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Junto con la respiración entrecortada de Harry en el auricular, oyó el ruido de un coche que frenaba hasta que se apagó el motor. Al mismo tiempo, percibió un cambio en el modo en que la luz iluminaba el despacho.

– Tengo que irme -dijo Harry-. Empezamos a tener prisa. Quizá te llame más tarde. Si las cosas salen como yo espero. ¿De acuerdo, Beate?

Beate colgó. Se había quedado mirando el umbral.

– Vaya -dijo Tom Waaler-. ¿No te despides de nuestro buen amigo?

– ¿No te han dicho en recepción que esperes?

– Sí, claro.

Tom Waaler cerró la puerta, tiró de un cordoncillo y las persianas blancas se desplomaron de golpe ante la ventana que daba al resto de las oficinas. Luego rodeó la mesa y se colocó junto a la silla, de cara al escritorio.

– ¿Qué es eso? -preguntó señalando los dos portaobjetos.

Beate respiraba nerviosamente por la nariz.

– Según el laboratorio, una semilla.

Waaler le puso la mano en la nuca suavemente. Beate se sobrecogió.

– ¿Estabas hablando con Harry?

Le rozó la piel con un dedo.

– Déjalo -respondió ella haciendo un esfuerzo por aparentar tranquilidad-. Quita la mano.

– Vaya, ¿no te ha gustado?

Waaler levantó ambas manos sonriendo.

– Pero antes sí que gustaba, ¿verdad, Lønn?

– ¿Qué quieres?

– Darte una oportunidad. Creo que te lo debo.

– ¿Así que eso piensas? ¿Por qué?

Beate levantó la cabeza y lo miró. Él se humedeció los labios y se inclinó hacia ella.

– Por tu diligencia. Y tu sumisión. Y por ese cono estrecho y frío.

Ella quiso golpearle, pero él le atrapó la muñeca en el aire y, sin soltarla, le torció el brazo hacia la espalda empujándolo hacia arriba. Beate cayó hacia delante jadeando y casi dio con la frente en la mesa. La voz de Waaler le resonó en el oído.

– Te brindo la oportunidad de conservar tu puesto de trabajo, Lønn. Sabemos que Harry te ha llamado desde el teléfono de su amigo el taxista. ¿Dónde está?

Beate respiraba con esfuerzo. Waaler siguió empujando el brazo hacia arriba.

– Ya sé que duele -dijo-. Y sé que el dolor no te persuadirá de que me cuentes nada. Es decir, esto es sólo para mi satisfacción personal. Y para la tuya.

Al decir esto, se frotó la bragueta contra el costado de Beate, que sentía la sangre zumbándole en los oídos. Finalmente, se dejó caer hacia delante. Dio con la cabeza en la centralita del teléfono interno y le arrancó un crujido.

– ¿Sí? -preguntó una voz nasal.

– Dile a Holm que venga en seguida -resopló Beate con la mejilla pegada al cartapacio.

– De acuerdo.

Waaler le soltó el brazo despacio. Beate se enderezó.

– Eres un cabrón -le dijo-. No sé dónde está Harry. Jamás se le ocurriría ponerme en una situación tan difícil.

Tom Waaler se la quedó mirando un buen rato. Escrutándola. Y, mientras lo hacía, Beate se percató de algo extraño: ya no le tenía miedo. La razón le decía que era más peligroso que nunca, pero vio en su mirada un destello nuevo. Waaler acababa de perder el control de sí mismo. Sólo unos segundos, pero era la primera vez que lo veía perder la compostura.

– Volveré a por ti -susurró-. Es una promesa. Y ya sabes que cumplo mis promesas.

– ¿Qué pasa…? -comenzó a preguntar Bjørn Holm apartándose rápidamente a un lado mientras Tom Waaler salía raudo por la puerta.

40

Lunes. La lluvia

Eran las siete y media, el sol apuntaba hacia la colina de Ullernåsen y, desde su balcón de la calle Thomas Heftye, la viuda Danielsen constató que por el fiordo de Oslo seguían entrando nubes blancas. Abajo, en la calle, vio pasar a André Clausen con Truls. No conocía por su nombre al individuo ni a su Golden Retriever, pero los había visto a menudo cuando venían caminando desde el barrio Las Terrazas de Gimle. Se detuvieron ante el semáforo en rojo en el cruce que había junto a la parada de taxis de la avenida Bygdøy. La viuda Danielsen suponía que se dirigían al Frognerparken.

Le pareció que ambos presentaban un aspecto un tanto desastroso. Además, era obvio que el perro necesitaba un baño.

Arrugó la nariz con expresión displicente al ver que el perro, sentado medio paso detrás de su dueño, levantaba las patas traseras y descargaba sus necesidades en la acera. Al comprobar que el dueño no hacía ademán de ir a recoger la porquería, sino que, al contrario, cruzó el paso de cebra tirando del perro en cuanto apareció el hombrecillo verde, la viuda Danielsen se indignó, pero, al mismo tiempo, se alegró un poco. Se indignó porque siempre la había preocupado el aspecto de la ciudad. Bueno, por lo menos, el aspecto de aquella parte de la ciudad. Y se alegró porque ya tenía tema para una nueva carta al director del Aftenposten, donde hacía algún tiempo que no publicaban nada suyo.

Se quedó contemplando la escena del crimen mientras perro y amo se movían de prisa y con un claro sentimiento de culpabilidad por la calle Frognerveien. Y por ese motivo y de forma involuntaria, se convirtió en testigo de la escena en que una mujer que iba corriendo en dirección contraria para cruzar con la luz verde, era víctima de la falta de sentido de responsabilidad de que adolecían algunos ciudadanos. La mujer estaba, al parecer, tan concentrada en llamar la atención del único taxi de la parada que no reparó en dónde pisaba. La viuda Danielsen resopló ruidosamente, echó una última ojeada al ejército de nubes y volvió al interior del apartamento con la intención de comenzar su carta al director.

Pasó un tren, como un soplo suave y prolongado. Olaug abrió los ojos y cayó en la cuenta de que estaba en el jardín.

Qué raro. No recordaba haber salido de la casa. Pero allí estaba, entre vías de tren y con el último aroma dulzón a cadáver de rosas y lilas en la nariz. La presión que sentía en la sien no había remitido, todo lo contrario. Miró al cielo. Estaba lleno de nubes. De ahí tanta oscuridad. Olaug se miró los pies desnudos. Piel blanca, venas violáceas, los pies de una persona mayor. Sabía por qué se había sentado justo allí. Era allí, justo allí, donde se sentaban ellos. Ernst y Randi. Un día que ella estaba en la ventana del cuarto del servicio los vio allí abajo, en la penumbra, junto al ya desaparecido rododendro. El sol estaba a punto de ponerse y él le murmuró algo en alemán, cogió una rosa y se la puso a su mujer en la oreja. Y ella se rió y acercó la cara a su cuello. Entonces, se giraron hacia el oeste, abrazados y en silencio. Ella apoyó la cabeza en el hombro del marido mientras los tres contemplaban la puesta de sol. Olaug no sabía en qué estarían pensando ellos dos, pero ella imaginaba que quizás, algún día, el sol volvería a salir. Era tan joven…

Olaug miró automáticamente hacia la ventana del cuarto de la chica. Ni Ina ni la joven Olaug, sólo una superficie negra que reflejaba nubes como palomitas.

Estaría llorando hasta el fin del verano. Tal vez un poco más.

Y luego, el resto de su vida, empezaría de nuevo, tal y como había hecho siempre. Ése era su plan. Porque había que tener un plan.

Notó un movimiento a su espalda. Olaug se dio la vuelta despacio y con dificultad. Notó también cómo la fresca hierba se soltaba del suelo cuando ella movió las plantas de los pies. De pronto se quedó petrificada.

Era un perro.

El animal la miraba como pidiendo perdón por algo que aún no había sucedido. En el mismo instante, algo apareció deslizándose desde las sombras, bajo los frutales, y se colocó junto al perro. Era un hombre. De ojos grandes y negros como los del perro. Olaug no podía respirar bien, como si alguien le hubiese metido un animalito en la garganta.

– Hemos mirado en la casa, pero no estabas -dijo el hombre ladeando la cabeza y observándola como si se tratara de un insecto interesante-. Tú no sabes quién soy, señora Sivertsen, pero yo tenía muchas ganas de conocerte.