– ¿Me descubrió…?
– O, para ser exactos, los excrementos que había debajo de la uña.
– Con mi sangre. Sí, pero esas son noticias viejas, Harry. Y ya he explicado que nos gustaba…
– Sí, y cuando lo comprendimos, no se investigaron los excrementos más a fondo. Normalmente, tampoco hay mucho que encontrar en esas cosas. La comida que ingerimos tarda entre doce y veinticuatro horas en pasar desde la boca hasta el recto y, durante ese tiempo, el estómago y los intestinos la convierten en un residuo biológico irreconocible. Tanto que incluso a través del microscopio resulta difícil averiguar lo que ha comido una persona después de tantas horas. Aun así, hay algo que logra pasar sin ser destruido por el sistema digestivo. Las pepitas de uva y las…
– Por favor, ¿podrías ahorrarme la conferencia, Harry?
– … semillas. Encontramos dos semillas. Nada excepcional. De ahí que hasta hoy no haya pedido al laboratorio que analice las semillas más a fondo. Lo hice en cuanto comprendí quién podría ser el asesino. ¿Y sabes lo que han encontrado?
– Ni idea.
– Era una semilla entera de hinojo.
– ¿Y qué?
– Hablé con el cocinero jefe del restaurante Theatercaféen. Tenías razón, es el único sitio de Noruega donde hacen el pan de hinojo con semillas enteras. Combina tan bien con…
– … con el arenque -atajó Willy-. Como ya sabes, suelo comerlo allí. ¿Adónde quieres ir a parar?
– Me dijiste que el miércoles que desapareció Lisbeth desayunaste arenque, como de costumbre, en el Theatercaféen. Entre las nueve y las diez de la mañana. Lo que me preocupa es cómo tuvo tiempo la semilla de llegar desde tu estómago hasta debajo de la uña de Lisbeth.
Harry aguardó hasta asegurarse de que Willy lo entendía.
– Según tu testimonio, Lisbeth salió del apartamento en torno a las cinco. En otras palabras, unas ocho horas después de tu desayuno. Supongamos que lo último que hicisteis antes de que ella saliera fue acostaros, y supongamos ella te penetró con el dedo. Pero, con independencia de lo eficaces que puedan ser tus intestinos, no habrían conseguido trasportar la semilla de hinojo a tu recto en ocho horas. Es una imposibilidad médica.
Harry pudo ver un ligero tic en el rostro incrédulo de Willy cuando pronunció la palabra «imposibilidad».
– La semilla de hinojo pudo haber llegado al recto a las nueve de la noche, como muy pronto -continuó Harry-. Así que el dedo de Lisbeth tuvo que entrar en tu recto en algún momento de aquella tarde o de aquella noche, si no al día siguiente, pero, como quiera que sea, después de que la denunciaras como desparecida. ¿Comprendes lo que estoy diciendo, Willy?
Willy miró fijamente a Harry. O más bien, miraba hacia Harry, pero tenía la vista pendiente de algún punto remoto.
– Es lo que llamamos una prueba técnica -explicó Harry.
– Comprendo -Willy asintió despacio con la cabeza-. Una prueba técnica.
– Sí.
– ¿Un hecho concreto e irrefutable?
– Correcto.
– Al juez y al jurado les encantan esas cosas, ¿no es así? Es mejor que una confesión, ¿verdad, Harry?
El policía asintió con la cabeza.
– Una farsa, Harry. Lo veo todo como una farsa. Con gente que entra y sale por las puertas. Yo procuré salir con ella a la terraza para que los vecinos nos vieran antes de pedirle que me acompañara al dormitorio. Una vez allí, saqué la pistola de la caja de herramientas y ella se quedó mirando el arma fijamente, sí, justo como en una farsa; con los ojos muy abiertos, miró el largo cañón del silenciador.
Willy había sacado la mano de debajo del edredón. Harry observó la pistola, el suplemento negro del cañón con que Willy le apuntaba.
– Vuelve a sentarte, Harry.
Al sentarse de nuevo en la silla, Harry sintió que el cincel se le clavaba en la espalda.
– Ella lo interpretó por el lado cómico. Y, verdaderamente, habría sido de un gran lirismo. Tenerla montando en mi mano mientras yo eyaculaba plomo caliente en el agujero donde ella había permitido que se corriera el otro.
Willy se levantó de la cama, que chapoteó a su espalda.
– Pero la farsa exige velocidad, velocidad, así que me vi obligado a un breve adiós.
Se colocó desnudo delante de Harry y levantó la pistola.
– Le puse la boca del cañón en la frente, que ella arrugó extrañada, como solía hacer cuando le parecía que el mundo era injusto o desconcertante. Como la noche en que le hablé del Pigmalión de Bernard Shaw, obra en la que se basa la de My Fair Lady. En ella, Eliza Doolittle no se casa con el profesor Higgins, el hombre que la educa y transforma a la furcia que era en una mujer instruida, sino que se fuga con el joven Freddy. Lisbeth se indignó, porque, en su opinión, Eliza se lo debía al profesor y Freddy era un peso pluma sin interés. ¿Sabes qué, Harry? Lloré al oírla.
– Estás loco -susurró Harry.
– Obviamente -dijo Willy muy serio-. He cometido una acción monstruosa, por completo carente del control que poseen las personas cuya guía es el odio. Yo soy un hombre sencillo y no he hecho más que lo que me dictaba el corazón. Y me dictaba amor, ese amor que nos ha sido otorgado por Dios y que nos convierte en su herramienta. ¿No tildaron también de locos a Jesús y a los profetas? Por supuesto que estamos locos, Harry. Somos unos locos, y también los más cuerdos del mundo. Porque la gente dice que lo que he hecho es una locura y que debo tener el corazón lisiado, pero yo pregunto: ¿qué corazón está más lisiado, el que no puede parar de amar o el que, siendo amado, no es capaz de devolver amor?
Siguió un largo silencio. Harry carraspeó.
– Y luego le disparaste.
Willy asintió despacio con la cabeza.
– Se le hizo una pequeña abolladura en la frente -respondió con sorpresa en la voz-. Y un pequeño agujero negro. Como cuando se clava un clavo en una superficie de hojalata.
– Y después la escondiste. En el único lugar donde sabías que ni un perro policía daría con ella.
– Hacía calor en el apartamento -continuó Willy con la mirada perdida en un punto lejano, por encima de la cabeza de Harry-. Una mosca revoloteaba alrededor del marco de la ventana y me quité toda la ropa para no mancharla de sangre. Todo estaba listo en la caja de herramientas. Utilicé los alicates para cortarle el dedo corazón izquierdo. Luego la desnudé, saqué el aerosol con la espuma de silicona que utilicé para tapar rápidamente el agujero de la bala, la herida del dedo y otros orificios de su cuerpo. Ya había sacado parte del agua del colchón, así que sólo estaba medio lleno. Apenas salieron unas gotas cuando la introduje por la abertura que había practicado en el colchón. Lo cerré enseguida con pegamento, goma y el soplete. Fue más fácil que la primera vez.
– ¿Y la has tenido aquí todo el tiempo? ¿Enterrada en su propia cama de agua?
– No, no -respondió Willy pensativo, con la mirada siempre clavada en un punto impreciso-. No la he enterrado. Al contrario, la he introducido en un útero. Era el comienzo de su renacimiento.
Harry sabía que debía tener miedo. Que sería peligroso no tener miedo en aquel momento, que debería tener la boca seca y notar los latidos del corazón. No debía sentir aquel cansancio que empezaba a adueñarse de él.
– E introdujiste el dedo amputado en tu propio ano -concluyó Harry.
– Ajá -asintió Willy-. Un escondite perfecto. Sabía que pensabais recurrir a los perros.
– Existen otros escondites que no huelen. Pero a lo mejor te proporcionó un deleite perverso, ¿no? ¿Qué hiciste con el dedo de Camilla Loen? El que le cortaste antes de matarla.
– Ah, sí, Camilla…
Willy asintió sonriente con la cabeza, como si Harry le hubiese traído a la memoria un recuerdo agradable.