Por este motivo, y sin decir nada a nadie, Harry empezó a trabajar para conseguir que su caso fuese totalmente impermeable. Sin embargo, aquello resultó más difícil de lo que había imaginado. Dado que ignoraba en quién podía confiar, empezó a buscar en los archivos después de que los demás se hubiesen marchado a sus casas y comenzó a entrar en la red interna y a imprimir correos electrónicos y listas de llamadas entrantes y salientes de las personas que sabía que eran amigos de Waaler. Se pasó tardes enteras sentado en un coche cerca de la plaza de Youngstorget, vigilando la pizzería de Herbert. Según la teoría de Harry, el tráfico de armas se llevaba a cabo a través del círculo neonazi que frecuentaba aquel establecimiento. Pero, viendo que aquello no le conducía a ninguna parte, empezó a vigilar a Waaler y a otros de sus colegas. Se concentró en los que pasaban mucho tiempo manejando armas en el campo de entrenamiento de 0kern. Estuvo un tiempo siguiéndolos de lejos y vigilando delante de sus casas muerto de frío mientras ellos dormían dentro. Llegaba a casa de Rakel de madrugada totalmente agotado y dormía un par de horas antes de ir a trabajar. Al cabo de un tiempo, ella le pidió que se fuese a dormir a su apartamento las noches que hiciese doble turno. No le había contado que aquel trabajo nocturno era off the record, off horas extraordinarias, off sus superiores y, en suma, off casi todo.
Y luego empezó a trabajar también off Broadway. Empezó a pasarse por la pizzería de Herbert. Primero una noche. Luego otra. Habló con los chicos. Les invitó a cerveza. Naturalmente, todos sabían quién era, pero una cerveza gratis era una cerveza gratis, así que los muchachos bebían, reían burlones y callaban. Poco a poco, Harry llegó a la conclusión de que no sabían nada. Aun así, siguió yendo. No se explicaba por qué. Tal vez le diese la sensación de estar cerca de algo, de hallarse cerca de la cueva del dragón, de que lo único que debía hacer era armarse de paciencia, debía esperar a que saliera el dragón. Sin embargo, ni Waaler ni ninguno de sus colegas aparecían nunca por allí, de modo que volvió a vigilar el edificio donde vivía Waaler. Una noche, a veinte grados bajo cero y con las calles vacías, un chico que llevaba una chaqueta corta y finita, se acercó a donde estaba su coche con ese paso entrecortado tan típico de los drogadictos. El joven se detuvo ante la puerta del edificio de Waaler y, tras mirar a derecha e izquierda, forzó la puerta con una palanca. Harry se quedó mirando sin hacer nada, consciente de que, si intervenía, lo descubrirían. Seguramente, el chico estaba demasiado colocado para atinar bien con la palanca, así que, al tirar, se soltó de la puerta una gran astilla de madera que emitió un ruido alto y desgarrador al tiempo que el joven se caía de espaldas, aterrizando en la nieve amontonada en el césped. Y allí se quedó. Se encendieron entonces las luces en algunas de las ventanas. En casa de Waaler se movieron las cortinas. Harry esperó. No pasó nada. Veinte grados bajo cero. Las luces de Waaler seguían encendidas. El chico seguía sin moverse. Harry se preguntaría muchas veces con posterioridad qué coño debería haber hecho. El móvil estaba sin batería a causa del frío, así que tampoco podía llamar al servicio de urgencias médicas. Esperó. Los minutos pasaban. Mierda de drogata. Veintiuno bajo cero. Menudo drogata gilipollas. Por supuesto, podría haber ido a urgencias y dar el aviso. Entonces, alguien salió por la puerta. Era Waaler. Tenía una pinta bastante cómica en albornoz, botas, gorro y manoplas. Se había bajado dos mantas. Harry observaba incrédulo mientras Waaler controlaba al joven el pulso y las pupilas antes de envolverlo en las mantas. Luego Waaler se quedó moviendo los brazos para calentarse y frunció los ojos en dirección al coche de Harry. Unos minutos más tarde la ambulancia se detuvo delante de la puerta.
Aquella noche, cuando Harry llegó a casa, se sentó en el sillón de orejas y se puso a fumar y a escuchar a Raga Rockers y a Duke Ellington, y se fue a trabajar sin haberse cambiado de ropa en cuarenta y ocho horas.
Rakel y Harry tuvieron su primera pelotera aquella noche de abril.
Él canceló a última hora la excursión a la cabaña y ella le advirtió que era la tercera vez en poco tiempo que él cancelaba una cita. Una cita con Oleg, precisó Rakel. Él la acusó de esconderse detrás de Oleg y de que, en realidad, le exigía que él diera prioridad a las necesidades de ella en lugar de dedicarse a dar con los que habían matado a Ellen. Ella le dijo entonces que Ellen era un fantasma y que se había encerrado con una muerta. Que eso no era normal, que se regodeaba en la tragedia, que era necrofilia, que no era Ellen quien le impulsaba, sino su propio deseo de venganza.
– Alguien te ha herido -le dijo Rakel-. Y ahora hay que dejar de lado todas las consideraciones para que tú puedas vengarte.
Antes de salir pitando por la puerta, Harry vislumbró el pijama de Oleg y sus ojos llenos de miedo tras los barrotes de la escalera.
A partir de aquel día, dejó de hacer cualquier cosa que no estuviese encaminada a atrapar a los culpables. Se dedicó a leer correos electrónicos a la luz del flexo, a quedarse mirando fijamente las ventanas a oscuras de diversos edificios y casas unifamiliares, a la espera de personas que nunca salían. Y a dormir poco en el apartamento de la calle Sofie.
Los días empezaban a ser más claros y largos, pero él seguía sin encontrar nada.
Y de repente, una noche, volvió a invadir su sueño una pesadilla de la infancia. Søs. El pelo, que se le quedaba enganchado en algo. La cara de terror de su hermana. Su propia parálisis. Y ese sueño volvió la noche siguiente. Y la siguiente.
Øystein Eikeland, un amigo de juventud que bebía en el bar de Malik cuando no llevaba el taxi, le dijo una noche que parecía estar muy cansado y le ofreció una anfeta barata. Harry rechazó la oferta y continuó su carrera, colérico y agotado.
Era cuestión de tiempo que todo se fuera a la mierda.
El desencadenante fue algo tan prosaico como una factura impagada. Estaban a finales de mayo y llevaba varios días sin hablar con Rakel cuando, sentado en la silla de la oficina, le despertó el sonido del teléfono. Rakel le dijo que la agencia de viajes reclamaba el pago de la casa solariega en Normandía. Les daban de plazo hasta final de la semana; si no pagaban, les ofrecerían su periodo de alquiler a otras personas.
– El viernes se acaba el plazo -fue lo último que dijo Rakel antes de colgar.
Harry se fue al aseo, se echó agua fría en la cara y se encontró con su propia mirada en el espejo. Debajo del pelo rubio mojado cortado al cepillo vio unos ojos enrojecidos sobre unas profundas ojeras y un par de mejillas demacradas. Intentó sonreír. Y se enfrentó a dos hileras de dientes amarillos. No se reconocía a sí mismo. Y comprendió que Rakel tenía razón, que se acababa el plazo para él y Rakel. Para él y Ellen. Para él y Tom Waaler.
Ese mismo día, fue a ver a su superior inmediato, Bjarne Møller, la única persona de la comisaría en quien confiaba plenamente. Mo11er asintió y negó alternativamente con la cabeza cuando Harry le contó lo que quería y le dijo finalmente que, por suerte, aquello no era competencia suya y que Harry debía tratarlo directamente con el comisario jefe de la Policía Judicial. Y también le dijo que, de todas formas, debería pensárselo dos veces antes de ir a verlo. Harry se fue directamente del despacho cuadrado de Møller al ovalado del jefe de la Policía Judicial, llamó a la puerta, entró y le comunicó lo que sabía.
Un testigo que había visto a Tom Waaler en compañía de Sverre Olsen. Y el hecho de que precisamente fuese Tom Waaler quien disparó a Olsen durante la detención. Eso era todo. Eso era cuanto tenía después de cinco meses de duro trabajo, cinco meses de vigilancia, cinco meses al borde de la locura.