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Viernes. Underwater
Harry odiaba los bares temáticos. Bares irlandeses, bares de topless, bares de noticias o los peores, bares de famosos con fotos de clientes fijos notorios en las paredes. El tema del Underwater era una difusa mezcla marítima de submarinismo y nostalgia de barcos de madera. Pero cuando Harry iba por la mitad de la cuarta pinta de cerveza, los acuarios de agua verdosa y burbujeante, las escafandras y los interiores rústicos de madera crujiente dejaron de preocuparle. Podía haber sido peor. La última vez que estuvo en aquel establecimiento, la gente se levantó de pronto y se puso a cantar viejas arias de ópera, y, por un momento, Harry llegó a creer que los musicales por fin se habían impuesto en la vida real. Miró a su alrededor y constató con alivio que ninguno de los cuatro clientes que había en el local tenía pinta de ir a cantar, de momento.
– ¿Ambiente de vacaciones? -le preguntó a la chica que había detrás de la barra cuando le puso la pinta en la mesa.
– Es que son las siete -explicó ella, dándole el cambio de cien coronas, en lugar de doscientas.
Si hubiera podido, habría ido al Schrøder. Pero tenía la vaga impresión de que le habían prohibido volver y no estaba de humor para ir a comprobarlo. No en un día como aquél. Recordaba fragmentos de un episodio que se había producido el martes. ¿O fue el miércoles? Alguien empezó a hablar de aquella ocasión en que él salió en la tele, cuando hablaron de él como de un héroe policial noruego, porque había disparado a un asesino en Sidney. Un tipo hizo algún que otro comentario insultante. Algunos dieron en el blanco. ¿Le afectaron aquellos comentarios? ¿Se enzarzó en una pelea? No podía descartarse, aunque, por supuesto, las heridas que tenía en los nudillos y en la nariz cuando se despertó podían deberse a que hubiese tropezado y caído sobre los adoquines de la calle Dovregata.
Sonó el móvil. Harry miró el número para constatar enseguida que en esta ocasión tampoco era el de Rakel.
– Hola, jefe.
– ¿Harry? ¿Dónde estás? -Bjarne Møller sonaba preocupado.
– Bajo el agua. ¿Qué pasa?
– ¿Agua?
– Agua. Agua estancada. Agua mineral. Suenas… ¿cómo diría?… alterado.
– ¿Estás borracho?
– No lo suficiente.
– ¿Qué?
– Nada. Se me está agotando la batería, jefe.
– Uno de los policías que vigilaba el escenario del crimen amenazaba con escribir un informe sobre ti. Sostiene que estabas visiblemente «intoxicado» cuando llegaste.
– ¿Por qué «amenazaba» y no «amenaza»?
– Se lo quité de la cabeza. ¿Estabas bebido, Harry?
– Por supuesto que no, jefe.
– ¿Seguro que ahora dices la verdad, Harry?
– ¿Seguro que lo quieres saber, jefe?
Harry oyó a Møller suspirar al otro lado.
– Esto no puede continuar así, Harry. Tengo que decir hasta aquí hemos llegado.
– De acuerdo. Empieza por apartarme de este caso.
– ¡¿Cómo?!
– Ya me has oído. No quiero trabajar con ese cerdo. Pon a otro en este asunto.
– No tenemos hombres suficientes para…
– Entonces, despídeme. Me importa una mierda.
Harry metió el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta. Notó que la voz de Møller vibraba débil contra el pezón. En el fondo, era ligeramente agradable. Apuró el vaso, se levantó y salió tambaleándose a la calurosa noche estival. Al tercer intento, un taxi se detuvo en la calle de Ullevålsveien.
– A la calle Holmenkollveien -dijo apoyando la nuca sudorosa en la piel fresca del asiento trasero. Mientras avanzaban, Harry iba mirando por la ventanilla las golondrinas que cruzaban el pálido cielo azul en busca de comida. A aquella hora del día salían los insectos. Era el marco del tiempo de las golondrinas, su posibilidad de sobrevivir. Desde esa hora hasta que se ponía el sol.
El taxi se detuvo en la calle que conducía hasta un chalé de vigas de madera, grande y oscuro.
– ¿Subimos? -preguntó el taxista.
– No, sólo vamos a quedarnos aquí un rato -explicó Harry.
Miró hacia la casa. Le pareció ver a Rakel en la ventana. Supuso que Oleg estaría a punto de irse a la cama. En aquel momento seguramente estaría dando la tabarra para quedarse un poco más ya que era…
– Hoy es viernes, ¿verdad?
El taxista asintió despacio con la cabeza sin dejar de mirar por el retrovisor.
Los días. Las semanas. Dios mío, lo rápido que crecen esos chicos.
Harry se frotó la cara en un intento de infundir algo de vida en esa máscara de muerte de un pálido otoñal que llevaba.
Aquel invierno la cosa no tenía tan mala pinta.
Harry había resuelto un par de casos importantes, tenía un testigo en el caso de Ellen, no bebía y Rakel y él habían progresado y habían pasado de ser sólo una pareja de enamorados a empezar a hacer cosas juntos como una familia. Y a Harry le gustaba. Le gustaban las excursiones a la cabaña. Las fiestas infantiles con él de cocinero delante de la barbacoa. Le gustaba invitar a su padre y a Søs a comer con ellos los domingos y ver cómo jugaba con Oleg su hermana con síndrome de Down. Y lo mejor de todo, seguían enamorados. Rakel había empezado a insinuar incluso que quizá fuese buena idea que Harry se mudase a vivir con ellos. Recurrió al argumento de que la casa era demasiado grande para ella y Oleg. Y Harry no se esforzó demasiado por encontrar argumentos en contra.
– Ya veremos cuando termine con el caso de Ellen -le dijo.
El viaje que habían reservado a Normandía, donde pasarían tres semanas en una vieja casa solariega y una semana en una barcaza, debería constituir la prueba que les confirmase si estaban preparados.
Y entonces empezaron a torcerse las cosas.
Él estuvo trabajando en el caso de Ellen todo el invierno. Fue un trabajo muy intenso. Demasiado intenso. Pero Harry no conocía otra forma de trabajar. Y Ellen Gjelten no había sido para él una simple colega, sino su mejor amiga y su alma gemela. Tres años habían pasado desde que ambos estuvieron tras la pista de un traficante de armas apodado «el Príncipe», y desde que un bate de béisbol acabó con la vida de Ellen. Los indicios hallados en el lugar del crimen apuntaban a Sverre Olsen, un viejo conocido de los círculos neonazis. Por desgracia, nunca pudieron oír su testimonio, ya que una bala le atravesó la cabeza cuando supuestamente iba a disparar contra Tom Waaler, que había ido a detenerlo. A pesar de todo, Harry estaba convencido de que el verdadero responsable del asesinato era el Príncipe, y había conseguido que Møller le permitiera realizar su propia investigación. Era algo sumamente personal que iba en contra de todos los principios de trabajo por los que se regía el grupo de Delitos Violentos, pero Møller le concedió poder llevarla a cabo un tiempo, como una especie de recompensa por los resultados que Harry había obtenido en relación con otros asuntos. Y aquel Invierno, por fin, sucedió algo positivo. Un testigo había visto a Sverre Olsen en Grünerløkka, sentado en un coche rojo con otra persona, la noche del asesinato, a sólo unos cientos de metros del lugar del crimen. El testigo era un tal Roy Kvinsvik, un tipo con antecedentes y un pasado que lo vinculaba a los círculos neonazis, ahora recién convertido a la Iglesia de Pentecostés de Filadelfia. Kvinsvik no era lo que nadie llamaría un testigo modelo, pero estuvo mirando largo y tendido la foto que Harry le enseñó y, al cabo de un buen rato, aseguró que sí, que aquella era la persona que había visto en el coche con Sverre. El hombre de la foto era Tom Waaler.
Harry llevaba tiempo sospechando de Waaler, pero, aun así, le impresionó que su sospecha se confirmara. Sobre todo porque eso indicaba que debían de existir más topos dentro del Cuerpo. De lo contrario, al Príncipe le habría sido imposible cubrir tantos frentes. Lo que a su vez significaba que Harry no podía fiarse de nadie. Y por esa razón no le había revelado a nadie lo que le dijo Roy Kvinsvik, porque era consciente de que sólo tendría una oportunidad, que la podredumbre había que arrancarla de un único tirón. Debía estar totalmente seguro de que la sacaría de raíz, si no, él estaría acabado.