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– ¿Quiénes?

– Ella estaba embarazada. Creo.

– Siento mucho tu pérdida, hijo mío. ¿Sabe tu mujer algo al respecto?

– Nadie sabe nada.

– ¿Cómo murió?

– De un tiro en la cabeza, padre.

De repente, el sudor parecía haberse congelado en la piel de Nikolái Loeb. El sacerdote tragó saliva.

– ¿Quieres confesar algún otro pecado, hijo mío?

– Sí. Hay una persona. Un policía. He visto que la mujer que amo va a verle a él. Tengo pensamientos… Pienso que querría…

– ¿Sí?

– Pecar. Eso es todo, padre. ¿Puedes rezar el rezo de la absolución?

La habitación se quedó en silencio.

– Yo… -balbució Nikolái.

– Tengo que irme, padre. Por favor.

Nikolái volvió a cerrar los ojos. Luego empezó a salmodiar la oración. Y no abrió los ojos hasta que llegó a «Yo te absuelvo de todos tus pecados en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

Concluida la plegaria, hizo la señal de la cruz sobre la cabeza del pecador.

– Gracias -susurró el hombre. Luego se dio la vuelta y salió raudo de la minúscula sala.

Nikolái permaneció inmóvil, con el eco de sus palabras aún resonando entre las paredes. Creía recordar dónde lo había visto antes. En la casa parroquial de Gamle Aker. Llevó una estrella de Belén nueva, para sustituir la que se había roto.

Su condición de sacerdote imponía a Nikolái el secreto de confesión, que no tenía intención alguna de violar pese a lo que había oído. Sin embargo, había algo en la voz de aquel hombre, la forma en que había dicho que iba a… ¿Iba a hacer qué?

Nikolái se asomó a la ventana. ¿Dónde se habían metido las nubes? Era tal el bochorno que tendría que ocurrir algo muy pronto. Lluvia. Pero antes, truenos y relámpagos.

Cerró la puerta, se arrodilló ante el pequeño altar y rezó. Rezó con un fervor que llevaba años sin sentir. Pidió consejo y fuerza. Y pidió perdón.

Bjørn Holm se presentó en la puerta del despacho de Beate a las dos de la tarde para anunciarle que tenían algo que debía ver.

Beate se levantó y lo siguió hasta el laboratorio fotográfico, donde Holm señaló una foto que aún se estaba secando.

– Es del lunes pasado -explicó Bjørn-. Tomada sobre las cinco y media, es decir, aproximadamente media hora después de que disparasen a Barbara Svendsen en la plaza de Carl Berner. A esa hora se puede llegar en poco tiempo al Frognerparken.

En la foto había una chica que sonreía frente a la fuente. A su lado podía verse parte de una estatua. Beate sabía cuál era. La de la muchacha saltando en el árbol. Un día de domingo, cuando era pequeña, fue al Frognerparken con sus padres a dar un paseo. Ella se detuvo delante de la estatua y su padre le explicó que la intención del escultor Gustav Vigeland era que la muchacha simbolizara el temor de una joven ante la maternidad y la vida adulta.

Ahora, en cambio, Beate no se quedó mirando a la muchacha, sino la espalda de un hombre que aparecía en la periferia de la foto. Estaba delante de un cubo de basura verde. Y sostenía en la mano una bolsa de plástico de color marrón. Llevaba un maillot amarillo ajustado y pantalones negros de ciclista. Se protegía la cabeza con un casco negro y llevaba gafas de sol y mascarilla.

– El mensajero ciclista -susurró Beate.

– Puede -dijo Bjørn Holm-. Pero, por desgracia, va enmascarado.

– Puede.

La voz de Beate sonó como un eco. Extendió el brazo sin apartar la mirada de la foto.

– La lupa…

Holm la encontró en la mesa, entre las bolsas de productos químicos, y se la dio.

Ella guiñó ligeramente un ojo mientras pasaba el cristal convexo por la instantánea.

Bjørn Holm observaba a su superior. Ni que decir tiene que había oído historias sobre Beate Lønn cuando trabajaba en el grupo de Delitos Violentos. Rumores según los cuales se había pasado días enteros encerrada en House of Pain, la sala de vídeo herméticamente cerrada, estudiando los vídeos de atracos secuencia tras secuencia, y descubriendo detalle tras detalle de la constitución, el lenguaje corporal, los contornos del rostro que se ocultaba bajo la máscara, hasta que, al final, descubría la identidad del atracador porque lo había visto en otra toma, por ejemplo de un atraco a Correos de hacía quince años, antes de que ella fuera adolescente siquiera, una toma que estaba guardada en el disco duro que contenía un millón de caras y todos y cada uno de los atracos cometidos en Noruega desde que existía la vigilancia con cámaras de vídeo. Había quien aseguraba que esa capacidad de Beate se debía a la singular constitución de su gyrus fusiforme-, esa parte del cerebro que reconoce rostros, que era más bien un talento natural. De ahí que Bjørn Holm no mirase la foto, sino los ojos de Beate Lønn, que examinaban minuciosamente la instantánea que tenían delante en busca de todos aquellos detalles nimios que él mismo nunca sería capaz de apreciar, porque carecía de la sensibilidad específica para las identidades.

Y observándola se percató de que lo que Beate Lønn examinaba a través de la lupa no era la cara del hombre.

– La rodilla -dijo-. ¿Lo ves?

Bjørn Holm se acercó.

– ¿A qué te refieres?

– En la izquierda. Parece una tirita.

– ¿Insinúas que hemos de buscar a personas con una tirita en la rodilla?

– Muy gracioso, Holm. Antes de averiguar de quién es la foto, tenemos que comprobar si cabe la posibilidad de que ése sea el asesino de la bicicleta.

– ¿Y cómo hacemos eso?

– Vamos a visitar al único hombre que sabemos que ha visto de cerca al mensajero asesino. Haz una copia de la foto mientras yo saco el coche.

Sven Sivertsen miró perplejo a Harry, que acababa de explicarle su teoría. Una teoría imposible.

– De verdad que no tenía ni idea -murmuró Sivertsen-. Nunca vi ni una foto de las víctimas en los periódicos. Citaron los nombres en los interrogatorios, pero no me decían nada.

– De momento sólo es una teoría -observó Harry-. No sabemos si se trata del mensajero asesino. Necesitamos pruebas concretas.

Sivertsen exhibió una mueca.

– Más valdría que intentaras convencerme de que ya tienes suficiente para que me declaren inocente, de que acceda a que nos entreguemos, así tendrás las pruebas contra Waaler.

Harry se encogió de hombros.

– Puedo llamar a mi jefe, Bjarne Møller, y pedirle que venga a sacarnos de aquí con un coche patrulla.

Sivertsen negó, vehemente, con la cabeza.

– Dentro del cuerpo de policía ha de haber implicados que estén por encima de Waaler. No me fío de nadie. Primero tendrás que conseguir las pruebas.

Harry cerraba y abría la mano sin parar.

– Tenemos una alternativa. Una que nos puede proteger a los dos.

– ¿Cuál?

– Ir a la prensa y darles lo que tenemos. Tanto sobre el mensajero asesino como sobre Waaler. Cuando salga en los medios, será demasiado tarde para que puedan actuar.

Sivertsen lo miró dudoso.

– Se nos agota el tiempo -advirtió Harry-. Se está acercando. ¿No lo notas?

Sivertsen se frotó la muñeca.

– De acuerdo -convino al fin-. Hazlo.

Harry metió la mano en el bolsillo trasero y sacó una tarjeta de visita doblada. Tal vez porque imaginaba las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer. O porque no podía ni imaginarlas. Marcó el número del trabajo. Contestaron con una rapidez sorprendente.

– Aquí Roger Gjendem.

Harry oyó de fondo el rumor de voces, el teclear de ordenadores y el timbre de los teléfonos.

– Soy Harry Hole. Quiero que prestes atención, Gjendem. Tengo información relativa a los asesinatos del mensajero ciclista. Y a un asunto de tráfico de armas que involucra a un colega mío de la policía. ¿Comprendes?

– Creo que sí.