explicación plausible de por qué me has llamado y yo no soy tan rápida pensando como tú. ¿Dios mío, qué le voy a decir?
– Tranquila, Beate. No tienes que decir nada. Yo no te he llamado.
– ¿Qué dices? Me has llamado ya tres veces.
– Sí, pero no lo saben. Estoy utilizando un móvil que me ha prestado un amigo.
– ¿Así que te esperabas esto?
– No, esto no. Lo hice porque los teléfonos móviles envían señales a las estaciones base que indican el área de la ciudad donde se encuentra quien realiza la llamada. Si Waaler tiene gente en la red de telefonía móvil intentando rastrear el mío, van a tenerlo bastante difícil, porque no para de moverse por toda la ciudad.
– Quiero saber lo menos posible sobre todo esto, Harry. Pero no envíes nada aquí. ¿Vale?
– Vale.
– Lo siento, Harry.
– Ya me has dado el brazo derecho, Beate. No tienes que pedir perdón por querer conservar el izquierdo.
Llamó a la puerta. Cinco golpes rápidos justo debajo de la placa donde ponía 303. Era de esperar, lo bastante fuertes como para resonar por encima de la música. Esperó. Iba a aporrear la puerta otra vez cuando oyó que bajaban el volumen y, enseguida, el sonido de unos pies descalzos que caminaban por el interior. Se abrió la puerta. Parecía recién levantada.
– ¿Sí?
Le enseñó su identificación que, en rigor, era falsa, ya que había dejado de ser policía.
– Una vez más, perdón por lo ocurrido el sábado -dijo Harry-. Espero que no os asustarais mucho cuando entraron con tanta violencia.
– No pasa nada -dijo ella con una mueca-. Supongo que sólo estabais haciendo vuestro trabajo.
– Sí. -Harry se balanceaba sobre los talones y echó una ojeada rápida a lo largo del pasillo-. Un colega de la Científica y yo estamos buscando huellas en el apartamento de Marius Veland. Estaban a punto de enviarnos un documento, pero se me ha fastidiado el portátil. Es muy importante y como tú estabas navegando por Internet el sábado, he pensado que…
Ella le dio a entender con un gesto que sobraba la explicación y lo invitó a pasar.
– El ordenador está encendido. Supongo que debería disculparme por el desorden o algo así, pero espero que te parezca bien, en realidad, me importa una mierda.
Se sentó delante de la pantalla, abrió el programa de correo electrónico, desplegó el trozo de papel con la dirección de Eva Marvanova y la tecleó en un teclado grasiento. Fue un mensaje breve. Ready. This address. Enviar.
Se giró en la silla y miró a la chica, que se había sentado en el sofá y se estaba poniendo unos vaqueros ajustados. Ni siquiera se había percatado de que no llevaba más que unas bragas, probablemente a causa de la camiseta estampada con una gran planta de cannabis.
– ¿Estás sola hoy? -preguntó, más que nada para decir algo mientras esperaba a Eva.
Por la expresión de su cara comprendió que no era una buena excusa para entablar conversación.
– Sólo folio el fin de semana -le respondió la chica oliendo un calcetín antes de ponérselo. Y sonrió satisfecha al constatar que Harry no tenía intención de seguirle el juego. Harry, por su parte, constató que la chica debía hacer una visita al dentista.
– Tienes un mensaje -dijo ella.
Él se volvió hacia la pantalla. Era de Eva. Ningún texto, sólo un archivo adjunto. Hizo doble clic en el archivo. La pantalla se volvió negra.
– Es viejo y va lento -dijo la chica sonriendo más aún-. Se le levantará, sólo tienes que esperar un poco.
Ante la vista de Harry empezaba a desplegarse una imagen en la pantalla, primero como un esmalte azul y luego, cuando no había más cielo, un muro gris y un monumento de color negro verdoso. Entonces apareció la plaza. Y luego, lo que la rodeaba. Sven Sivertsen. Y un tipo con una cazadora de cuero que daba la espalda a la cámara. Pelo oscuro. Nuca robusta. Por supuesto, no valdría como prueba, pero Harry no abrigaba la menor duda de que se trataba de Tom Waaler. Aun así, algo lo hizo seguir mirando la foto.
– Oye, tengo que ir al váter -dijo la chica. Harry no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba mirando-. Y se oye todo y yo soy bastante vergonzosa, ¿vale? Así que si pudieras…
Harry se levantó, murmuró un «gracias» y se marchó.
Ya en la escalera, en el rellano entre el tercero y el cuarto, se detuvo de pronto.
La foto.
No podía ser. Era teóricamente imposible.
¿O sí?
De todas formas, no podía ser verdad. Nadie haría una cosa así.
Nadie.
37
Lunes. Confesión
Los dos hombres que se miraban en la sala de la Congregación de la Santa Princesa Apostólica Olga eran de la misma estatura. El aire húmedo y caliente tenía un olor dulce y agrio, a incienso y tabaco. El sol llevaba cinco semanas brillando sobre Oslo a diario y el sudor corría abundante bajo la sotana de lana de Nikolái Loeb, mientras éste leía la plegaria que iniciaba la confesión.
– «Ve que ya has llegado al lugar de la curación, aquí está Cristo invisible dispuesto a recibir tu confesión.»
Había intentado conseguir una sotana más fina y moderna en la calle Welhaven, pero le dijeron que no tenían modelos para sacerdotes ortodoxos. Terminada la plegaria, dejó el libro junto a la cruz, sobre la mesa a la que estaban sentados. El hombre que tenía enfrente no tardaría en carraspear. Todos carraspeaban antes de la confesión, como si los pecados viniesen encapsulados en saliva y mucosidad. Nikolái creía haber visto a aquel hombre con anterioridad, pero no recordaba dónde. Y su nombre no le decía nada. El hombre se mostró un tanto sorprendido cuando comprendió que la confesión se celebraría cara a cara y que, además, tendría que dar su nombre. Y Nikolái sospechaba que el hombre no le había dado su verdadero nombre. Tal vez viniese de otra congregación. A veces acudían a él con sus secretos porque la suya era una iglesia pequeña y anónima donde no conocían a nadie. Nikolái había absuelto en varias ocasiones a miembros de la Iglesia Estatal noruega. Si lo pedían, él les daba la absolución, la misericordia del Señor es grande.
El hombre carraspeó. Nikolái cerró los ojos y se prometió a sí mismo que, tan pronto como llegase a casa, limpiaría su cuerpo con un baño y sus oídos con Tchaikovski.
– Dice la Biblia que el deseo, como el agua, busca el fondo más abyecto, padre. Si existe una abertura, una fisura o una grieta en tu carácter, el deseo la encontrará.
– Todos somos pecadores, hijo mío. ¿Quieres confesar algún pecado?
– Sí. He sido infiel a la mujer que amo. He estado con una mujer de vida disipada. Pese a que no la amo, he sido incapaz de dejar de verla.
Nikolái ahogó un bostezo.
– Continúa.
– Yo… Esa mujer llegó a ser una obsesión.
– Llegó a ser, dices. ¿Significa que has dejado de buscar su compañía?
– Fallecieron.
Nikolái se sentía intrigado no sólo por lo que decía, sino también por el tono de voz.