– Faith has been broken, tears must be cried…
Decían las malas lenguas que el tema era de Gram Parson y que Keith y los Stones se la habían birlado para Sticky Fingers mientras estuvieron en Francia cuando los sesenta se habían acabado y ellos intentaban doparse para conseguir la genialidad.
– Wild, wild horses couldn't drag me away…
Una de las puertas traseras se abrió de repente. Øystein se sobresaltó. Aquel hombre debía de haber llegado por detrás, desde el parque. El retrovisor le mostró una cara bronceada por el sol, unas mandíbulas poderosas y gafas de sol opacas.
– Al lago de Maridalsvannet.
Lo dijo con una voz suave que, no obstante, dejó traslucir un tono imperioso.
– Si no es mucha molestia… -añadió el cliente.
– No, no -murmuró Øystein antes de bajar la música y dar una última calada al cigarrillo, que arrojó por la ventanilla abierta.
– ¿A qué parte del lago?
– Tú conduce. Ya te avisaré.
Se deslizaron por la calle Ullevålsveien.
– Han dicho que va a llover -comentó Øystein.
– Ya te avisaré -repitió la voz.
«Adiós propina», pensó Øystein.
Diez minutos más tarde salieron de las zonas residenciales y de repente, se vieron rodeados exclusivamente por campos y fincas, con el lago Maridalsvannet de fondo, un cambio tan brusco de la zona urbana a la rural que un pasajero americano le preguntó una vez si habían entrado en un parque temático.
– Puedes girar a la izquierda allí delante -dijo la voz.
– ¿Adentrarme en el bosque? -preguntó Øystein.
– Sí. ¿Te pone nervioso?
A Øystein no se le había ocurrido ponerse nervioso. No hasta ese momento. Volvió a mirar por el retrovisor, pero el hombre se había movido hacia la ventana y sólo se le veía la mitad de la cara.
Øystein redujo, puso el intermitente izquierdo y cruzó la carretera. El camino de gravilla que se extendía ante ellos era estrecho y estaba lleno de baches donde crecía la hierba.
Øystein vaciló un instante.
Hacia la mitad del camino se veían unas ramas cuyas verdes hojas se movían al trasluz como invitándolos a que siguieran adentrándose en la fronda. Øystein pisó el freno. La gravilla crujía bajo los neumáticos. El coche se detuvo.
– Sony -le dijo al retrovisor-. Acabo de arreglar los bajos del coche por cuarenta mil. Y no tenemos obligación de ir por estos caminos. Puedo llamar a otro taxi, si quieres.
El hombre del asiento trasero parecía sonreír, por lo menos, su mitad visible.
– ¿Y qué teléfono pensabas usar para hacer esa llamada, Eikeland?
Øystein notó que se le erizaban los pelos de la nuca.
– ¿El tuyo? -susurró la voz.
El cerebro de Øystein buscaba desesperadamente una salida.
– ¿O el de Harry Hole? -continuó el hombre.
– No estoy del todo seguro de saber de qué estás hablando, mister, pero nuestro recorrido termina aquí.
El hombre soltó una risotada.
– ¿Mister? No lo creo, Eikeland.
Øystein sintió la necesidad de tragar saliva, pero consiguió dominar el impulso.
– Escucha, no te voy a cobrar, ya que no te he podido llevar hasta tu destino. Bájate y espera aquí mientras te consigo otro taxi.
– Según tus antecedentes, eres bastante listo, Eikeland. Así que supongo que entiendes qué es lo que estoy buscando. Odio tener que recurrir a frases hechas, pero ¿qué vía elegimos, la fácil o la difícil? Tú decides.
– ¡De verdad que no entiendo que… ¡Ay!
El hombre le propinó una bofetada justo por encima del reposacabezas y, al inclinarse instintivamente hacia delante, Øystein notó con sorpresa que se le llenaban los ojos de lágrimas. No porque le hubiese dolido. Fue un golpe como los que daban en primaria, ligero, como una iniciación a la humillación. Sin embargo, era obvio que sus glándulas lacrimales ya habían captado lo que el resto del cerebro se negaba a comprender: que se encontraba en un aprieto muy serio.
– ¿Dónde tienes el teléfono de Harry, Eikeland? ¿En la guantera? ¿En el maletero? ¿En el bolsillo, quizá?
Øystein no contestó. Estaba sentado mientras la vista le alimentaba el cerebro. Bosque a ambos lados. Algo le decía que el hombre del asiento trasero estaba en buena forma, que lo alcanzaría en cuestión de segundos. ¿Operaba solo? ¿Debería pulsar la alarma que alertaba a los demás taxis? ¿Iría en contra de sus intereses involucrar en aquello a otras personas?
– Comprendo -dijo el hombre-. Eliges la vía difícil, ¿no?
Y sabes…
Øystein no tuvo tiempo de reaccionar cuando notó el brazo alrededor del cuello presionándole la cabeza contra el asiento.
– … en realidad, confiaba en que así fuera.
A Øystein se le cayeron las gafas. Quiso echar mano al volante, pero no consiguió alcanzarlo.
– Si pulsas la alarma te mato -le masculló el hombre al oído-. Y no estoy hablando en sentido figurado, Eikeland, sino en el literal de quitar la vida.
A pesar de que el cerebro no recibía oxígeno, Øystein Eikeland oía, veía y olía excepcionalmente bien. Podía ver la red de venas en el interior de sus propios párpados, oler la loción de después del afeitado del hombre y, al mismo tiempo, escuchar el leve tono penetrante de regocijo que resonaba en la voz del hombre como una correa de transmisión que estuviese floja.
– ¿Dónde está, Eikeland? ¿Dónde está Harry Hole?
Øystein abrió la boca y el hombre lo soltó un poco.
– No tengo ni idea de lo que…
El brazo volvió a atenazarlo.
– Último intento, Eikeland. ¿Dónde está tu compañero de cogorzas?
Øystein sintió el dolor, el doloroso deseo de vivir. Pero sabía que se le pasaría enseguida. Ya había vivido antes situaciones parecidas, esto sólo era una transición, un estadio previo a la indiferencia, mucho más grata. Los segundos transcurrían. Su cerebro empezaba a cerrar sucursales. Lo primero que perdió fue la visión.
El tipo lo soltó otra vez y el oxígeno afluyó al cerebro. Recuperó la visión y volvieron los dolores.
– Lo encontraremos de todos modos -dijo la voz-. Puedes elegir si antes o después de que tú nos hayas dejado.
Øystein sintió un objeto frío y duro que le acariciaba la sien. Luego la nariz. Había visto un buen repertorio de películas del Oeste, pero nunca un revólver del 45 tan de cerca.
– Abre la boca.
Y mucho menos los había saboreado.
– Cuento hasta cinco y disparo. Asiente con la cabeza si quieres decirme algo. Preferiblemente, antes de cinco. Uno…
Øystein trataba de combatir su miedo a la muerte. Intentó decirse a sí mismo que el ser humano es racional y que aquel hombre no conseguiría nada matándolo a él.
– Dos…
«La lógica está de mi parte», se dijo Øystein. El cañón tenía un sabor nauseabundo a metal y sangre.
– Tres. Y no te preocupes por la funda del asiento, Eikeland. Pienso recoger y limpiar a fondo… después.
El cuerpo entero empezó a temblarle en una reacción incontrolada de la que sólo podía ser espectador y pensó en un misil que había visto en la tele y que tembló de la misma forma segundos antes de que lo lanzaran a un espacio sideral helado y vacío.
– Cuatro.
Øystein asintió con la cabeza. Enérgicamente y varias veces.
La pistola desapareció.
– Está en la guantera -confesó respirando con dificultad-. Me dijo que lo dejase encendido y que no lo cogiera si sonaba. Yo le di el mío.
– No me interesan los teléfonos -aseguró la voz-. Me interesa saber dónde está Hole.