Harry pudo sujetarse con ambas manos y tiró hacia arriba para subir. Se las arregló para enderezarse sobre las suelas de goma, pisó el tejado con fuerza y logró cogerse. Con la lluvia enfurecida azotándole la cara, consiguió subirse al caballete del tejado, se sentó a horcajadas y respiró aliviado. El mástil de metal apuntaba en oblicuo hacia abajo. Algún vecino tendría dificultades para ver esa noche la reposición de Beat for Beat.
Harry aguardó a que su pulso recobrara el ritmo normal. Luego se levantó y continuó haciendo equilibrios. Le dio un beso a la veleta.
La terraza de Barli estaba empotrada en el tejado, con lo que resultaba fácil llegar de un salto a las baldosas rojas. Sus pies aterrizaron con un chapoteo ahogado por el susurro del viento, por el burbujeo de los canalones a rebosar.
Habían metido las sillas dentro. La barbacoa se veía negra y muerta en un rincón. Pero la puerta de la terraza estaba entreabierta.
Harry se acercó de puntillas y aguzó el oído.
Al principio no oyó más que el repiqueteo de la lluvia contra el tejado. Sin embargo, cuando entró sigiloso en el apartamento, percibió otro ruido, también de agua. Venía del baño del piso de abajo.
La ducha. Por fin un poco de suerte. Harry se palpó el bolsillo de la chaqueta mojada donde tenía el cincel. Decididamente, sería preferible enfrentarse a un Barli desnudo y desarmado, sobre todo si aún conservaba la pistola que Sven le entregó el sábado en el Frognerparken.
Constató que la puerta del dormitorio estaba abierta. Sabía que, en la caja de herramientas que se hallaba junto a la cama, había una navaja lapona. Avanzó de puntillas hasta la puerta y entró rápidamente.
La habitación estaba a oscuras, sólo iluminada por la lámpara de lectura de la mesilla. Harry se colocó a los pies de la cama y dirigió la mirada a la pared donde colgaba la foto de Willy y de una Lisbeth sonriente en el viaje de novios, delante de un edificio antiguo y majestuoso y de una estatua ecuestre. Una foto que, como Harry ya sabía, no se hicieron en Francia. Según Sven, cualquier persona con estudios medios debería reconocer la estatua del héroe nacional checo Václav, que se yergue delante del Museo Nacional, en la plaza Václav de Praga.
Ya se le había habituado la vista a la oscuridad. Miró hacia la cama y se quedó de piedra. Contuvo la respiración y se quedó estático, como un muñeco de nieve. El edredón estaba en el suelo y la sábana medio retirada dejaba al descubierto la goma azul del colchón. Encima había una persona desnuda, apoyada en los codos. Parecía dirigir la mirada hacia el punto del colchón sobre el que incidía el haz de luz de la lamparita.
La lluvia del tejado ejecutó unos compases finales antes de cesar de repente. Era obvio que aquella persona no había oído entrar a Harry en la habitación, pero éste tenía el mismo problema que un muñeco de nieve en el mes de julio: goteaba. El agua le caía de la chaqueta para estrellarse contra el suelo de parqué, con lo que a Harry le parecía un tremendo retumbar.
La persona que yacía en la cama se quedó rígida. Y se dio la vuelta. En primer lugar, la cabeza. Luego el resto del cuerpo desnudo.
Lo primero en lo que Harry reparó fue en el pene erguido que oscilaba de un lado a otro como un metrónomo.
– ¡Dios mío! ¿Harry?
La voz de Willy Barli sonó atemorizada y aliviada al mismo tiempo.
41
Lunes. Happy ending
– Buenas noches.
Rakel besó a Oleg en la frente y lo tapó bien con el edredón. Bajó las escaleras, se sentó en la cocina y se puso a contemplar la lluvia.
A Rakel le gustaba la lluvia. Refrescaba el aire y limpiaba todo lo viejo. Brindaba un nuevo comienzo. Eso era lo que necesitaba. Un nuevo comienzo.
Se dirigió a la puerta de entrada y comprobó que estaba cerrada con llave. Era la tercera vez que lo hacía aquella noche. ¿De qué tenía miedo, en realidad?
Encendió la tele.
Había un programa musical o algo parecido. Tres personas sentadas al mismo piano. Se sonreían el uno al otro. Como una familia, pensó Rakel.
Un trueno rasgó el aire y la sobresaltó.
– No sabes el susto que acabas de darme.
Willy Barli meneaba la cabeza. La erección continuaba, aunque iba atenuándose.
– Me lo puedo imaginar -dijo Harry-. Ya que he utilizado la puerta de la terraza, quiero decir.
– No, Harry. No te puedes hacer una idea.
Willy se asomó por el borde de la cama, cogió el edredón del suelo y se lo puso por encima.
– Parece que te estás duchando -dijo Harry.
Willy negó con la cabeza e hizo una mueca.
– Yo no -dijo.
– Entonces, ¿quién?
– Tengo visita. Es… una mujer.
Sonrió con picardía y señaló con la cabeza hacia una silla donde se veía una falda de ante, un sujetador negro y una sola media negra con un borde elástico.
– La soledad vuelve débiles a los hombres. ¿No es verdad, Harry? Buscamos consuelo donde creemos que lo vamos a encontrar. Algunos en la botella. Otros… -Willy se encogió de hombros-. No nos importa equivocarnos, ¿verdad? Pues sí, Harry, tengo remordimientos.
Harry distinguió en la penumbra unas líneas en la mejilla de Willy.
– ¿Me prometes que no se lo dirás a nadie, Harry? He cometido un error.
Harry se acercó a la silla, colgó la media en el respaldo y se sentó.
– ¿A quién iba a decírselo, Willy? ¿A tu mujer?
De repente, un rayo inundó de luz la habitación, seguido del retumbar de un trueno.
– Pronto la tendremos encima -advirtió Willy.
– Sí -Harry se pasó una mano por la frente mojada.
– Bueno, ¿qué querías?
– Creo que ya lo sabes, Willy.
– Dilo, de todos modos.
– Hemos venido a buscarte.
– ¿«Hemos»? No. Estás solo, ¿verdad? Completamente solo.
– ¿Qué te hace pensar eso?
– Tu mirada. El lenguaje corporal. Harry, soy un buen conocedor del género humano. Has entrado en mi casa a hurtadillas, contando con el factor sorpresa. Así no se ataca cuando se caza en manada, Harry. ¿Por qué estás solo? ¿Dónde están los demás? ¿Alguien sabe que estás aquí?
– Eso no es relevante. Y supongamos que estoy solo. En cualquier caso, tienes que afrontar el hecho de haber matado a cuatro personas.
Barli se llevó el dedo índice a los labios, como si estuviera cavilando, mientras Harry decía los nombres:
– Marius Veland. Camilla Loen. Lisbeth Barli. Barbara Svendsen.
Willy se quedó un rato absorto, con la mirada perdida. Luego asintió despacio con la cabeza y retiró el dedo de la boca.
– ¿Cómo lo has averiguado, Harry?
– Cuando comprendí el porqué. Celos. Querías vengarte de ambos, ¿no es cierto? Cuando te enteraste de que Lisbeth se había visto con Sven Sivertsen durante vuestro viaje de novios a Praga.
Willy cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás. Se oyó un chapoteo bajo el colchón.
– No entendí que esa foto en que aparecéis juntos Lisbeth y tú era de Praga hasta el momento en que vi la misma estatua en una foto que me han enviado hoy por correo electrónico desde la capital checa.
– ¿Y entonces lo comprendiste todo?
– Bueno. La primera vez que se me ocurrió, rechacé la idea por absurda. Pero luego empezó a parecerme sensata. O todo lo sensata que puede ser la locura. Pensé que el mensajero ciclista no era un asesino con fijaciones sexuales, sino alguien que lo había escenificado todo para que lo pareciera. Y que sólo había un hombre capaz de hacerlo. Un profesional. Alguien para quien fuese su oficio y su pasión.